cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El reino de lo pequeño

Escri­tos de Gus­tavo Mar­tín Garzo en res­puesta a un cues­tio­na­rio en torno a La puerta de los pájaros.

1. Al comienzo de La puerta de los pája­ros, mi última novela, se cuenta el cono­cido relato artú­rico del rey Arturo y el Caba­llero Verde. Arturo es derro­tado por su rival, que le per­dona la vida a cam­bio de que encuen­tre la res­puesta a una pre­gunta que no deja de ago­biarle: ¿Qué desea una mujer? Arturo busca inú­til­mente la res­puesta hasta que una hechi­cera le con­testa que lo que quiere una mujer es ser sobe­rana de sus pro­pios deseos. Pero a la prin­cesa de mi his­to­ria no ter­mina de satis­fa­cerle esta res­puesta. Se acuerda de un cer­va­ti­llo que tuvo de niña y de lo sola que se sin­tió cuando murió, y con­testa que lo quiere una mujer es tener algo que ado­rar. Ado­rar es aban­do­nar el reino del yo, del sujeto, y des­a­pa­re­cer en esa noche de la que hablan las can­cio­nes de alba. Los aman­tes, en esas can­cio­nes, no quie­ren que la noche ter­mine, no quie­ren que ama­nezca por­que eso supone encon­trarse con aque­llos que eran antes de cono­cerse. «El cuerpo del amor se vuelve trans­pa­rente», escribe José Ángel Valente en uno de sus poe­mas. Y ter­mina: «no busca el alba, no ama­nece el can­tor». Es de ese espa­cio sus­traído a la iden­ti­dad, a la razón, de lo que hablan todos los ver­da­de­ros relatos.

2. Mi novela habla de lo feme­nino, como espa­cio de lo amo­roso, como espa­cio de la ado­ra­ción. La leyenda del uni­cor­nio tiene unas cla­ras con­no­ta­cio­nes sexua­les. Es impo­si­ble no ver en ese encuen­tro entre la don­ce­lla y el uni­cor­nio una repre­sen­ta­ción del acto sexual. «He aquí el ani­mal que no existe», dice Rilke en su soneto. Y ense­guida añade que el amor hizo bro­tar un cuerno en su frente. El cuerno del uni­cor­nio repre­senta el falo erecto, que es una metá­fora del cuerpo del amor. Es lo que espe­ra­mos al escu­char una his­to­ria, que nos hable de las andan­zas de ese cuerpo. El mundo del relato sus­ti­tuye al paraíso y nos le recuerda. Por eso los aman­tes se vuel­ven niños cuando se aman. Pero al vol­verse niños corren gran­des peli­gros, pues la infan­cia, como el sexo, es el reino donde viven los ogros. No es posi­ble una rela­ción sexual sin des­per­tar a los hijos oscu­ros e insa­cia­bles de los ogros. La tarea de los aman­tes será apren­der a sor­tear­los, apro­ve­charse de su fuerza sin dejarse arras­trar a sus domi­nios. Meter el lobo en casa, que es lo que hace Cape­ru­cita Roja.

3. Recuerdo una pelí­cula sobre Sim­bad, el marino. Su pro­me­tida ha sido trans­for­mada en una cria­tura dimi­nuta y Sim­bad tiene que correr todo tipo de peli­gros en busca de una flor cuyo eli­xir posee el poder de devol­verle su tamaño ori­gi­nal. Sim­bad lleva a la prin­ce­sita con­sigo y de vez en cuando la saca de su cofre­ci­llo y la deja correr por la mesa, lo que ella apro­ve­cha para pro­vo­carle con sus pala­bras y sus movi­mien­tos. Es como si le dijera: para amarme tie­nes que hacerte tan pequeño como yo. Esas esce­nas son una metá­fora pre­ciosa del amor, por­que el amor, como el juego de los niños, es el reino de lo pequeño. Eso es lo que sig­ni­fica ese ani­llo que los aman­tes se dan: tie­nes que caber por este pequeño hueco. El ani­llo que mi prin­cesa cuelga del cue­llo del uni­cor­nio, y que le ata a ella, es su forma de man­te­nerse en ese reino de lo pequeño esen­cial. Tam­bién es una metá­fora del acto sexual. Al fin y al cabo, el falo erecto es un cuerpo dimi­nuto. Es hacerse pequeño para poder entrar en un reino escon­dido. Lo pequeño es el sím­bolo de lo que está en el umbral, a punto de esca­bu­llirse, lo abierto a otras for­mas de reali­dad, al lugar donde viven los deseos.

4. Hablar de la pér­dida de la infan­cia es hablar de la pér­dida de ese mundo que explora nues­tra fan­ta­sía, que vive en nues­tros sue­ños. Y es cierto que algu­nos adul­tos siguen con­ser­vando la mara­vi­llosa capa­ci­dad de los niños para seguir explo­rando ese mundo inago­ta­ble, y es desea­ble que sea así, pero no lo es menos que los niños des­a­pa­re­cen físi­ca­mente, des­a­pa­re­cen sus cuer­pos peque­ños, sus voces agu­das, su deli­cada belleza. Se van del mundo para no vol­ver. Y el capí­tulo último de mi libro habla del dolor que pro­voca esa desa­pa­ri­ción. El uni­cor­nio es, en mi relato, el guar­dián de esos niños perdidos.

5. Una leyenda vic­to­riana habla de unos niños así. Son los niños que Eva escon­dió de la mirada de Dios. Dios quiso cono­cer los hijos que había tenido con Adán, pero ella solo le enseñó los más gua­pos y lim­pios, y ocultó de su vista a los otros para que no la aver­gon­za­ran. Pero no pudo vol­ver a recu­pe­rar­los, por el temor a ser des­cu­bierta, y esos niños escon­di­dos de la mirada de Dios, die­ron lugar con el tiempo a los duen­des, los elfos y las otras cria­tu­ras del bos­que. Esos niños se con­fun­den con los San­tos Inocen­tes del relato cris­tiano. Repre­sen­tan el espa­cio del mito. Aun más, para que Jesús niño pueda trans­for­marse en un adulto debe aban­do­nar ese espa­cio donde las mucha­chas hablan con los ánge­les, los ani­ma­les cui­dan de los niños y hay magos que cubren de rega­los a los recién naci­dos por creer­los reyes. Ese espa­cio es el espa­cio de la ado­ra­ción, tan repre­sen­tado en la pin­tura medie­val y rena­cen­tista. Todos los niños deben aban­do­nar ese espa­cio para cre­cer y entrar en el mundo real. Pero esos niños que que­dan atrás −los niños per­di­dos de Peter Pan, los san­tos inocen­tes del relato cris­tiano, los hijos que Eva escon­dió de la mirada de Dios− viven mis­te­rio­sa­mente en el mundo de los cuen­tos y siem­pre regre­san. ¿Sólo en los cuen­tos? No, tam­bién regre­san cuando ama­mos a alguien. Ellos son el cor­tejo lleno de capri­chos del amor.

6. El capí­tulo final de mi novela es un home­naje a Wendy y a la novela de J. M. Barrie. Peter Pan no sería nada sin Wendy. Es curioso que sea ella la que le devuelve su som­bra. Ten­dría que ser al revés, ya que Peter Pan en cierta forma es la som­bra de Wendy, su vin­cu­la­ción con el mundo de los cuen­tos y el mundo del deseo. Sin embargo, al devol­verle la som­bra, Wendy le huma­niza y le trans­forma en un niño. Peter Pan y los niños per­di­dos viven mil aven­tu­ras dis­pa­ra­ta­das pero no las saben con­tar. Por eso nece­si­tan a Wendy, que es la con­ta­dora de cuen­tos. Ella es la que habla, la que dice, la que pre­gunta, la que narra. Es el relato lo que nos hace huma­nos. Pero el ver­da­dero narra­dor no es el que se limita a hablar de lo que ve y conoce, sino el «que engen­dra vida en las pala­bras». El ani­llo que en mi novela la prin­cesa pone en el cue­llo del uni­cor­nio es un sím­bolo de esas pala­bras. Por eso trans­forma al uni­cor­nio herido en un mucha­cho: alguien que puede hablar. El uni­cor­nio repre­senta el cuerpo del amor. La mucha­cha de mi relato busca un cuerpo así. Por eso se interna en el bos­que, se recuesta en un claro y finge dor­mir para que acuda a su encuen­tro. Y cuando aquel por fin lo hace y, tras acos­tarse a su lado, se duerme sobre su falda, ella lo imita para bus­carlo en sus sue­ños. Pero lo que sucede enton­ces en esos sue­ños ¿quién lo puede saber? Aun más, ¿cómo traerlo al mundo real? El mundo del relato es el mundo de esas mucha­chas inde­ci­bles que duer­men en los cuen­tos y a las que Gior­gio Agam­ben ha dedica ha dedi­cado uno de sus ensa­yos más her­mo­sos. Narrar es con­se­guir que nos entre­guen sus sueños.

7. Todos los rela­tos hablan del mis­te­rio de la vida y el mundo, pero su misión no es des­ve­lar esos mis­te­rios sino pro­te­ger­los. Por eso en mi libro no se habla del uni­cor­nio, o sólo se hace en la medida en que la pér­dida de su cuerno lo trans­forma en un cuerpo herido. Los cuen­tos hablan siem­pre de los cuer­pos heridos.

…………………………………………………………………………………………….

«Nada cabe en una sola his­to­ria» se dice en La puerta de los pája­ros. Pala­bras que no son sólo una de esas ver­da­des que se com­pren­den úni­ca­mente con plena cla­ri­dad cuando esta­mos den­tro del trance que es envol­verse en un cuento (escu­chado, leído), sino que cabe tam­bién inter­pre­tar como una mani­fes­ta­ción de la voz del autor de esta his­to­ria. Como un pro­fundo gesto de humil­dad, de res­peto hacia la reali­dad de la ima­gi­na­ción para con­fir­mar la vas­te­dad infi­nita de su reino y su fuerza engen­dra­dora; y que es aún más valioso por cuanto pro­cede de un escri­tor que ha tejido un relato her­moso, que amo­ro­sa­mente des­pierta imá­ge­nes y sen­ti­mien­tos en el alma y el cora­zón de quien lo lee, y en el que ha con­vo­cado a sím­bo­los, per­so­na­jes, mitos, his­to­rias, a his­to­rias den­tro de historias…procedentes de dife­ren­tes tiem­pos, de dife­ren­tes luga­res… y que todos ellos, especulo, pare­cen haber sur­gido en su escri­tura con una cierta espon­ta­nei­dad, una pro­fun­dad liber­tad de la fan­ta­sía con­quis­tada y cons­truida, para­dó­ji­ca­mente, con el esfuerzo que supone el apren­di­zaje de entre­garse a esa liber­tad que deriva del creer en la exis­ten­cia de las cosas invi­si­bles, en la ver­dad com­pleja a la que se accede desde lo fan­tás­tico. Un tra­bajo tanto de ins­pi­ra­ción como de esfuerzo interior.

Remito a la exhaus­tiva, pre­cisa y sen­si­ble reseña de Andrés Ibá­ñez, a la que ape­nas nada cabe aña­dir para cono­cer a fondo La puerta de los pája­ros y com­pren­der en qué radica su valor lite­ra­rio y crea­tivo. El intento de poder apor­tar algo más desde una nueva reseña a la com­ple­ti­tud del aná­li­sis y refle­xión de Ibá­ñez fue lo que me llevó a pro­po­ner a Gus­tavo Mar­tín Garzo unas cuan­tas pre­gun­tas en torno a cues­tio­nes sobre la his­to­ria narrada por él y a cómo éstas con­du­cen a terri­to­rios inte­rio­res, a sig­ni­fi­ca­dos toda­vía por des­ve­lar que aún por­tan todos los per­so­na­jes, los argu­men­tos, los símbolos…y que siguen latiendo en la memo­ria del mundo y en cada uno de noso­tros. Por­que un rasgo indu­da­ble de la his­to­ria que ha escrito Mar­tín Garzo, en su dimen­sión de sín­te­sis de muchas otras his­to­rias pre­ce­den­tes, es el modo en que esos sím­bo­los, esos argu­men­tos, se encuen­tran y unen; y sig­ni­fi­ca­dos, direc­cio­nes argu­men­ta­les… pue­den ser pode­mos reco­no­ci­dos cla­ra­mente como con­ce­bi­dos por una visión y sen­ti­miento ima­gi­na­tivo ente­ra­mente pro­pios de nues­tro tiempo. Y desde esa con­tem­po­ra­nei­dad, se vin­cu­lan y se hacen parte de la dimen­sión trans­tem­po­ral de la ima­gi­na­ción. El ejem­plo que quizá más inten­sa­mente refleja esto es esa escena en la que pare­cen encon­trarse los ecos de Uli­ses y las sire­nas en la Odi­sea y los niños per­di­dos de Nunca Jamás.

La con­vi­ven­cia de per­so­na­jes dota­dos de una natu­ra­leza sutil en con­vi­ven­cia con otros que per­te­ne­cen a la otra, terrena y que gra­dual­mente se apro­xi­man a esa natu­ra­leza más limi­nal de los pri­me­ros. Mer­lín, el terri­to­rio de los sueño como hilos entre lo visi­ble y lo invi­si­ble. El hecho de que éste no sea un cuento donde la prin­cesa sea sal­vada por un prín­cipe, sino un relato de vin­cu­la­ción espi­ri­tual entre lo feme­nino y lo mas­cu­lino (de la que la rela­ción entre Wendy y Peter Pan podría ser una expre­sión). Que este relato no deba inter­pre­tarse como una idea del fin de la infan­cia (enten­dida como una muerte de la pre­sen­cia en nues­tra vida de la fan­ta­sía y la ima­gi­na­ción) sino más bien del des­per­tar y arraigo de la ilu­mi­na­ción inte­rior que deriva de una ver­da­dera entrega a la ima­gi­na­ción. Éstas eran algu­nas de las cues­tio­nes sobre las que quise pre­gun­tar a Gus­tavo Mar­tín Garzo y que él, con una gene­ro­si­dad que le agra­dezco enor­me­mente, ha res­pon­dido mediante estos escri­tos y que he pre­fe­rido publi­car sin el for­mato usual de entre­vista, para no inte­rrum­pir sus palabras.

Libro vivo y ver­da­dero, aún más incluso por la belleza de las ilus­tra­cio­nes de Pablo Aula­dell, díp­ti­cos que nos tras­la­dan a un lugar eté­reo, inque­bran­tado, mediante com­po­si­cio­nes que evo­can imá­ge­nes del arte medie­val y rena­cen­tista, figu­ras que pare­cen pro­ce­der de Giotto, Man­tegna o Masac­cio.

Por Alicia Guerrero Yeste