1. Al comienzo de La puerta de los pájaros, mi última novela, se cuenta el conocido relato artúrico del rey Arturo y el Caballero Verde. Arturo es derrotado por su rival, que le perdona la vida a cambio de que encuentre la respuesta a una pregunta que no deja de agobiarle: ¿Qué desea una mujer? Arturo busca inútilmente la respuesta hasta que una hechicera le contesta que lo que quiere una mujer es ser soberana de sus propios deseos. Pero a la princesa de mi historia no termina de satisfacerle esta respuesta. Se acuerda de un cervatillo que tuvo de niña y de lo sola que se sintió cuando murió, y contesta que lo quiere una mujer es tener algo que adorar. Adorar es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer en esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca porque eso supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse. «El cuerpo del amor se vuelve transparente», escribe José Ángel Valente en uno de sus poemas. Y termina: «no busca el alba, no amanece el cantor». Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, de lo que hablan todos los verdaderos relatos.
2. Mi novela habla de lo femenino, como espacio de lo amoroso, como espacio de la adoración. La leyenda del unicornio tiene unas claras connotaciones sexuales. Es imposible no ver en ese encuentro entre la doncella y el unicornio una representación del acto sexual. «He aquí el animal que no existe», dice Rilke en su soneto. Y enseguida añade que el amor hizo brotar un cuerno en su frente. El cuerno del unicornio representa el falo erecto, que es una metáfora del cuerpo del amor. Es lo que esperamos al escuchar una historia, que nos hable de las andanzas de ese cuerpo. El mundo del relato sustituye al paraíso y nos le recuerda. Por eso los amantes se vuelven niños cuando se aman. Pero al volverse niños corren grandes peligros, pues la infancia, como el sexo, es el reino donde viven los ogros. No es posible una relación sexual sin despertar a los hijos oscuros e insaciables de los ogros. La tarea de los amantes será aprender a sortearlos, aprovecharse de su fuerza sin dejarse arrastrar a sus dominios. Meter el lobo en casa, que es lo que hace Caperucita Roja.
3. Recuerdo una película sobre Simbad, el marino. Su prometida ha sido transformada en una criatura diminuta y Simbad tiene que correr todo tipo de peligros en busca de una flor cuyo elixir posee el poder de devolverle su tamaño original. Simbad lleva a la princesita consigo y de vez en cuando la saca de su cofrecillo y la deja correr por la mesa, lo que ella aprovecha para provocarle con sus palabras y sus movimientos. Es como si le dijera: para amarme tienes que hacerte tan pequeño como yo. Esas escenas son una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el reino de lo pequeño. Eso es lo que significa ese anillo que los amantes se dan: tienes que caber por este pequeño hueco. El anillo que mi princesa cuelga del cuello del unicornio, y que le ata a ella, es su forma de mantenerse en ese reino de lo pequeño esencial. También es una metáfora del acto sexual. Al fin y al cabo, el falo erecto es un cuerpo diminuto. Es hacerse pequeño para poder entrar en un reino escondido. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, a punto de escabullirse, lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos.
4. Hablar de la pérdida de la infancia es hablar de la pérdida de ese mundo que explora nuestra fantasía, que vive en nuestros sueños. Y es cierto que algunos adultos siguen conservando la maravillosa capacidad de los niños para seguir explorando ese mundo inagotable, y es deseable que sea así, pero no lo es menos que los niños desaparecen físicamente, desaparecen sus cuerpos pequeños, sus voces agudas, su delicada belleza. Se van del mundo para no volver. Y el capítulo último de mi libro habla del dolor que provoca esa desaparición. El unicornio es, en mi relato, el guardián de esos niños perdidos.
5. Una leyenda victoriana habla de unos niños así. Son los niños que Eva escondió de la mirada de Dios. Dios quiso conocer los hijos que había tenido con Adán, pero ella solo le enseñó los más guapos y limpios, y ocultó de su vista a los otros para que no la avergonzaran. Pero no pudo volver a recuperarlos, por el temor a ser descubierta, y esos niños escondidos de la mirada de Dios, dieron lugar con el tiempo a los duendes, los elfos y las otras criaturas del bosque. Esos niños se confunden con los Santos Inocentes del relato cristiano. Representan el espacio del mito. Aun más, para que Jesús niño pueda transformarse en un adulto debe abandonar ese espacio donde las muchachas hablan con los ángeles, los animales cuidan de los niños y hay magos que cubren de regalos a los recién nacidos por creerlos reyes. Ese espacio es el espacio de la adoración, tan representado en la pintura medieval y renacentista. Todos los niños deben abandonar ese espacio para crecer y entrar en el mundo real. Pero esos niños que quedan atrás −los niños perdidos de Peter Pan, los santos inocentes del relato cristiano, los hijos que Eva escondió de la mirada de Dios− viven misteriosamente en el mundo de los cuentos y siempre regresan. ¿Sólo en los cuentos? No, también regresan cuando amamos a alguien. Ellos son el cortejo lleno de caprichos del amor.
6. El capítulo final de mi novela es un homenaje a Wendy y a la novela de J. M. Barrie. Peter Pan no sería nada sin Wendy. Es curioso que sea ella la que le devuelve su sombra. Tendría que ser al revés, ya que Peter Pan en cierta forma es la sombra de Wendy, su vinculación con el mundo de los cuentos y el mundo del deseo. Sin embargo, al devolverle la sombra, Wendy le humaniza y le transforma en un niño. Peter Pan y los niños perdidos viven mil aventuras disparatadas pero no las saben contar. Por eso necesitan a Wendy, que es la contadora de cuentos. Ella es la que habla, la que dice, la que pregunta, la que narra. Es el relato lo que nos hace humanos. Pero el verdadero narrador no es el que se limita a hablar de lo que ve y conoce, sino el «que engendra vida en las palabras». El anillo que en mi novela la princesa pone en el cuello del unicornio es un símbolo de esas palabras. Por eso transforma al unicornio herido en un muchacho: alguien que puede hablar. El unicornio representa el cuerpo del amor. La muchacha de mi relato busca un cuerpo así. Por eso se interna en el bosque, se recuesta en un claro y finge dormir para que acuda a su encuentro. Y cuando aquel por fin lo hace y, tras acostarse a su lado, se duerme sobre su falda, ella lo imita para buscarlo en sus sueños. Pero lo que sucede entonces en esos sueños ¿quién lo puede saber? Aun más, ¿cómo traerlo al mundo real? El mundo del relato es el mundo de esas muchachas indecibles que duermen en los cuentos y a las que Giorgio Agamben ha dedica ha dedicado uno de sus ensayos más hermosos. Narrar es conseguir que nos entreguen sus sueños.
7. Todos los relatos hablan del misterio de la vida y el mundo, pero su misión no es desvelar esos misterios sino protegerlos. Por eso en mi libro no se habla del unicornio, o sólo se hace en la medida en que la pérdida de su cuerno lo transforma en un cuerpo herido. Los cuentos hablan siempre de los cuerpos heridos.
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«Nada cabe en una sola historia» se dice en La puerta de los pájaros. Palabras que no son sólo una de esas verdades que se comprenden únicamente con plena claridad cuando estamos dentro del trance que es envolverse en un cuento (escuchado, leído), sino que cabe también interpretar como una manifestación de la voz del autor de esta historia. Como un profundo gesto de humildad, de respeto hacia la realidad de la imaginación para confirmar la vastedad infinita de su reino y su fuerza engendradora; y que es aún más valioso por cuanto procede de un escritor que ha tejido un relato hermoso, que amorosamente despierta imágenes y sentimientos en el alma y el corazón de quien lo lee, y en el que ha convocado a símbolos, personajes, mitos, historias, a historias dentro de historias…procedentes de diferentes tiempos, de diferentes lugares… y que todos ellos, especulo, parecen haber surgido en su escritura con una cierta espontaneidad, una profundad libertad de la fantasía conquistada y construida, paradójicamente, con el esfuerzo que supone el aprendizaje de entregarse a esa libertad que deriva del creer en la existencia de las cosas invisibles, en la verdad compleja a la que se accede desde lo fantástico. Un trabajo tanto de inspiración como de esfuerzo interior.
Remito a la exhaustiva, precisa y sensible reseña de Andrés Ibáñez, a la que apenas nada cabe añadir para conocer a fondo La puerta de los pájaros y comprender en qué radica su valor literario y creativo. El intento de poder aportar algo más desde una nueva reseña a la completitud del análisis y reflexión de Ibáñez fue lo que me llevó a proponer a Gustavo Martín Garzo unas cuantas preguntas en torno a cuestiones sobre la historia narrada por él y a cómo éstas conducen a territorios interiores, a significados todavía por desvelar que aún portan todos los personajes, los argumentos, los símbolos…y que siguen latiendo en la memoria del mundo y en cada uno de nosotros. Porque un rasgo indudable de la historia que ha escrito Martín Garzo, en su dimensión de síntesis de muchas otras historias precedentes, es el modo en que esos símbolos, esos argumentos, se encuentran y unen; y significados, direcciones argumentales… pueden ser podemos reconocidos claramente como concebidos por una visión y sentimiento imaginativo enteramente propios de nuestro tiempo. Y desde esa contemporaneidad, se vinculan y se hacen parte de la dimensión transtemporal de la imaginación. El ejemplo que quizá más intensamente refleja esto es esa escena en la que parecen encontrarse los ecos de Ulises y las sirenas en la Odisea y los niños perdidos de Nunca Jamás.
La convivencia de personajes dotados de una naturaleza sutil en convivencia con otros que pertenecen a la otra, terrena y que gradualmente se aproximan a esa naturaleza más liminal de los primeros. Merlín, el territorio de los sueño como hilos entre lo visible y lo invisible. El hecho de que éste no sea un cuento donde la princesa sea salvada por un príncipe, sino un relato de vinculación espiritual entre lo femenino y lo masculino (de la que la relación entre Wendy y Peter Pan podría ser una expresión). Que este relato no deba interpretarse como una idea del fin de la infancia (entendida como una muerte de la presencia en nuestra vida de la fantasía y la imaginación) sino más bien del despertar y arraigo de la iluminación interior que deriva de una verdadera entrega a la imaginación. Éstas eran algunas de las cuestiones sobre las que quise preguntar a Gustavo Martín Garzo y que él, con una generosidad que le agradezco enormemente, ha respondido mediante estos escritos y que he preferido publicar sin el formato usual de entrevista, para no interrumpir sus palabras.
Libro vivo y verdadero, aún más incluso por la belleza de las ilustraciones de Pablo Auladell, dípticos que nos trasladan a un lugar etéreo, inquebrantado, mediante composiciones que evocan imágenes del arte medieval y renacentista, figuras que parecen proceder de Giotto, Mantegna o Masaccio.
Por Alicia Guerrero Yeste