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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

‘El ruletista’

Cărtărescu es el escritor rumano contemporáneo más reconocido en la actualidad y su nombre ha sonado en las quinielas del Nobel desde hace unos años.

El Ruletista es un relato de Mircea Cărtărescu que hace parte de su libro Nostalgia. Lo trato aquí por separado porque lo he leído en la edición individual de Impedimenta. Cuando lo compré no había leído nada de este autor y era una forma económica de probar. Pues bien, el anzuelo ha funcionado, me encanta Cărtărescu, que es un autor poco propicio para las medias tintas, al parecer, se lo odia o se lo ama.

Cărtărescu es el escritor rumano contemporáneo más reconocido en la actualidad y su nombre ha sonado en las quinielas del Nobel desde hace unos años, a ver si la Academia decide seguir en la línea Munro y darle el premio a alguien con talento, independientemente de las consideraciones sociopolíticas. Aunque visto por ese lado, también tiene buena munición, pues pasó toda su juventud bajo la dictadura de Ceaușescu, cuyo aparato de censura evitó que el relato que hoy me ocupa fuera publicado en su primer libro en prosa, El sueño.

Uno de los grandes logros de este relato es la voz de su narrador, un viejo literato desencantado de la vida y del arte que aún así, se aferra a contar esta última historia, que define de inverosímil pero real, a través de la cual quiere arañar un trocito de inmortalidad. Refiere el innominado narrador que conoció al protagonista de su historia desde que ambos eran niños y que posiblemente fue lo más parecido a un amigo que este oscuro ser llegó a tener. Para poder contar la historia ha de remontarse al pasado de su juventud, durante el cual se vivió la edad de oro de la ruleta rusa y pudo suceder que un personaje como el ruletista, un hombre sin atributos particulares más allá de una cierta brutalidad, un apetito encendido por el alcohol y una lujuria criminal, se convirtiera en el ídolo del momento. En realidad, este hombre sí tenía una peculiaridad: nunca en su vida tuvo suerte en ningún tipo de juego que implicara al azar: perdedor crónico a las cartas, los dados, el lanzamiento de herraduras, a elegir la pajita más larga. Como suele suceder, su sino de perdedor, no hacía más que encender sus deseos de ganar alguna vez.

Como es previsible, dada su violenta naturaleza, el ruletista va a parar a la cárcel y cuando es puesto en libertad, su alcoholismo lo pone en la cuesta abajo de una rápida decadencia, momento en el cual el narrador lo pierde de vista para reencontrarlo tiempo después sorprendentemente bien provisto de recursos y en compañía de gente de posibles en un restaurante elegante. Es la curiosidad por esta metamorfosis la que lo lleva a introducirse en el mundo de la ruleta rusa, una diversión del submundo que ha seducido a las elites del país y así descubre un sistema que por sencillo no es menos adictivo: una especie de promotor, conocido como «patrón», organiza la velada secreta, generalmente en sitios tan propicios como el sótano de una destilería abandonada a la que son convocados los «accionistas», público apostador sobre la suerte del infeliz ruletista que se dispara con un revolver cargado con una única bala, lo cual lo deja una nítida posibilidad entre seis de morir, la opción de perder . Los ruletistas son reclutados entre la hez de la sociedad y aún así no es fácil convencerlos, al fin y al cabo se está poniendo precio a lo único irrepetible que tiene el ser humano, por ese mismo motivo, son poquísimos los que están dispuestos a repetir la experiencia. Todas estas premisas son alteradas por el ruletista, que no solo repite sus actuaciones sino que en una revolución del sistema, -que ya lo ha hecho rico- organiza una velada en la que empuja aún más las posibilidades al dispararse con un arma cargada con dos balas en lugar de una pero no se detiene ahí y su conducta temeraria lo lleva cada vez más cerca del suicidio ritual que de la ruleta rusa, dotándolo de un aura fascinante y casi mística: «ha sido el único hombre al que le fue concedido vislumbrar al infinito Dios matemático y luchar cuerpo a cuerpo con él.»

Hasta aquí creo que he expuesto la tesis del relato, dejo a la curiosidad de los posibles lectores la explicación que Cărtărescu ofrece a la suerte sobrenatural de su Ruletista. Como creo que ya he dicho antes, una historia bien narrada sigue siendo igual de apetecible aunque alguien la haya acribillado a spoilers pero también creo que hay un espacio de intimidad entre un lector y la historia, una especie de virginidad (tal vez la única) que es bonito preservar en aras de verlo todo con ojos limpios y asombrados.

Aunque el narrador advierte al inicio de la historia que no pretende hacer una hagiografía, al final más que la vida de un santo, lo que escribe es un martirologio, que narra con detalle las torturas a las que se somete al protagonista, sólo que en este caso verdugo y mártir son un único personaje, que arrastra a su incansable ángel de la guarda hasta las pocilgas más tristes de la iniquidad. «La literatura es teratología», suelta el narrador, sólo lo monstruoso, lo que se sale de la norma es material literario, no queda claro si esta afirmación es una declaración de intenciones o una confesión de un descubrimiento desesperanzador, suena más a lo segundo.

Una maniobra muy bien lograda en el relato es la que nos permite advertir cómo la ruleta pasa de ser un diversión, un vicio común a una ritual social. Aquí detecto un eco borgiano del camino análogo que recorió la lotería en Babilonia, en la que el juego se sublima y se condensa, de un simple divertimento a instrumento del destino. Igualmente borgiana es la mención a Agartha, el reino sibterrráneo, que introduce la idea de cómo el tiempo va mezclando la materia de lo real con la de los sueños y así, lo que hoy conocemos como mítico puede tener una mayor entidad que lo histórico.

El relato se cierra con una bella reflexión sobre la literatura como única esperanza de inmortalidad para los que no tienen fe. Esperanza de que los personajes renazcan cada vez que un lector los saca del letargo del libro cerrado.

En pocas páginas una obra redonda, de una belleza poco común, que crea un universo cerrado y perfecto, un país sin nombre en el que no querríamos quedarnos a vivir pero al que nos alucina asomarnos.

La edición, como suele ser la norma en Impedimenta es cuidada, tanto que su mayor mérito es que después de un rato te olvidas de ella y te limitas a disfrutar de la lectura. La imagen de la portada, un deguerrotipo coloreado me parece particularmente bien elegida. La traducción e introducción son de Marian Ochoa de Eribe, una experta en literatura rumana. La introducción es interesante y bien documentada pero yo recomiendo leerla después del relato, siempre prefiero que la teoría venga después de la diversión. La traducción es limpia y agradable, sólo encontré dos pequeños lunares: en la página 18 hay una frase que debería estar en tercera persona pero aparece en segunda; y en la página 32 se habla de un «partido» de boxeo, un combate, por favor. Mi ejemplar es de la primera edición, es probable que luego estas cosillas se hayan corregido.

Una anécdota final: tengo la suerte de tener mi libro firmado por el autor. Creo que hace un par de años cuando vino a la Feria del Libro, aún no era muy conocido en España y estaba más bien solito y aburrido en la caseta de Impedimenta, que se lució trayendo a una de sus estrellas. Parecía un tipo muy agradable, de palidez vampírica y pelo como ala de cuervo, llevaba un jersey de cuello vuelto negro, muy de futuro Nobel y parecía muy dispuesto a conversar con los lectores que se acercaban poco a poco y era de este tipo de personas a las que la cara les cambia cuando sonríen.

Por Sonia Aguirre Duque.