cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El alcance de la elegancia

Como sabe cualquier francés, un tratado de estética no es sino un permisivo decálogo de ética, una rama tan veleidosa como necesaria de ésta. Dice Balzac que, "al dictar las leyes de elegancia, la moda abarca todas las artes". Como buen cristiano, no concibe contenido válido sin un digno continente.

Abre el Tratado de la vida elegante con una división en tres de los oficios del hombre. Primeramente está aquel que trabaja, representante de la vida ocupada; el hombre que piensa, paladín de la vida del artista; y el hombre que no hace nada, protagonista del ensayo y heraldo de la vida elegante.

Si, como dice Laurence Sterne, las ideas que concibe un hombre afeitado no son las mismas que alumbra un hombre barbudo, el hombre elegante debe colocarse, por utilizar los términos de Aranguren, en el talante adecuado. Este talante o estado de ánimo conduce, no a la creación (tarea del artista), sino al arte de animar el descanso, a la perfección de la vida exterior.

Esta ciencia de los modales es la que hace y deshace sociedades, y no es un tema para ser tratado demasiado a la ligera. En efecto, a pesar de la impresión que pueda llevarse el lector en primera instancia, el Tratado de la vida elegante es un escrito contra el dandismo.

La vida elegante no excluye el pensamiento ni la ciencia, más bien las consagra.

El dandi, en cambio, es un ser radicalmente no pensante. El error que lleva a convertir el texto en un tratado exclusivamente acerca del continente es el mismo que ha llevado a París a convertirse en una ciudad donde ya no sucede nada, salvo que Woody Allen saca una serie de postales de lugares y personas para hacerlo pasar por película. Un muerto al que le crecen el pelo y las uñas: ciudades dandi son París o Barcelona, triunfos del continente en los que el contenido ha tiempo se agotó.

Así, no es cierto que el hombre que no hace nada no haga, estrictamente, nada. Su ociosidad trae consigo una gran responsabilidad, y no disfruta de la elegancia sólo para pasearla por los salones, que también, sino que

el tiempo, el dinero y el talento le garantizan el monopolio del mando.

Balzac, un monárquico que ha heredado del siglo XVIII la confianza en el progreso, celebra que la inteligencia, «eje de nuestra civilización», sustituya a la fuerza, y confía en un mañana aún mejor:

La aristocracia y la burguesía pondrán en común, la primera, sus tradiciones de elegancia, buen gusto y alta política; la segunda, sus prodigiosas conquistas en las artes y las ciencias. Después, las dos, guiando al pueblo, lo conducirán por una vía de civilización y de luz.

Más allá de constatar el triste hecho de que los derroteros de la política hayan sido otros, en los que dudamos de que los más capaces sean quienes acceden a puestos públicos de responsabilidad, basten estos ejemplos para probar que la vida elegante es un estar en el mundo, mientras que el dandismo es una evasión. Si el verdadero aristócrata es elegante por naturaleza, el dandi trata de serlo gracias al estudio de una existencia que no es la suya. Es un burgués que preferiría no serlo.

Cierra el ensayo Balzac reflexionando que la indumentaria es la expresión misma de la sociedad, una afirmación que prueba examinando el pasado y que puede llevarnos a sacar interesantes conclusiones del presente, cuando la uniformización del capitalismo proletario lleva a los ricos y a los pobres a vestir de la misma manera; a Rosalía Mera y a Willy Toledo gritar juntos: ¡Democracia Real Ya!

Ya sea en el pie, en el busto, en la cabeza, siempre encontraremos, formulándose bajo alguna parte de la indumentaria, un progreso social, un sistema retrógrado o algún tipo de lucha encarnizada.

El Tratado de la vida elegante, con su mezcla de reflexión y aforismo, es un texto que ofrece mucho más de lo que promete. Balzac juega en la frontera entre la filosofía y la frivolité como sólo saben hacerlo algunos maestros, y que este tratado haya sido calificado por algunos de mero divertimento evidentemente no denota incapacidad del autor para escribir, sino del crítico para leer. Descúbralo el lector por sí mismo.

Por Alejandro García Ingrisano