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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Elizabeth Bowen: La muerte del corazón

Hay una cierta forma de escribir, una categoría que no tiene nada que ver con la calidad -aunque es de una calidad fabulosa- y que consiste en escribir como un inglés.

Por mi educación, digamos, sentimental -que el lector me perdone por la intromisión- no puedo entender que la frase “escribir como un inglés” se refiera a McEwan o a Barnes, escritores excelentes e indiscutiblemente ingleses, pero que, para mí, no se invocan cuando escucho esa proposición. “Escribir como un inglés” evoca al que suscribe a escritores que tienen algún contacto, que nacen, que se crían o que mueren a finales del siglo XIX o principios del XX, autores que puedo relacionar con el fin del imperio, con la última etapa antes de que empezase la contemporaneidad, grosera en tantos aspectos.

Algo sucedió en el mundo en aquellos años. Como si los intelectuales, los artistas, los científicos, los ingenieros… todos intuyesen que estaban al límite de la catástrofe y se afanasen por llevar al límite su ingenio, su arte, su talento antes de que ocurriese lo peor. En varios lugares de Europa, en España, en Alemania, en Francia, en Austria… surgieron mentes privilegiadas que, aún hoy, se recuerdan como una edad de oro en sus respectivas naciones. Inglaterra no se quedó atrás. Al contrario, en distintos terrenos y, especialmente en literatura -que es lo que ahora nos interesa-, Inglaterra gestaba una generación de talento deslumbrante (Wells, Chesterton, Woolf, West…). Una generación que cambió la historia literaria y cuyo epígono, tradicionalmente reconocido, es Elizabeth Bowen.

Elizabeth Bowen, la última mujer que escribió como una inglesa, nació en Dublín, Irlanda, en 1899. Ni ella misma ni esta La muerte del corazón son obras muy conocidas en España. No sería mala noticia si esta edición de Impedimenta -cuyo amor por la literatura inglesa está a estas alturas de sobra refrendado por su catálogo- cambiase dicha circunstancia.

La muerte del corazón nos introduce en la historia de Portia. Buena parte de dicha historia gira alrededor de su diario, en parte porque jamás se puede llegar a conocer a Portia directamente. Entre Portia y el mundo, entre Portia y su familia, entre Portia y el lector se levanta siempre una fría distancia que justifica e incluso hace necesaria la inclusión de un objeto intermediario. Elizabeth Bowen, la última mujer que escribió como una inglesa, nos ofrece un retrato admirable, no tanto de una época ni de un país, sino de unos personajes (muy especialmente el de Portia, que merece un espacio entre los más memorables de la historia de la literatura inglesa) y lo hace a partir de un dibujo tan delicado que uno corre el riesgo de perderse los detalles más sutiles si se apresura en la lectura. La muerte del corazón, me temo, es un libro de lectura lenta. Parte de su sabor solo aflora al paladear en segunda instancia, obliga a chasquear la lengua y dejar que el regusto acuda. Hay párrafos, de apariencia inocua, en los que se esconden el relato íntimo de las almas, un relato contenido en gestos banales, como una mano que deja caer una llave en el bolsillo.

Es tal el derroche de sencillez y naturalidad que se antoja imposible encontrar una escritura así en la actualidad. Tan imposible que la única conclusión es que algo así, directamente, pertenece a otra época, que está escrito en un lenguaje que hemos perdido. La muerte del corazón es una de esas obras que revelan que la literatura ha cambiado y que ese cambio no es algo cuantitativo, que no estamos hablando de que haya más o menos virtudes, sino que es un asunto cualitativo, un movimiento esencial en el interior de lo que constituye la literatura. No escaparemos a la sensación de que algo valioso hemos perdido nosotros en ese movimiento.

Si a las cualidades de la obra añadimos la traducción de Eduardo Berti -el escritor hispano que más en contacto parece estar con la sensibilidad que alimentaba aquella escritura-, nos queda un libro absolutamente indispensable, a ratos perfecto. No hay tantas ocasiones de saludar la aparición de una obra maestra.

Por Miguel Carreira