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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El bosque animado

«Ahora Impedimenta acaba de editar la mejor apología de lo silvestre que he leído nunca, que es una obra maestra incontestable, uno de esos libros que justifican la adicción y el amor por los libros.»

Aparte de su constante presencia en editoriales específicamente consagradas a ella (y de su sigilosa pero épica resistencia en determinadas corrientes poéticas), la naturaleza nos sale al paso en la literatura contemporánea de una manera bastante residual, casi siempre como apunte paisajístico auxiliar, como clásica y socorrida productora de malos presagios o buenos augurios, o como sosegado capítulo de transición en el que los personajes han de descansar o reencontrarse. Pero se diría que en los últimos años los sellos más visibles y de temática más general están descubriendo y casi fomentando un nuevo tipo de ecologismo, el cual, por fortuna, tiene poco que ver con la espiritualidad mal entendida, con lo deportivo o con las dietas llamadas saludables. No querría pasarme de listo pero cabe preguntarse si el creciente e insoportable ruido contemporáneo (y por «ruido» me refiero, por supuesto, a la omnidependencia del teléfono, la enervante impostación de las redes sociales, la comunicación constante pero superficial o directamente falsa, la tiranía de la publicidad y las apariencias, el exceso de información, el abuso de la actualidad, el imperio del dinero…) no está despertando en muchos la necesidad instintiva de retornar a determinadas verdades esenciales, al manantial común, a un silencio vivo, a la posibilidad de recogerse y resucitar. A la feliz recuperación de los ensayos de Henry David Thoreau (por parte, principalmente, de Errata Naturae) se han añadido en los últimos tiempos algunos considerables hitos comerciales, algunas sorpresas inesperadas, como el justo éxito del majestuoso ensayo Leviatán o la ballena, de Philip Hoare, que después ha ofrecido en El mar interior otro libro magnético (también en Ático de los Libros), pero en el que la presencia del autor ya no es que sea excesiva sino que puede ser calificada sin rodeos de narcisista. En este mismo 2015 han visto la luz entre nosotros la magnífica y pasmosa novela Oso, de Marian Engel (Impedimenta), en cuyas últimas líneas parece insinuarse que no se puede retroceder a la civilización una vez que alguien ha descubierto o comprendido algunas cosas, y otros dos libros en los que la relación con los animales también es el camino para regresar o acceder a certezas elementales pero rotundas: H de halcón, de Helen Macdonald (Ático de los Libros), y Mis años Grizzly. En busca de la naturaleza salvaje, de Doug Peacock, título con el que Errata Naturae abre la colección «Libros Salvajes». Una de las novelas más notables y comentadas de 2011 fue Sukwann Island, de David Vann (Alfabia), donde la naturaleza renunciaba a su sobreexplotada armonía para convertirse en un infierno asfixiante para un padre «dominguero» que quiere acampar durante una temporada con su hijo adolescente para reconciliarse con él, y en 2014 destacó la minuciosa serenidad del experimento de En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza, de David George Haskell (Turner), un libro muy estimulante al que sólo le sobraba cierta unción new age (esa fatigosa insistencia en el símbolo del mandala…).

Ahora Impedimenta acaba de editar la mejor apología de lo silvestre que he leído nunca, que es una obra maestra incontestable, uno de esos libros que justifican la adicción y el amor por los libros, y que por tanto debería figurar muy arriba en todas las listas que aplaudan los mejores ensayos aparecidos en España en 2015 (y esto lo afirma alguien a quien le gustan muy poco los rankings y los superlativos a la hora de hablar de literatura). Lo escribió en 1979 el novelista inglés John Fowles (muy célebre por El coleccionista y La mujer del teniente francés), se titula lacónicamente El árbol y, dividida en cinco bloques muy disímiles, es una reflexión errática, digresiva, inclasificable por interdisciplinar, desconcertante pero seria, caprichosa pero de ningún modo arbitraria, que querríamos que no acabase nunca y que termina demasiado pronto, pues es además estratégicamente breve. No creo que haya escritura superior a esta que, una vez que ha hipnotizado al lector, hace exactamente lo que le da la gana con él al hacerlo también con su supuesto objeto de estudio, y lo que empieza con la evocación del padre del autor domesticando con vocación y cariño unos pocos manzanos y perales londinenses pasa pronto a mezclar meditaciones generales sobre creación literaria («no planifico la escritura de mis novelas mucho más de lo que suelo planificar mis paseos por el bosque», asegura en p. 64) con otros recuerdos personales, colando episodios más propios de un libro de viajes y páginas para (nunca mejor dicho) irse por las ramas, rematándolo todo con un paseo adánico, tan intelectual como sensitivo, por el extraño y secreto bosque de Wistman, de modo que el propio libro se convierte en buena medida en lo que sus páginas quieren explicar y defender: un ser orgánico al que, sin muchos cálculos ni presupuestos, se le ha permitido desarrollarse y crecer a sus anchas, y lo ha hecho de forma tan libre e indócil que acaba casi ahogándose a sí mismo, enroscándose, avanzando en distintas direcciones y convirtiéndose en algo definitivamente vivo e ingobernable, cien por cien vegetal, pulpa de papel que respira.

Tal vez estoy exagerando, sí, pero no mucho. Lo que quería decir arriba es que El árbol es, básicamente, una impugnación del ajardinamiento en el sentido literal, pero acaba siéndolo también, creo que deliberadamente, en lo que respecta a lo literario. No se deben poner puertas al bosque y no se pueden establecer límites para la escritura. Fowles, para disgusto y desconcierto de su cuadriculado padre, llegó a adquirir una gran parcela de tierra fecunda para verla crecer sin intervenir en absoluto, dejándola a su aire, permitiendo que se impusieran las autogestionadas leyes de la naturaleza, que la vida creciera sobre la vida aplastando lo débil, creando un caos húmedo y palpitante. El edén no existe: sólo la selva. Lo que con primaveral cursilería llamamos «equilibrio natural» consiste únicamente en materia viva que emerge roturando con violencia la tierra, maleza emergiendo y avanzando (y eso es, por cierto, lo que la traductora de este libro, Pilar Adón, parece haber querido contar también en Las efímeras, la desasosegante novela que con asombrosa simultaneidad ha aparecido en Galaxia Gutenberg, y en la que el espacio natural que la protagoniza, lejos de ser el locus amoenus que anhelaban los miembros de la comunidad que allí se ha establecido, es más bien un amplio ámbito de amenazas imprecisas en el que siempre parece a punto de suceder algo trágico, enfermizo, monstruoso. Las efímeras, pues, tiene algo de contraejemplo de su hermano mellizo, El árbol, pues es como un caso que ilustra lo que podría llegar a suceder en un lugar dominado por una vegetación sin ataduras, por una naturaleza no humanizada).

Contra los «adictos a encontrarle una finalidad a cualquier cosa» (p. 60), y como defendió a su modo Thoreau en su opúsculo Caminar, Fowles apuesta por una experiencia personal de la naturaleza que prescinda de todo antropocentrismo, de todo utilitarismo y de todo aquello que nos han enseñado la ciencia, el arte e incluso nuestro propio pasado. «Nos falta confianza en el presente, en el momento actual, en la visión efectiva, porque nuestra cultura nos dice que debemos confiar sólo en lo que se ha conseguido y explicado en el pasado, en lo que se ha formulado de forma pública […] Una de las lecciones más importantes que hemos de aprender es la de que la naturaleza, por su propia naturaleza, se resiste a todo esto. Espera que la contemplemos de otra manera, en su presente individual y desde un ángulo que se corresponda con nuestro propio presente individual» (p. 59). Es ésta una impresión tan exacta como sublime, pero es sólo una más entre las hermosas y a menudo reconfortantes reflexiones que ofrece Fowles en este libro que puede leerse sin lapicero, pues contiene muy pocas líneas que no merezcan ser subrayadas.

Por Juan Marqués