La tarea del editor pequeño recuerda un poco a la de los buscadores de oro de finales del XIX: dedican el esfuerzo a escurrir ríos enteros, separan kilos de grava y arena de las pepitas, juntan unas cuantas de éstas y las pulen para vivir de su venta. Después, con más trabajo, algún intermediario y un bonito envoltorio, la joya escoge a su dueño como el libro a su lector.