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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

En los márgenes de la esclavitud

En la última novela que publicó en vida, Cather traza la vida cotidiana de cuatro mujeres: madres e hijas, amas y esclavas.

Una de las características más fascinantes de la última novela de Willa Cather (originalmente escrita en 1940) es el lenguaje leve, rápido y aparentemente superficial que utiliza la autora para describir la vida en el Sur de los Estados Unidos unos años antes de la Guerra Civil (1861-65), es decir, durante los últimos años de la Esclavitud. En estos detalles y en toda su forma de pensar la literatura, Cather –mucho más conocida por sus novelas sobre los pioneros que viajaron al Oeste, sobre todo la novela Mi Antonia (1918)– pertenece más al siglo XIX que al XX. No hay en ella ni un rastro de los experimentos modernistas que marcaron ese siglo.

La suya es una literatura femenina de lo cotidiano: en Mi Antonia y aquí también, describe con cuidado las costumbres, los espacios, los paisajes y los problemas prácticos de la vida de todos los días, sobre todo la de las mujeres. A diferencia de su trilogía sobre las Grandes Praderas salvajes a la que pertenece su libro más conocido y que se relaciona directamente con su experiencia de vida en Nebraska, Sapphira y la joven esclava transcurre en Winchester, Virginia, el lugar en que pasó su primera infancia. Tal vez sea esa la razón de la irrupción de la primera persona al final de este libro, narrado siempre en tercera.

La novela estudia los lazos, odios, amores y furias de cuatro personajes complejos, dos madres y dos hijas. Las madres, sobre todo, contrastan con la superficie tersa y el tono inocente del lenguaje, muy bien transmitidos en el castellano de la traductora Alicia Frieyro. Sapphira, el ama, y su hija Rachel por un lado; por otro, Till, la esclava y su hija, Nancy, la joven del título. Quizás Nancy sea la única que cae en la bolsa de los estereotipos: el de la esclava inocente y el de la virgen perseguida por hombres malvados. En cambio, Rachel y las dos madres se van afirmando a lo largo del libro como seres humanos completos, difíciles de prever y de entender, sumamente verosímiles.

El retrato de la Esclavitud, a la que el Sur llamaba «la Institución», aparece sobre todo en los márgenes y hay mucho que criticarle a la visión de Cather (sobre todo al final, cuando se cuentan demasiados clichés del esclavismo). Sin embargo, no hay duda de que la autora conoce el drama típico de las mujeres esclavas y de las amas y lo refleja en dos historias muy frecuentadas: la del odio del ama blanca contra la esclava que cree amante del marido; la de la esclava bonita sometida a los deseos de los blancos. Así, aunque la pintura de la situación está muy pero muy lejos de la que se lee en las memorias de esclavas del siglo XIX (Slave Narratives) y más lejos todavía de la que construye la genial Premio Nobel Toni Morrison, que es descendiente de esclavos, Cather no cae en una defensa de la Institución como los libros pro esclavistas del estilo de Lo que el viento se llevó . En esta novela, hay resistencia: aparecen fugas de esclavos (más de una); el «tren subterráneo», esa organización que llevó a cientos de esclavos a Canadá y abolicionistas decididos y heroicos. Sin embargo, como en las narraciones de William Faulkner, el acento está en los blancos por un lado y por otro, en las relaciones emocionales entre madres e hijas, ese universo cotidiano que Cather presenta siempre como base fundamental de momentos históricos que los hombres y los mitos masculinos siempre relacionan con lo heroico.

Por Margara Averbach