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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El arte del sobreviviente

“El deber del bohemio es hacer de sí mismo un espectáculo”, le dice Joe Gould, un borrachín de Greenwich Village que pretende escribir una Historia oral de nuestro tiempo, al periodista estrella del New Yorker durante los años cuarenta, Joseph Mitchell.

Esta divisa de los hombres que no teniendo otra cosa qué ofrecer, deben hacer de su propia persona un motivo de excitación pública, seduce porque no sólo se apega al desafortunado, al hombre sin suerte, sino también, con frecuencia, al propio artista. En El Ruletista del rumano Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956), vemos a un escritor que al final de su vida —tiene ochenta años y ya no siquiera puede escribir “una página a día” porque se duele de la espalda, de los huesos, incluso de la “piel de la cara”—, descubre que todo lo que ha escrito es “una penosa impostura”.

Con el fin de ser “honesto de la única manera que puede serlo un artista”: contándolo todo sobre sí mismo, decide narrar la vida de un personaje que conoció personalmente. Y aquí comienza ese punto donde el relato parece desdoblarse: ¿cómo es posible contar todo sobre uno mismo al contar la vida de otro? Dejaremos este punto para el final.

La historia que cuenta el anciano escritor es la de un hombre que conoció desde la infancia y cuyo nombre desapareció frente al apodo con el que todo el mundo llegó a conocerlo, “el ruletista”. Ya desde el primer momento, el personaje es “un niño brutal, de rostro sombrío”, de adolescente tiene “arrebatos de furia epiléptica” y es condenado por violación y robo, tras salir de la cárcel como adulto se convierte en un vago que pide limosna en bares y callejuelas. Mientras esto ocurre, el escritor nos cuenta que él publicaba sus primeros relatos y se daba a conocer.

Finalmente, el momento de gloria les llega al mismo tiempo. El escritor publica sus novelas y gana un premio nacional, y el vagabundo entra a ser parte de un espectáculo siniestro: la ruleta rusa. “Piensa en las corridas de toros o en los gladiadores y entenderás por qué ese juego se me coló enseguida en la sangre”, dice el escritor. Los ruletistas eran gente sin “ningún tipo de vínculo social”: amigos, trabajo o familia, que se ofrecían por dinero a subir a un banco frente a un grupo de ansiosos espectadores reunidos en sótanos y desvanes, y se disparaban en la sien con un revólver cargado con una sola bala.

Si el ruletista sobrevivía, se llevaba el 10% de las apuestas que se jugaban en su contra. Si moría, la persona que los contrataba, “el patrón” debía pagar a los apostadores. El vagabundo de la narración se convirtió no sólo en uno más de los pobres diablos que divertían a la gente con su muerte (la mayoría moría) sino en el ruletista por excelencia porque una y otra vez apostaba su vida y no moría.

Poco a poco se convirtió en la sensación de la época, y de mostrarse en tugurios, comenzó a rentar los salones más exquisitos a los que ya llegaban artistas y gente de “sociedad” que acudía ver el espectáculo de convertirse una y otra vez en un sobreviviente: el revolver y el cartucho pasaban de mano en mano para ser revisados conspicuamente por los espectadores, mientras el vagabundo, ya vestido de bohemio profesional (con telas que “parecían” harapos pero que vistas desde cerca daban cuenta de lujo y el gusto al que había podido acceder el ruletista con el dinero ganado) volvía a dispararse en la sien saliendo ileso.

Poco a poco fue arriesgándose y ofreció una “ruleta de navidad” donde en lugar de un cartucho habría dos, meses después tres, y luego cuatro, y hubo un momento en que había cinco cartuchos en el revólver con los que “incluso el más superficial de los asistentes que ocupaban ahora los sofás de terciopelo podía sentir, no con la cabeza, ni con el corazón, sino en los huesos, en las articulaciones y los nervios, la grandeza teológica que había adquirido la ruleta”. Finalmente el ruletista ofreció cargar por completo el revólver.

No puedo contar el final del relato sin echarlo a perder, así que tengo que volver a la preguntas inicial que, en el fondo, es más importante que la anécdota del relato: ¿cómo es posible contar todo sobre uno mismo al contar la vida de otro? El escritor siente que ha falseado lo que escribe, que no ha contado la verdad, y la verdad para él es el ruletista. El escritor comprende que no puede escribir una obra maestra si no se juega la vida, y que para ello, no basta (y tampoco es necesario) con ponerse un revólver en la sien, sino despojarse de vínculos-compromisos sociales, es decir, no dejarse suplantar por un yo impuesto, por un yo social. En el fondo, es una verdad para todos y no sólo para los escritores. Es imposible no sentirnos falsos cuando aceptamos por completo la realidad impuesta desde arriba por las convenciones sociales.

Frente a un grupo de estudiantes, Vladimir Nabokov señaló: “Cualquiera cuya mente es lo bastante orgullosa como para no formarse en la disciplina lleva oculta, secreta, una bomba en el fondo del cerebro. Y sugiero, aunque sólo sea por diversión, que coja esa bomba particular y la deje caer con cautela sobre la ciudad moderna del sentido común”.

¿Para qué arriesgaba su vida el ruletista? Ese momento sublime de poner el cañón del revólver contra su sien, terminó por ser una forma de arte. Podía morir con un vagabundo más, alcoholizado y roñoso, muerto de frío en una callejuela; pero prefirió intentar un estilo, intentar una forma de morir frente a la que los demás sólo podían quedarse boquiabiertos. El escritor bien podría haberse conformado con ganarse el prestigio burgués, pero prefirió, al final de su vida, intentar un estilo y contar el heroísmo inútil de la sobrevivencia.

Por Daniel Barrón