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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El laboratorio del Dr. Cărtărescu

¿Quién era este Cărtărescu como para jugar de esa manera con la mente, ya de por sí desconcertada, de un lector insignificante?

Entre las diversas formas que existen para recorrer una librería, prefiero aquella que es guiada por el azar. Ese nervioso itinerario que carece de mapa o dirección. El método toma mucho más tiempo que seguir ciegamente la recomendación de otros lectores. Sin embargo, pienso que recorrer una librería con la certeza de una meta fija es un error. Las librerías están hechas para los curiosos, los inocentes y los antipáticos; para las personas que tienen todo el tiempo del mundo porque rechazan los planes del resto.

Esta pérdida de tiempo es casi un ritual, una ceremonia del azar. Una manera de entrar en la «red inabarcable de objetos, de cuerpos, de materiales, de espacios» que Jorge Carrión describió en su Librerías para referirse a la literatura, pero que de igual forma aplica a la librería. Siempre es preferible entrar en una librería empuñando la bandera del azar. A la espera de un encuentro que nos obligue a reconsiderar lo que hemos leído, lo que vamos a leer, lo que no queremos leer y todo lo que nos han dicho que debemos leer.

Edmundo Paz Soldán relata en la introducción a Nostalgia, fascinante volumen de relatos de Mircea Cărtărescu, un encuentro similar al que trato de contar ahora. En un recorrido aleatorio, y casi por casualidad, Soldán tropezó con un pequeño volumen que llamó su atención: «En la portada, la imagen de un hombre de mejillas encarnadas, con la mirada de alguien que había visto el Misterio y apenas había sobrevivido para contarlo; en la contratapa, la promesa de Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), un autor que, como cuentista, estaba al nivel de Kafka, Borges o Cortázar. Esas comparaciones me tentaron lo suficiente como para llevarme el libro a casa». De hecho, de no ser por la distancia geográfica –Soldán halló el libro en Madrid; yo lo encontré en Coyoacán–, mi encuentro con Cărtărescu sería idéntico al de Soldán: el mismo tropiezo aleatorio, la misma extrañeza que produce esa tapa, el mismo desconcierto al leer que ahí había algo de Kafka, algo de Borges, algo de Cortázar; la misma necesidad de llevar ese libro a casa y leerlo de inmediato. ¿Quién era este Cărtărescu como para jugar de esa manera con la mente, ya de por sí desconcertada, de un lector insignificante? Al enterarme del encuentro de Soldán y compararlo con el mío, sentí que mi vida, o la vida en general, no era más que la imitación de un relato que se está contando todo el tiempo, en otras latitudes, para otras personas.

Antes de este encuentro no sabía nada sobre Cărtărescu. Echando un vistazo en internet me enteré que se trata de uno de los autores más reconocidos de Rumania y que su nombre suele barajarse, año con año, entre los posibles candidatos al Nobel. Descubrí también que gran parte de su obra estaba inédita en español. La otra parte, la parte menor, estaba siendo magníficamente traducida por Marian Ochoa de Eribe y editada por la bellísima Impedimenta, una editorial que admiro a sobremanera y que ya tenía en su catálogo plumas como Stanislaw Lem y Stella Gibbons.

Leí El Ruletista durante el viaje en camión que lleva desde las librerías de Coyoacán hasta mi casa. Luego lo leí de nuevo, esta vez sin el ruido incómodo del tráfico y el aroma nauseabundo de la gasolina quemada en un motor oxidado. No diré que lo disfruté más, diré en cambio de qué trata el relato: El Ruletista cuenta la historia de un hombre al que la suerte no sólo le ha sonreído sino que parece inherente a él. El tipo participa en fatales partidas clandestinas de ruleta rusa, pero jamás pierde. Carga el revólver con dos balas y no pierde; tres balas y no pierde; cuatro, cinco, seis balas y no pierde. Nunca se escucha la explosión caliente que recorre el cañón hasta volar, en pequeños fragmentos, sesos y cráneo. Al poco tiempo, el protagonista termina por hacerse famoso, se escuchan rumores que hablan de un pacto con el diablo y artimañas similares, pero nada resulta ser cierto. La naturaleza del relato es digna de un sueño. De hecho, es probable que ésta sea la medida a partir de la cual puede leerse cada fragmento de la obra del rumano: lo de Cărtărescu no es ficción, es mero sueño.

En Nostalgia hay un relato titulado “REM” con el que Cărtărescu nos parte el cráneo. En él, siete niñas escogen un juego distinto durante siete días, pero cada juego las lleva a un territorio donde las posibilidades de la realidad son amplificadas por sueños y alucinaciones. Una de ellas, llamada Nana, recibe la oportunidad de entrar a REM, una especie de aleph borgiano carente de tiempo y espacio. Para llegar a este lugar conoce a un personaje de nombre Egor, que alarga sus dedos como si fuesen humo de cigarrillo. Egor me parece más la representación de Cărtărescu en el sueño que un personaje de esta urbe onírica. Es en voz de Egor donde encuentro lo que podría considerar como la puntada definitiva del quehacer de Cărtărescu. Durante “REM”, Egor explica:

«Un gran escritor no es más que un escritor. La diferencia es de matiz, no de raíz. Todos los saltadores de altura saltan, digamos, dos metros. Si uno salta dos metros y cinco centímetros, ya es un gran deportista. No, no merece la pena fatigarse siquiera con la idea de llegar a ser un pobre gran escritor, un desdichado escritor genial. Coge los mejores libros escritos jamás. Apenas son algo mejores que los libros mediocres. Todos son fundamentalmente libros nada más. Te proporcionarán, cuando los leas, un placer estético algo más intenso. Como un café un poco más dulce. Los soltarás al cabo de treinta páginas para prepararte un bocadillo o para ir al baño. Los leerás a la vez que quién sabe qué novela policiaca. Dentro de unos miles de años también ellos serán tierra y polvo. En estas condiciones, que tú, un ser al que se le ha concedido la oportunidad disparatada de existir y de reflexionar sobre el mundo, te propongas llegar a ser tan solo un genio es humillante, es ínfimo. Es como si abandonaras todo y te internaras de nuevo en el bosque. En cada individuo hay posibilidades ante las cuales la ambición de ser el escritor más importante de todos los tiempos es simplemente denigrante por su simplicidad. Porque ¿qué milagro es importante comparado con el de existir y de saber que existes? De aquí hasta ser el hombre más rico, el más poderoso, el más ingenioso del mundo es como pasar de un billón a un billón uno, incluso menos. No, no quiero llegar a ser un gran escritor, quiero llegar a ser Todo. Sueño sin cesar con un creador que, a través de su arte, llegue a influir de verdad en la vida de las personas, de todas las personas, y después en la vida de las personas, de todas la personas, y después en la vida del universo, hasta las estrellas más lejanas, hasta el final del espacio y del tiempo. Y que a continuación sustituya al universo, que se convierta él mismo en el Mundo. Sólo así creo que podría un hombre, un artista, cumplir su misión. El resto es literatura, una colección de trucos mejor o peor dominados, trozos de papel emborronados con brea por los que nadie da un real, por muy geniales que sean esas líneas de signos que, dentro de poco ni siquiera serán comprendidas».

Creo que tras un fragmento así, todo texto habría de terminarse. Creo que es aquí donde yo debería dejar de escribir y cerrar la computadora.

Cărtărescu parece ofrecer ese estado de la lectura donde se relata un sueño, pero se obtiene un recuerdo. Como cuando uno cuenta a un buen amigo el sueño que tuvo la noche anterior, y entonces el sueño deja de ser sueño y se convierte en un recuerdo mutuo, es decir, en un relato.

Como en los sueños, lo esencial no es aquello que se cuenta sino la recomposición y descomposición de lo que se está contando. Como si el autor dijera: estas palabras no llevan la historia, estas palabras son la historia. Los materiales presentes en el texto surgen desde un posmodernismo bien masticado, se deforman a medida que el relato avanza, ebullen como materia volcánica, trazan surcos por temas que no competen a los protagonistas y transforman la historia en un verdadero laboratorio, en un experimento donde las palabras y los hechos no distinguen entre ficción y realidad; sueños y alucinaciones participan como lo hacen en la vida, como lo harían en la cabeza de un loco, como sólo pueden hacerlo dentro de un tipo como Cărtărescu que alguna vez declaró: «Mis temas siempre han sido los mismos: yo y mi mundo, que tiene el diámetro de mi cráneo».

Llevo dos o tres semanas esperando la llegada de El Levante, obra cumbre del autor rumano, a las librerías nacionales. Temo que otro lector se encuentre con Cărtărescu de la misma forma en la que Soldán y yo lo encontramos. Pareciera que la realidad es su patio de juegos y nosotros parte de su relato. Imagino que el hombre que visita la misma librería para hallar, siempre, el mismo estante vacío, es también un relato que puede enardecer la imaginación de quien lo está escribiendo. Ahora mismo Cărtărescu está escribiendo; temo pensar que yo también me he convertido en otro de sus experimentos.

Por Luis Arce