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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Anatomía de una revolución

Un retrato de los sesenta con lectura totalmente contemporánea y con un inteligentísimo análisis de la mente del líder.

En un curso sobre “Retos de Seguridad Nacional de los Estados Unidos” (esas cosas que una estudió), el profesor, el eminente Graham Allison (el mayor experto del mundo en la Crisis de los Misiles de Cuba), nos hizo leer un libro que desgraciadamente no está traducido pero que te enseña todo lo que debes saber sobre revoluciones. Se titula Anatomy of a Revolution, fue escrito en 1938 por Crane Brinton, y es tan prestigioso en círculos académicos yankis que incluso el Zbigniew Brzezinski, Asesor de Seguridad Nacional, se lo hizo leer al Presidente Carter durante la Revolución Iraní.

El libro comparara cuatro grandes revoluciones (la inglesa de 1640, la americana, la francesa y la rusa de 1917) y llega a una serie de conclusiones fascinantes. Todas las revoluciones son iguales, expone, y todas nacen de “la esperanza” más que de la “miseria”. Los revolucionarios no suelen ser las personas más oprimidas de la sociedad, sino miembros de la clase media, o incluso de las élites. Las radicales siempre triunfan porque “están mejor organizados, tienen más personas a sus órdenes y la cadena de mando funciona mejor”. Los radicales cultivan “una devoción fanática a su causa” y ponen en marcha técnicas de acción mucho más sofisticadas.

Ninguna revolución, sin embargo, triunfa a largo plazo, según Crane. Todas acaban en guerras. Ninguna termina representando los ideales que la crearon.

Por muy bueno que sea el libro de Crane, sin embargo, tiene un defecto: toda revolución según él necesita líderes, pero no entra a describirlos ni a analizar cómo alcanzan el mando. ¿Qué características son necesarias? ¿Cómo consiguen embelesar a miles de personas? ¿Cómo se hace un líder? Y, sobre todo: ¿qué hay detrás de la máscara? ¿Qué pasa una vez se apagan los focos y vuelven a casa?

Voy pensando en todo esto mientras me dirijo a la Llibreria Tomiris, cerca de Sagrada Familia, donde he quedado a entrevistar a Joshua Furst, autor de un libro que me ha dejado impresionada: Revolucionarios, publicado por Impedimenta con una traducción excepcionalmente buena de Alba Montes Sánchez.

El New York Journal of Books dijo que este libro es “el mejor retrato político de los sesenta desde Pastoral americana de Philip Roth”, y no les falta razón. Además, y a los efectos que aquí corresponden, es uno de los más inteligentes análisis de la mente de un líder que he leído (y, créanme, he leído un montón). Básicamente, porque explica los sinsabores del liderazgo, lo que hay detrás de la imagen mágica. También, porque explica las revoluciones por dentro y, sobre todo, explica con una lucidez extraordinaria su descenso y punto final.

El libro se centra en los años sesenta en los Estados Unidos, los años de los hippies, el “sexo, drogas y rock’n’roll”. ¿Por qué no queda de los sesenta más que un mito? ¿Qué fue de aquellos ideales de paz y amor que inundaron Woodstock? ¿Por qué muchos de aquellos hippies comprometidos con la causa acabaron votando a Reagan?

Una de las cuestiones más interesantes de “Revolucionarios” es que, a pesar de centrarse en los sesenta, tiene una lectura totalmente contemporánea. Podría hablar de hippies o de votantes de Donald Trump o, también, de los activistas postmodernos de izquierdas. Las proclamas, las tácticas: los mensajes son distintos (opuestos, de hecho), pero todos llaman a la acción, a la ruptura. Cambiar el sistema de arriba abajo. Derrumbar todo lo que está podrido. Es el romanticismo de la revolución. Todos buscan un mismo fin con características opuestas: todos quieren una utopía, involucrarse en una comunidad, seguir a un líder que les inspira. Todos buscan, en el fondo, ser revolucionarios. Todos quieren hacer historia. Y todos piensan que las revoluciones son sencillas, rápidas y efectivas. Aunque nunca suelen serlo.

Comencemos por el principio.

«Llámame Fred. No soporto que me llamen Freedom. Eso de ponerme “Libertad” de nombre es una gilipollez que se le ocurrió a Lenny para conseguir que la gente como tú no parase de hablar de él. Y funcionó. ¿No? ¿O es que te has pegado la paliza de conducir hasta aquí con tu grabadora y tu mochila llena de buenas intenciones para escuchar historias mías? Yo solo soy el chaval. Lo que tú quieres es otra dosis de Lenny. Una ración más del carnaval de los sesenta. Toda esa música rebelde. Los estampados caseros en espiral, el amor libre y el asalto a las calles. Han pasado ya veintiocho años desde que murió y aún seguís sin tener suficiente.

Pues vale. Ha sido así durante toda mi vida. ¿Quién soy yo para juzgar?

A la edad que tengo ahora, Lenny ya había cambiado el mundo. O al menos eso es lo que él habría proclamado. ¿Y yo? Yo no soy más que un fulano que ha hecho un par de trabajos de carpintero.»

Quien habla es Fred, un tipo de mediana edad, que lleva “lo que parecía una vida tranquila y normal, ganándose el pan como instalador de aislamientos de fibra de vidrio y manitas ocasional en Troy, Nueva York”. Fred accede a explicar su vida a un periodista interesado en la vida de su padre, Lenny Snyder, “un bufón radical que se hizo famoso por su papel en las protestas que tuvieron lugar en 1968 en Chicago, con motivo de la Convención del Partido Demócrata”. Lenny fue un Dios para los hippies, una suerte de profeta de la revolución.

«Si Lenny estuviera aquí, te diría que se fogueó como Viajero de la Libertad. Participó durante años en el movimiento por los derechos civiles. Aprendió tácticas de organización del mismísimo John Lewis. Al final, acabó recalando en Liberty House, la tienda de Bleecker Street donde el Comité Coordinador Estudiantil No Violento, el SNCC, vendía sus fruslerías (…) Lenny te diría que algo se estaba cociendo en la ciudad. Que una nueva ráfaga de energía recorría las calles, arrastrando a su paso a la juventud estadounidense, a los chavales a los que nadie quería (…) Lenny te diría que aquellos chicos no eran hippies. ¿Qué era un hippie? Él no se había inventado a los hippies aún. Esos no eran más que una panda de críos que habían escapado de sus casas y que sintonizaban con las vibraciones cósmicas que flotaban en el aire. Iban en busca de algo nuevo, fuera lo que fuera (…) Pues bien, él sabía lo que buscaban. Ese “algo nuevo” era él. Dejó de cortarse el pelo. Se quitó la camisa Oxford y los pantalones de vestir, se enfundó en una camiseta y en unos vaqueros y cruzó la ciudad para unirse a la cultura juvenil.

Lenny te diría que la revolución necesitaba sus héroes. Y que él se limitó a responder a la llamada.»

Lenny no fue un ideólogo (de hecho, le exasperaban los teóricos y consideraba que los académicos se pasaban el día hablando en abstracto y sin concretar nada). Lenny, en realidad, fue un profeta. Él no ideó una revolución, simplemente hizo que la gente soñase. Porque toda revolución, en el fondo, va de soñadores. De gente que persigue una ilusión. De utópicos.

En privado, claro está, Lenny era una persona totalmente distinta: narcisista, egoísta, patológicamente inseguro, abrumado por una constante “premonición de fracaso”. Y, lo que es más interesante: Lenny, el verdadero Lenny, era incapaz de creerse lo que él mismo predica. En el fondo, no era un comunista, ni un anarquista: era un total y absoluto nihilista. Un tipo que se enfrenta al poder, sea cual sea. Como una vez le dijo a su hijo, “todavía no he conocido ningún sistema que no quisiera destruir”.

A Lenny lo conocemos a través de su hijo, Fred, el cual vivió su infancia a la sombra de un líder carismático que se saltó todas las normas. Fred se crió en un ambiente donde lo importante era el culto a la personalidad de su padre. Y ahora, años después de que éste tocase fondo, acabase en la cárcel y después muriera, su hijo echa la vista atrás para intentar comprenderlo.

Describe todo lo que su padre hizo. Se nota que desaprueba prácticamente todas sus acciones, pero aún así no lo juzga. En el fondo, comparte su idealismo y comprende que luchó por algo en lo que creía. Fred no condena a nadie. Tampoco lo santifica. Lo que crítica –y crítica con fuerzas–es que él, Fred, fuese una víctima de todo aquel torbellino.

El libro narra la relación entre padre e hijo (y, en segundo plano, madre e hijo, y entre madre y padre). También describe a la perfección el ambiente de aquel momento: las ropas, el colorido y, sobre todo, la música. Mientras lees el libro no puedes dejar de tararear algunas notas de Joan Baez y Bob Dylan.

Antes de la entrevista con Joshua Furst repaso su biografía. Nació en Colorado en 1951 y pasó los primeros años de si vida en el Winsconsin rural. Luego sabré que sus padres fueron hippies y que algunas de las cosas que explica en el libro son autobiográficas (como cuando atan a Fred a un árbol en medio de una protesta). Furst estudió dramaturgia en la Universidad de Nueva York y pronto se convirtió en una figura muy popular en los círculos de teatro alternativo de la ciudad. En 1993, realizó estudios de postgrado en el Taller de Escritores de la Universidad de Iowa. Su primer libro, una colección de relatos titulado Short People apareció en 2003. Su primera novela, The Sabotage Cafe, fue publicada en el 2007. Revolucionarios es su segunda novela. Desde que fue publicada no ha parado de cosechar buenas críticas.

— He leído que tu padre te leía obras de Shakespeare cuando eras pequeño —le pregunto a Joshua Furst.

— Sí, cuando tenía siete u ocho años. No teníamos televisión. Y muchos sábados por la noche, mi padre cogía su libro de las obras completas de Shakespeare. La que más recuerdo es “Julio César”.

–¿Alguna otra que te gustase?

— El rey Lear. ¿Cuál más podría ser? Bueno… antes prefería a Hamlet, pero ahora mi favorita es El rey Lear. Ahí está todo.

— He leído también que de pequeño hacías mucho teatro y que tu primera obra fue Esperando a Godot, de Samuel Beckett.

— Fui un niño actor en una pequeña ciudad de Winsconsin. Mi madre había vuelto a la universidad después de que yo naciera, y yo me pasaba muchas horas en el campus. Básicamente, porque no teníamos niñera. Una vez, estábamos en un edificio del campus y alguien me preguntó: “¿estás aquí para la audición?”, Y, bueno, la obra era de Godot. Y me quedé a hacer la audición y conseguí el papel.

— ¿Te gustó la experiencia?

— Sí, muchísimo. Absolutamente todo lo que he hecho desde entonces se lo debo a esa primera experiencia en el teatro.

— Estás muy implicado en el mundo del teatro. Además, diste clase durante diez años de teatro en The New School y ahora eres profesor de Columbia. ¿Qué te ha enseñado el teatro sobre la literatura?

— El teatro me ha enseñado mucho sobre la naturaleza del lenguaje. Durante muchos años me dediqué a escribir obras de teatro y entendí que trabajar en un “lenguaje teatral” requiere herramientas totalmente distintas que trabajar en un lenguaje novelístico. Tuve mucha suerte porque, cuando tenía veinte años, trabajé con Athol Fugard, un dramaturgo sudafricano, quien tenía una manera absolutamente reveladora de explicar lo que es el lenguaje teatral. Para él había cinco herramientas que usas en el teatro: tiempo, espacio, sonido, gente (people) y testimonios (witnesses). Él decía que el teatro era la suma de estos factores.

— ¿Y qué te ha enseñado el teatro sobre la vida?

— [Duda unos instantes] El teatro me ha enseñado sobre las comunidades, sobre los equipos. Muchos de los trabajos que hice en teatro fue deliberadamente a los márgenes. No estuve en ninguna de las grandes compañías de teatro del país. Y aquello me enseño a trabajar en comunidad. El teatro se basa, sobre todo, en esos espacios secretos donde tú puedes ser lo que la sociedad esperas que seas.

En todos los libros de Furst, las relaciones entre padres o madres e hijos está muy presente. Relaciones complicadas, tumultuosas, traumáticas. En su primera obra, Short People (2003) incluye una narración sobre unos padres increíblemente permisivos cuyos planes para educar a sus hijos acaban tan desastrosamente mal que ellos mismos llaman a Servicios Sociales. En su primera novela, The sabotage café (2007), habla de Cheryl, una adolescente que se fuga a Minneapolis y acaba en una banda de punks, y de su madre, Julia, atrapada en sus propios demonios sobre su pasado revolucionario. Hay anarquismo, problemas de salud mental y una crítica al consumismo. En el libro tienes un recorrido exhaustivo por la cultura pop desde los setenta hasta nuestros días, incluyendo descripciones de comida basura y programas de televisión.

Después de explorar la relación crispada y poliédrica con una madre que en su día fue una rebelde irredenta, en su segunda novela, Revolucionarios, quiso explorar las relaciones con un padre igualmente peculiar. A esto se le añadieron unos cuantos factores más.

— ¿Cómo surgió la idea de este libro?

— La verdad es que he estado obsesionado con esta gente, con la gente de los sesenta, los hippies, desde que era adolescente. Cuando tenía dieciséis años fui un día a una biblioteca de una pequeña universidad local y vi un libro llamado Steal this book (roba este libro), así que lo hice. Lo robé [ríe]. Era un libro de Abbie Hoffman, un líder del movimiento hippie. Luego también hice cosas en política, en política de base. Siempre me ha interesado el arte y la política y cómo los dos pueden interactuar. Aunque supongo que acabé siendo escritor y no activista porque no acababa de sentirme cómodo con las “exigencias” de pureza que a veces demandan los movimientos políticos. Ese grado de dogmatismo que, en cambio, el arte rechaza. A veces tengo la sensación que nos centramos demasiado en los dogmas y no en las personas.

Indago un poco más en la figura de Abbie Hoffman, ese personaje aquí en España prácticamente desconocido pero que en Estados Unidos fue un auténtico líder de masas en los sesenta. El auténtico gurú espiritual, el guía de los hippies. Un tipo increíblemente carismático pero también con un lado oscuro. Un hombre que necesitaba destacar, brillar, ser el centro de atención. Pero que, al mismo tiempo, no dudaba en achicar a quien tuviera al lado. El mismo que hablaba del amor universal y el karma mundial era, en privado, un auténtico déspota y un narcisista de cuidado. Como Lenny Snyder, el padre de Fred, protagonista de Revolucionarios.

Joshua Furst reconoce que Abbie Hoffman fue una de las inspiraciones para Lenny Snyder, aunque no todo es cien por cien él.

Otros personajes del libro también están inspirados en gran medida por personajes que rodearon a Hoffman. Sy Neuman, por ejemplo, copiado claramente de Jerry Rubin (un tipo que acabará abrazando alegremente el capitalismo y que regalará a Fred una copia de Anthem de Ayn Rand). O Phil Ochs, que existió de verdad con este nombre, y que acaba siendo uno de los personajes más humanos del libro. Para Fred, será su verdadera figura paterna.

— Una cosa muy interesante del libro es que Fred no condena a su padre. Se nota que su relación fue muy complicada y que Fred se siente herido por todo lo que tuvo que pasar, pero no lo condena.

— Hay cierto odio, obviamente. Pero si hubiese condenado al padre, entonces el libro no hubiera sido honesto.

— Supongo que, como escritor, debe ser increíblemente difícil conseguir este difícil equilibrio entre odiar al padre, pero no condenarlo abiertamente.

— Sí, exacto. Pasé tres años intentando escribir este libro, y todo el rato condenaba al padre [ríe]. Finalmente, encontré una vía para comprender, de algún modo, que Fred necesitaba a su padre. Entendí que la rabia podía coexistir con esta necesidad.

***
— Cuando leí los Revolucionarios —le comento a Joshua— tuve la sensación que no era un libro sobre el pasado, sino sobre el presente.

— Sí, exacto, así lo pensé mientras lo escribía. Nunca pretendí escribir un libro histórico. No soy historiador ni tampoco me apasionan las novelas históricas. Me interesa sobre todo la literatura que trata sobre la naturaleza humana, y cómo las fuerzas que han modelado esta naturaleza humana, este pensamiento, subsisten y perduran en el momento actual.

— Otra cuestión que me surgió mientras leía el libro es que los años sesenta son años míticos para mucha gente. Es un período que está, desde mi punto de vista, completamente idealizado. Mucha gente cree que sólo era sobre Woodstock y John Lennon. Pero nadie piensa en la herencia real de todo aquello. En los “Revolucionarios”, creo, hay una reflexión sobre lo que queda de todos aquellos “años míticos”. Y creo que la conclusión no es demasiado optimista. En cierto modo, el libro es la certificación de la muerte de una utopía.

— Bueno, sí, desde luego en Estados Unidos se vivió la muerte de un tipo de izquierdas muy concreto. Ha habido algunos intentos por revivir el espíritu de aquellos momentos, pero no se ha podido devolver aquella ilusión. La izquierda, o al menos los demócratas, han perdido el rumbo. También hay que tener en cuenta que la realidad social y económica de aquellos hippies, de aquellos míticos años sesenta, era muy distinta a lo que queremos creer. Para entender ese período hay que superar el abismo entre mitología y realidad. Básicamente, porque ese período, la imagen de ese período ha sido empleada para fines muy viles.

— Vivimos en un mundo de “fake news” y de movimientos populistas no sólo en Estados Unidos, también en Europa. En medio de este panorama desalentador, ¿queda algo de aquella izquierda mítica?

— [Se queda pensativo durante unos segundos] Tengo que decir que, cuando surgió el movimiento de “Wall Street Occupy”, tuve esperanzas. Pensé que, finalmente, algo profundo y real estaba ocurriendo de veras. Que por fin los problemas reales de la gente estaban teniendo una visibilidad. Que había gente que se estaba preocupando porque los temas reales que nos deberían ocupar a todos estuvieran en primera línea. Pero luego… la izquierda suele olvidarse de los problemas reales.

— Yo la mayoría del tiempo creo que uno de los grandes problemas de la izquierda es que se ha olvidado de la clase trabajadora.

— Bueno, yo creo que el gran problema es que nos hemos olvidado que el problema de fondo requiere cambios estructurales. Nos venden que estamos haciendo pequeños pasos hacia delante, y no dudo que muchos de ellos sean beneficiosos para mucha gente, pero si realmente queremos una sociedad mejor y más justa necesitamos cambios estructurales, profundos.

Regresamos al proceso creativo. Siguiendo un costumbre de Courbett Magazine en este tipo de entrevistas, le pregunto sobre libros que han influido en el proceso de creación de Revolucionarios.

Comenzamos por libros de un autor que Joshua Furst admira como es Philip Roth.

— Cuando leí «Revolucionarios –le comento a Joshua– me vino a la mente «El lamento de Portnoy» porque en ambos libros hay un monólogo continuo de los protagonistas y a partir de ese monólogo se construye toda la historia.

— Bueno.. [sonríe], te tengo que decir que colecciono copias de El lamento de Portnoy. Tengo como ochenta o noventa ediciones distintas, incluso en diferentes idiomas.

— ¿En español también?

— No, esa creo que me falta [ríe]. Bueno, lo fascinante de ese libro son los límites, las restricciones, del lenguaje oral. Eso, y la cuestión del tiempo en la narración. Es un tema que he intentado explorar en muchas de mis obras de teatro y también en esta novela. Porque si el tiempo de la narración es el presente, eso coloca al lector al mismo nivel que el protagonista del libro, lo que genera una interacción mucho más interesante. Hay un mismo plano donde coexisten narrador y espectador. Así, si el narrador dice «tú», se dirige a tí, lector. En Revolucionarios me esforcé mucho por crear estos vínculos, esta intimidad entre Fred y el lector.

— Hay otro libro que viene enseguida a la mente leyendo Revolucionarios: Pastoral americana de Philip Roth [la historia de un padre judío de New Jersey cuya hija puso una bomba para protestar por la guerra del Vietnam y mató a una persona],

— Bueno, sí, Pastoral Americana explora a la perfección los cambios vertiginosos de los sesenta. Pero la hija del protagonista es una radical muy distinta a los míos. Los de mis libros son más bien anarquistas y, aunque persiguen algunos fines concretos, lo que buscan, sobre todo, es sembrar el caos. La protagonista de «Pastoral Americana» busca el poder, los de mis libros no quieren el poder. Se oponen al concepto mismo de poder. Porque quieren destruir cualquier forma de poder.

— Otro libro que creo que ha tenido mucha influencia en esta obra: El libro de Daniel, de E. L. Doctorow [sobre las vidas, el juicio y la ejecución de Julius y Ethel Rosenberg a través de sus hijos. Los Rosenberg fueron acusados de ser espías soviéticos y de haber facilitado información sobre la bomba atómica a la URSS].

— Sí, este libro sí que tuvo una influencia enorme en Revolucionarios. El ángulo de la narración, sobre todo. Yo no quería una novela histórica, por lo que necesitaba una estructura que, en vez de mantenerme como escritor fuera del libro, como mero espectador de la historia, me implicase, me metiese dentro. El libro de Daniel es de una gran maestría en ese sentido. Te mete en la mente de la madre, hace que mires la historia como ella la vio. Quería reproducir este efecto.

— Por último, ese comienzo «Llámame Fred. Odio Freedom». Hay algo de Melville ahí, del comienzo de Moby Dick.

— Bueno la mía no es una novela tan larga [ríe]. Pero, sí, sin duda los dos libros van de perseguir un imposible. Ahab está obsesionado con la ballena, el padre de Lenny también persigue una utopía. Y como toda utopía, es inalcanzable.

Ana Polo Alonso