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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El humor británico, una sonrisa inteligente

En el humor 'british' confluyen la sátira social, lo absurdo y surreal, humor negro y algo de excentricidad | En sus orígenes caben desde Chaucer y Shakespeare hasta el 'Tristram Shandy' de Sterne | Desde la novela, el teatro o el cine, el humor inglés se ha extendido también a la televisión o el cómic.

Existe sin duda un humor genuinamente británico, cuyas raíces son sobre todo literarias -la novela, el teatro-, pero que con el paso del tiempo ha ido contaminando las más diversas formas de la creación cultural contemporánea: el cine, la televisión, el cómic… Un humor que se mueve entre la fina sátira y la farsa más procaz, y que, además, ha sabido traspasar fronteras, como lo demuestran las numerosas traducciones o las adaptaciones teatrales que a menudo pueden verse en los escenarios barceloneses. Repasamos sus trazos más característicos y algunos de sus hitos

El afternoon tea con scones, whipped cream y sándwiches de pepino, o los sastres de Savile Row y su versión modernizada en la figura de Paul Smith son algunos emblemas de la idiosincrasia británica. Hay otro: el humor. ¿Pero existe un humor genuinamente british? No hay, obviamente, un único modelo, pero aquí van algunas pautas que en diferentes combinatorias suelen conformarlo: la sátira social, en una sociedad con un rígido sistema de clases; lo absurdo y lo surreal, en un país que valora el sentido común; el gusto por lo macabro y el humor negro, en una gente que es pragmática y racional; y evidentemente, tratándose de ingleses, un distintivo toque de excentricidad.

Podríamos decir que el humor británico bascula entre dos polos contrapuestos: la finura satírica basada en el sobreentendido y la farsa desbocada y procaz. El primero, ejemplo paradigmático del cual serían P.G. Wodehouse o las comedias de la Ealing, es sofisticado, puede tener muy mala baba, pero mantiene siempre la elegancia. El segundo, del que Tom Sharpe es quizá el máximo exponente, hunde sus raíces en el teatro popular de variedades (maravillosamente retratado en Champagne Charlie de Alberto Cavalcanti) y tiene su plasmación cinematográfica en la serie de películas Carry On.

Si hiciésemos una prospección arqueológica, deberíamos mencionar a Chaucer, las comedias de Shakespeare, con sus equívocos y guerra de sexos, y esa cumbre de la excentricidad que es el Tristram Shandy de Sterne (objeto por cierto de una no menos excéntrica adaptación al cine de la mano de Michael Winterbottom), los grabados satíricos de Hogarth y las máximas del doctor Johnson, ese erudito observado con lupa por su biógrafo Boswell y cuyas sentencias son un modelo del wit (ingenio, agudeza) inglés.

Ya en el siglo XIX hay dos autores imprescindibles del humor absurdo: Lewis Carroll y su Alicia y Edward Lear con sus limerlicks (rimas disparatadas). Y a ellos hay que añadir al Dickens de Los papeles del club Pickwick, al Thackeray de El libro de los esnobs, y dos novelas que representaron la quintaesencia del humor británico, pero que han envejecido sólo a medias bien: Diario de un don nadie, de los hermanos Grossmith, y Tres hombres en una barca, de Jerome K. Jerome, protagonizadas ambas por individuos anodinos enfrentados a mínimas andanzas cotidianas de las que se extraen pinceladas de humor.

En los inicios del siglo XX brilla Gilbert K. Chesterton, el creador de ese improbable detective que es el padre Brown y un autor cuyo ingenio lo convierte en heredero del doctor Johnson. También debemos mencionar al dandi Max Beerbohm, de quien Acantilado ha publicado la deliciosa fábula El farsante feliz, pero cuya aportación al humor va más allá de la literatura, ya que era además un estupendo dibujante que caricaturizó prodigiosamente a los escritores de su época.

En esta época H.H. Munro, Saki, que moriría joven en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, abre con sus cuentos macabros una línea de humor negro que influirá a autores posteriores como Sharpe o Dahl. Y en el ámbito de la literatura infantil merecen ser citadas dos autoras que aportan un toque malévolo: Richmal Crompton con su Guillermo Brown y la australiana de nacimiento L.P. Travers con su excéntrica y un punto inquietante Mary Poppins.

En cualquier caso, a quien podemos considerar el padre del humor inglés moderno es a P.G. Wodehouse que, con su galería de disparatados personajes, encabezados por el lechuguino Bertie Wooster y su genial mayordomo Jeeves, configura las señas de identidad del género. Y lo que él representa para la narrativa, lo representa Noel Coward para el teatro con sus ágiles e ingeniosas comedias. Pero el autor de este periodo que utiliza con más ambición literaria el humor es Evelyn Waugh, que antes de derivar en su madurez hacia un melancólico canto a la desaparecida Inglaterra aristocrática, escribió una serie de sátiras despiadadas: Decadencia y caída, Cuerpos viles, Merienda de negros y ¡Noticia bomba!, y volvió al género en su madurez con Los seres queridos.

El dibujante Roland Searle comparte la mordacidad de Waugh. Colaborador de la revista Punch, creó St. Trinian’s, ese colegio femenino poblado por unas pupilas más peligrosas que un tigre de Bengala hambriento, que dio pie a una serie de películas en las que el impagable Alastair Sim aparecía travestido como la directora. Searle, junto con el escritor Geoffrey Willans es también el autor de ¡Abajo el colejio!, primera entrega de la serie protagonizada por el temible escolar Nigel Molesworth que acaba de rescatar Impedimenta.

Junto con este libro, hay un puñado de autores clásicos del humor británico que están siendo recuperados en nuestro país: E.F. Benson (Reina Lucía), Stella Gibbons (La hija de Robert Poste), Nancy Mitford (Amor en clima frío) o Dodie Smith (El castillo soñado). El equivalente cinematográfico de esta literatura son las comedias de la Ealing, los estudios más representativos del gran momento que vivió la comedia en la Inglaterra de mediados del siglo XX, gracias a directores como Alexander Mackendrick y Charles Crichton, y a antológicos comediantes como Alec Guinness, Sid James, Tony Hancock, Margaret Rutherford, Terry-Thomas, Alastair Sim, Will Hay, James Robertson Justice, Robert Morley o Peter Sellers.

Las mejores comedias de la Ealing contenían, bajo su apariencia inocente, buenas dosis de sátira social y humor negro, como Ocho sentencias de muerte de Robert Hamer y sobre todo la obra cumbre de Mackendrick, El quinteto de la muerte (The ladykillers), que, rodada en 1955, representa ya el humor ácido de los nuevos tiempos de cambios que se avecinan y de los que será un primer abanderado Kingsley Amis. Su novela Lucky Jim es doblemente importante: porque es una temprana muestra de la nueva mirada crítica sobre la sociedad, emparentada con la de los angry young men que pondrán patas arriba el teatro británico, y porque es pionera de un subgénero, el de las campus novels (sátiras del mundo universitario), que ha dado buenos autores como los catedráticos convertidos a la causa del humor Malcolm Bradbury y David Lodge.

También cultivó una ironía iconoclasta en algunas de sus novelas Anthony Burgess, pero la gran revolución a partir de mediados de los años cincuenta se produce en la radio, el teatro y la televisión. El Goon Show, capitaneado por Spike Milligan, Peter Sellers y Harry Secombe, rompió esquemas y renovó la comicidad con su surrealista humor radiofónico. Y ya en los sesenta aparece Peter Cook con su mordacidad antiestablishment, que triunfaría sobre las tablas con la sátira política Beyond the Fringe, coescrita y coprotagonizada con Dudley Moore, Alan Bennett y Jonathan Miller, y que después continuaría su carrera en la televisión y el cine.

También en los años sesenta inician su andadura los Monty Python -John Cleese, Michael Palin, Eric Idle y Terry Gilliam-, que rompen moldes en la televisión y aterrizan en el cine con su humor disparatado que marcará a toda una generación. En este campo, debemos mencionar a Richard Lester con sus comedias pop como El Knack… y cómo conseguirlo. Los sesenta y setenta son décadas de ruptura y experimentación, también en la comicidad, y no sólo en Inglaterra. En Estados Unidos triunfan propuestas inusualmente provocadoras de stand-up comedians como Lenny Bruce y Andy Kaufman. Este espíritu iconoclasta llegará a las décadas posteriores en propuestas televisivas como Spitting Image y su humor político irreverente.

El rey de la farsa literaria a partir de los setenta es Tom Sharpe que, con su antihéroe Wilt, juega a fondo con los equívocos sexuales y una crítica feroz de cualquier forma de autoridad u orden social establecido. También tiene mucho de iconoclasta Roald Dahl, por partida doble. Por un lado, con sus libros para adultos, herederos de Saki por su mezcla de humor y horror (varios de sus cuentos serán adaptados en La hora de Alfred Hitchcock, nada casual, ya que el maestro del suspense es, aunque en dosis homeopáticas, un genio del humor macabro). Y por otro lado, con sus obras infantiles, en las que, para desesperación de pedagogos mojigatos, despliega su humor sádico y escatológico en narraciones prodigiosas como Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda, Las brujas o El gran gigante bonachón, ilustradas por Quentin Blake, heredero del trazo brusco y vivaz de Searle. El otro nombre imprescindible de este periodo es Douglas Adams, que mezcla humor y ciencia ficción en su descacharrante serie del autoestopista galáctico. Y también merece ser mencionado David Nobbs con su Caída y auge de Reginald Perrin, que inspiró una célebre serie televisiva.

Pero el humor en Inglaterra no se limita a la ficción, también impregna destacadas obras de no ficción, como las memorias del naturalista Gerald Durrell (Mi familia y otros animales), las obras del antropólogo Nigel Barley (El antropólogo inocente) y más recientemente los libros de Chris Stewart sobre sus andanzas en Andalucía. Que la comicidad forma parte de la médula espinal de la literatura inglesa lo demuestra su cultivo por parte de muchos de los grandes novelistas británicos surgidos a partir de finales de los setenta y los ochenta: Julian Barnes, Martin Amis, Jonathan Coe, William Boyd, Nick Hornby, Will Self, a los que hay que sumar al veterano Alan Bennett, dramaturgo y guionista televisivo, que con sus tardías novelas cortas -la más reciente entrega: Dos historias nada decentes- es tal vez el modelo más perfecto de humor british en activo, como ya demostró escribiendo el guión de Una función privada, que condensa lo mejor del pasado y el presente de la comedia inglesa. Todos estos novelistas, excepto Boyd, están publicados por Anagrama, la gran campeona -junto con la clásica Plaza y Janés de los años cincuenta- en la difusión del humor británico en nuestro país.

Otros nombres destacados del género en los últimos años son el también dramaturgo Michael Frayn (La trampa maestra), Adam Thirlwell (Política, La huida), Mark Watson (Once vidas), Helen Fielding (Diario de Bridget Jones), Paul Torday (La pesca del salmón en Yemen) o los polifacéticos Stephen Fry y Hugh Laurie. El fino humor inglés tiene una prolongación musical a través de algunos cantantes como el maduro Nick Lowe o Neil Hannon y su grupo The Divine Comedy. Y en el ámbito del cómic hay que destacar a la muy literaria Posy Simmonds con Gemma Bovery, o Tamara Drew y la genial parodia del mundillo editorial Literary Life, inédita en castellano.

Los últimos años han traído, sobre todo en los medios audiovisuales, una nueva revolución, recuperando el espíritu más transgresor de los años sesenta del pasado siglo con un humor que juega a fondo con la provocación. Ricky Gervais y Stephen Merchant son los paladines de esta comicidad salvaje y políticamente incorrecta, que ahonda en las miserias humanas y provoca una carcajada que se atraganta en series como The Office y Extras. Lo que hacen con el humor es, si se me permite una equivalencia osada, parecido a lo que hace Haneke con la violencia, en ambos casos incomodan porque confrontan al espectador con lo peor de sí mismo. El dúo da un nuevo paso adelante con An idiot abroad, una serie documental en la que mandan al extranjero a un botarate que se enfrenta a culturas ajenas haciendo acopio de clichés y comentarios ofensivos. También juega con el documental la interesante serie The Trip de Michael Winterbottom, que sigue el periplo por Inglaterra del actor Steve Coogan (con el que ya colaboró en su Tristram Shandy). Y en el ámbito cinematográfico hay que destacar dos títulos: la demoledora sátira política In the loop, de Armando Iannucci, y Four Lions, de Christopher Morris, que se atreve a hacer reír con un tema tan peliagudo como el terrorismo islámico. Estas propuestas radicales, que buscan abrir caminos nuevos y desafiar al espectador, demuestran que el humor británico sigue en plena forma.

Por Mauricio Bach