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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Abbie Hofman. El viaje desde el idealismo al delirio

Joshua Furst novela la vida del gran bufón y animador de la contracultura en Estados Unidos, narrada por un hijo que es a la vez su víctima y el guardián de su legado.

Los libros más queridos para cualquier lector son aquellos que hablan de otros libros, los que reviven y amplían antiguas lecturas o descubren nuevos tesoros. Revolucionarios, de Joshua Furst (Impedimenta), es una de esas obras. Las notas promocionales hablan de Pastoral americana, de Philip Roth, pero cada lector puede encontrar sus propios links en las estanterías de casa. Van dos ejemplos: El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel, e Hija de revolucionarios, de Laurence Debray, son historias emparentadas con Revolucionarios. En los tres libros, un hijo de padres sesentayochistas cuenta sus infancias solitarias y sin reglas y su supervivencia casi milagrosa.

Un poco de memoria: el problema de los padres de Nettel en El cuerpo que habito era que la libertad sexual y la contracultura llegaban a la Ciudad de México y ellos no tenían la madurez necesaria para no empacharse con sus dulzuras. Eran alegres e irresponsables y un poco autodestructivos.

En cambio, el padre de Laurence Debray (Régis Debray, el famoso periodista francés que acompañó al Che Guevara en Bolivia) tenía problemas gravísimos para comunicarse con el mundo y para expresar emociones. Su fe religiosa en la revolución era una manera de mantenerse unido a la realidad, aunque eso significara abandonar a su hija en la indiferencia. Era un hombre mal preparado para la vida y hacía lo que podía para sobrevivir.

En Revolucionarios también hay un padre real, Abbie Hoffman, aunque su nombre aparezca disfrazado con el de Lenny Synder. Todo lo demás es reconocible: las camisas de barras y estrellas, su show en el Festival de Woodstock (interrumpió un concierto de The Who para dar un discurso y Pete Townshend lo sacó del escenario a golpes), sus gamberradas, sus detenciones, su papel en los disturbios de Chicago de 1968… Hoffman fue la sal de todas las revueltas políticas en Estados Unidos entre 1966 y 1973. El periodo que llevó el viaje del idealismo al delirio. Se suicidó en 1989, a los 52 años, por el método de tomar 150 píldoras contra el trastorno bipolar.

En Revolucionarios, la historia de Snyder/Hoffman la cuenta el hijo del activista, un pobre crío al que dieron el nombre de Freedom pero que ruega que le llamen Fred. Vive precariamente en un pueblo del estado de Nueva York y sólo espera de la vida que los admiradores de su padre le dejen en paz. Hasta que alguien da con la tecla y Fred acepta contarle su historia como en un gran vómito de palabras. Revolucionarios está narrado con la forma de un largo discurso oral, caótico, doloroso y vivísimo.

¿Qué recuerda Fred? Lo primero y lo más importante, la ambigüedad de su padre, el hombre que debía encabezar la revolución moral de los 60 pero que, incluso en el momento de mayor inocencia, también fue un pequeño cínico. De Snyder/Hoffman aprendemos que fue un judío neoyorquino de clase media (casi pobre) al que echaron del equipo de baloncesto de su universidad por apostar y manipular sus partidos. Cayó en el Village sin gran cosa que hacer y se encontró con los primeros hippies. Snyder se divertía con ellos: los arengaba, les inventaba gamberradas, les sacaba dinero para drogas, se acostaba con las chicas, los manipulaba un poco y los radicalizaba. Conocía a famosos (Allen Ginsberg, Phil Ochs) y lo detenían en todas partes, pero ésa era parte del juego. A sus espalda se burlaba de sus admiradores y los trataba de pijos de Columbia con mala conciencia pero, qué más da. Había descubierto su talento y podía vivir muy bien de él. Era un genio de la algarada, era un líder.

Algunos momentos de gloria: el día en el que entró en la Bolsa de Nueva York, subió a un palco que se asomaba a la sala de contrataciones y se dedicó a lanzar billetes al aire (los agentes de bolsa respondieron como pollitos a los que lanzan maíz). Otro día llenó de ratas los salones del Hotel Hyatt.

Hace unas líneas aparecieron las palabras «trastorno bipolar», y no hay que darle muchas más vueltas: el carisma, la locuacidad y el ingenio de Snyder/Hoffman respondían a u pico maniaco en el ciclo bipolar. Lo malo es que ahora toca hablar de la bajada. Poco a poco, la gran mascarada de la contracultura se convirtió en algo más serio. Aparecieron los Panteras Negras, los Weather Underground y los Yippies, apareció el terrorismo y Snyder descubrió que sólo era un payaso perdido en la guerra, irrelevante y más bien molesto. Nadie le reía las gracias, sobre todo desde que tenía un hijo al que había introducido en el arte del hurto a los cuatro años y en el placer del cannabis a los siete. No lo llevaba al colegio para que fuera más libre pero le regalaba discursos incomprensibles sobre política e Historia.

Otra escena significativa: Snyder aparece cenando con la madre de su hijo y con una pareja de nacionalistas negros. Todos le superan en sofisticación intelectual, de modo que la conversación es demasiado complicada y demasiado radical para él. Pero, en vez de callar, Snyder se dedica a sabotear la charla con gansadas, impertinencias e insinuaciones sexuales que son rechazadas. En ese punto, empieza el descenso hacia la crisis depresiva.

En 1973, Snyder/Hoffman ya se había convertido en el traficante de cocaína más patoso y triste de Nueva York. Lo detuvieron, salió bajo fianza, intentó ser un buen padre durante unos pocos meses y después huyó.

En el fondo, su historia sí que recuerda a la de Pastoral americana de Philip Roth, que también contaba los años 60 como una manera de deslizarse a la locura. Por eso, los héroes se convierten en villanos detestables y, al final, se descubren como víctimas del mundo y de sí mismos. Y por eso, las últimas líneas de Joshua Furst en su libro son de agradecimiento: «Gracias a Abbie Hoffman -provocación, inspiración-por haber existido. Ahora más que nunca, necesitamos su espíritu».

Luis Alemany