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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Astronautas

La historia, en fin, arranca con el descubrimiento en 2006 de que el meteorito que impactó en Tunguska en 1908 era en realidad una nave espacial procedente de Venus.

La Editorial Impedimenta de Enrique Redel anda en la tarea de publicar la obra completa de Stanislaw Lem, una de las vacas sagradas que con más parsimonia pacieron en los prados de la ciencia-ficción del pasado siglo. Algunos de los títulos ya en la calle no habían sido traducidos antes al castellano directamente desde el polaco y otros, como Astronautas, permanecían inéditos en nuestra lengua. Este último es una fantasía futurista, o lo era cuando su autor la concibió, pues transcurre en 2006, es decir, en el pasado. Son gajes del género: a veces, no se anticipa uno lo suficiente. En 1950, cuando Stanislaw Lem puso manos a la obra, los americanos no habían pisado la Luna y Gagarin no había salido aún al espacio. Así que lo que en ella nos cuenta Lem no es la distopía o el relato de anticipación que pretendió, sino más bien una historia alternativa de la astronáutica, la cual no es nada raro que se escribiera en un país del bloque socialista, donde no sólo la aspiración a la conquista del Cosmos y su colonización formaban en la primera fila de los objetivos político-militares, sino que la Historia era, en sí, un relato mudable a voluntad según los caprichos o necesidades del Partido. Así que, de haber durado la URSS cuarenta años más, quién sabe si esta novela de Lem no habría terminado siendo usada como fuente para la Enciclopedia Soviética.

En el 2006 en que transcurre la acción de Astronautas, el capitalismo ha sido erradicado de la faz de la Tierra –que a su vez ha mudado de piel varias veces gracias a los avances científicos- y sido sustituido no se sabe bien por qué, aunque se barrunta que la comunidad planetaria es regida por algo así como una élite de bata blanca cuyos miembros citan al Chuang Tzu del sueño de la mariposa de Borges, fabrican soles artificiales y han irrigado el Sahara, como soñaran Vázquez Figueroa y Gadafi. La nave de la novela, el Cosmocrátor, anticipa la MIR y la ISS, pero viene ante todo a ser una metáfora de la deshumanización de la burocracia, de un Sistema que ha cobrado “vida” propia y controla hasta el último pormenor de la verdadera vida. La electricidad, la energía nuclear, las turbinas, los átomos o el plástico se erigen en personajes de la novela en no menor medida que los astronautas y científicos que por ella transitan.

La historia, en fin, arranca con el descubrimiento en 2006 de que el meteorito que impactó en Tunguska en 1908 era en realidad una nave espacial procedente de Venus. Cuando en ella son encontrados los restos de un “informe” cifrado en “venusiano” sobre las características de la Tierra y sus habitantes, se dispone que el hallazgo sea sometido a su estudio por el Cerebro Electrónico, megaordenador que ocupa cuatro plantas en el Instituto de Matemáticas de Leningrado. En un marco de sátira -camuflada bajo un tono solemne y oficialista- de lo enrevesado y sofismático de la fraseología empleada en los ejercicios de dialéctica marxista de la nomenklatura, no podían faltar las referencias a Konstantin Tsiolkovsky, más el Julio Verne de Rusia que el padre de su ciencia espacial… Astronautas admite, la verdad, muchas lecturas. A mi entender, compone ante todo un testimonio ético de la época, el remanente abandonado en el espacio y a merced de su órbita de un mundo extinguido, una rareza a cuyas páginas te asomas con la misma curiosidad que a los homenajes filatélicos soviéticos o de otros países a Interkosmos o conmemorativos de tal o cual hazaña cosmonáutica. No sé, resulta ardua -si no imposible- tarea meterse en la cabeza de otra persona. Sus escritos pueden, claro, y siempre que les concedamos cierta presunción de sinceridad, proporcionarnos pistas, indicios acerca de qué soñaba o pensaba, de a quién admiraba… Pero, cuando estos son o pretendieron ser de ficción, el empeño resulta más difícil aún.

Por ejemplo, ante el viaje espacial de treinta y cuatro días que les espera, Arseniev, uno de los cosmonautas, reúne a los demás tripulantes y, temiendo que los conciertos de Beethoven emitidos para ellos desde la Tierra no constituyan suficiente amortiguador para los ratos de ocio, les propone amenizar el periplo… ¡con debates! “Para dar ejemplo”, dice, “reto al colega Lao Chu a un duelo verbal sobre las secuencias ondulantes de la materia”. ¿Habla Lem en serio? ¿Se está pitorreando? En algunos pasajes, su propósito parece ser dejar claro a los censores que su concepción de los “cielos” es cien por cien materialista y se ha empapado de los escritos divulgativos sobre Venus o la Luna redactados por los hombres de ciencia a cuya solvencia intelectual el Partido ha dado el visto bueno. Otras veces, se percibe cierta inclinación a la evasión intelectual, ya que la física no era posible.

Pero, a grandes rasgos y sumando el antedicho condimento discreta y prudentemente satírico, el suyo no deja de ser un ensayo de ciencia-ficción sujeto a los cánones ortodoxos establecidos para el género en el bloque socialista. Así como James Hilton fue fiel a los cánones dictados por los americanos durante la Guerra Fría al describirnos Shangri La, en Horizontes perdidos, como una especie de campamento de verano donde los tibetanos se comportan como adolescentes de Oklahoma alegremente respetuosos con el horario de vuelta a casa marcado por sus padres, la novela de Lem no deja de solidarizarse con el viejo sueño bolchevique -expresado ya el mismo año del incidente de Tunguska, en la novela Estrella roja, por Alexander Bogdanov- de llegar un día, en el curso de un viaje espacial, a encontrarse cara a cara con marcianos y descubrir que éstos, debido a su extraordinaria inteligencia… ¡son comunistas desde hace una eternidad!

Esta novela suya –escrita a ratos con entonación de libro de texto o Florido Pensil rojo- recoge, en efecto, múltiples ecos de raigambre cosmista, es decir, del anhelo soviético de reemplazar a Dios por un ceñudo culto al silencio de las supernovas y a la gélida oscuridad del espacio profundo oficiado por pilotos fríos, musculosos y fanáticos de los retos de producción industrial, como el Arseniev de la novela, un “Hércules encarnado en la figura de un astrónomo”, con “una nuca recta como una columna en la que se asentaba una cabeza robusta y pesada, cubierta de una cabellera tan rubia que parecía oro blanco”. Mientras la leo, me parece estar repasando los sellos con y sin charnela de mi colección de astrofilatelia, emitidos por la URSS, Rumanía, Vietnam, la RDA, India o Cuba, florilegios dentados a mayor gloria de una industria espacial que avanzaba mediante el sistema de: “Tú aprieta el botón, a ver qué pasa”… y cuyos trasfondos utópicos, por supuesto que muy lejos del discurso cosmomesiánico de Lem, deshuesó El astronauta, aquella película en la que el cohete de fabricación casera de Tony Leblanc alunizaba en Almería y en medio de un rodaje, encontrándose el viajero espacial rápidamente rodeado por la caballería de Custer.

Una rareza, en fin, con mucho que leer y que cortar y, preferiblemente, mientras se saborea un cóctel de gambas y caballitos de mar en una playa marciana.

Joaquín Albaicín