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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Los crímenes complicados de Edmund Crispin

Alcohólico, brillante, mordaz y muy culto, este autor británico escribió antes de cumplir los 30 años ocho novelas policiacas. ¿Quién era este hombre que se escondía bajo un seudónimo y que se ganó la vida como compositor de bandas sonoras para el cine? En abril se publica un sexto título de la saga protagonizada por el detective Gervase Fen, «Enterrado por placer».

La escena se puede resumir así: hacia el final de la tarde, en dirección de un poeta famélico y un excéntrico profesor de Literatura, viene a toda máquina una persecución compuesta por un doctor neurótico, dos matones, el alcoholizado equipo de remo de Oxford, un asistente de celador, un alguacil, dos policías y un estudiante que, páginas antes, había citado un pasaje de Las flores del mal, de Charles Baudelaire, para burlarse de un compañero. Al tiempo que la turba prosigue por entre las laberínticas calles del pueblo universitario, un jardín de referencias culturales, tan inesperadas como pertinentes, sorprende al incauto lector: versos de un poema místico de Francis Thompson, monstruos marinos de la mitología griega, un cuadro de Jean Antoine Watteau y, cómo no, alguna obra de teatro de Shakespeare.

La escena hace parte de La juguetería errante, la tercera novela policiaca de Bruce Montgomery (1921-1978), quien firmaba sus libros bajo el seudónimo de Edmund Crispin. Escrita en 1946, un año después del final de la Segunda Guerra Mundial, la obra, como todas las del británico, gira en torno al detective aficionado y profesor titular de Inglés y Literatura Gervase Fen, “una mezcla de tirano despistado, quisquilloso sabueso y conductor alocado de bólidos, quizás una de las más excelsas creaciones literarias de los últimos decenios”, como lo describe Enrique Redel, fundador y editor de Impedimenta, la editorial española que hasta la fecha ha publicado cinco novelas de Crispin y que, en abril de este año, sacará una sexta al mercado, Enterrado por placer.

En La juguetería errante, la novela con la que Impedimenta inició su colección dedicada al británico, el errático docente de la Universidad de Oxford debe solucionar un asesinato en apariencia imposible: en una juguetería inexistente, la heredera de una fortuna ha sido estrangulada y todos los sospechosos tienen una coartada sólida. Fen y el poeta Richard Cadogan –una especie de Watson– solo cuentan con una pista: un anuncio en un periódico que hace referencia a un libro del artista y escritor Edward Lear (1812-1888), el responsable de popularizar los limericks (poemas humorísticos breves) en el siglo XIX. Así, a partir de un juego de palabras extraído de una obra decimonónica, los improbables héroes se ponen en la tarea de desentrañar un elaborado complot criminal.

La carrera de Crispin como escritor inició dos años antes de la publicación de La juguetería errante, en 1944, cuando todavía cursaba Lenguas Modernas en St. John’s College, en Oxford. Después de leer la novela Noche de brujas, de su admirado John Dickson Carr, el estudiante de 23 años se encerró durante 10 días con una pluma estilográfica y un portaplumas de plata para redactar su ópera prima, El misterio de la mosca dorada. Crispin ya había elaborado buena parte de la trama en las reuniones del Carr Society, un club que había fundado ese mismo año con unos amigos. En sesiones llenas de alcohol, alguno de los miembros proponía un misterio y los otros debían intentar resolverlo a punta de deducciones. Esa novela, además de convertirlo en una celebridad menor dentro del los círculos intelectuales de Inglaterra, inauguró el período más fecundo de su carrera literaria: en los siguientes siete años, publicaría ocho novelas policiacas.

Gracias a su prolífica producción, Crispin no tardaría en congraciarse con la crítica. “Un auténtico maestro del misterio”, escribió en su momento The New York Times, al tiempo que el crítico Anthony Boucher tildó uno de sus libros, Trabajos de amor ensangrentados, como “una novela detectivesca perfecta. Una mezcla de John Dickson Carr, M.R. James y los hermanos Marx”. El británico también se ganaría la admiración de sus compañeros universitarios, entre ellos Kingsley Amis, Philip Larkin y Alan Ross. Un año menores que Crispin, los tres futuros escritores solían reunirse a estudiar o beber con su precoz colega y, en más de una ocasión, confesaron sentirse intimidados por su apabullante conocimiento. Larkin, por ejemplo, se refirió a su “vivificante epicureísmo intelectual” en una de sus novelas, mientras que Ross aseguró en una ocasión que “Bruce conocía a escritores, pintores y músicos de los que yo jamás había oído hablar; aquello me obligaba a quedarme callado en las reuniones y cuidarme mucho de sacar a relucir mi ignorancia en su presencia”.

El meteórico ascenso literario de Crispin, sin embargo, se desplomó en la década de los cincuenta. En parte por su cada vez más constante consumo de alcohol, en parte por el dinero que le entraba gracias a las bandas sonoras de películas que componía (en la universidad fue organista y director del coro), el británico se dejó llevar por la indolencia. Una carta escrita a Larkin en esa época evidencia su situación: “Con Kingsley convirtiéndose en una figura literaria prominente, y ahora usted también, me siento como una liebre envejecida superada por escuadrones de tortugas implacables. Todavía hay tiempo, supongo, para que me dedique a una actividad más altamente estimada que las bandas sonoras o la ficción detectivesca –¿pero acaso triunfaría si lo hago? ¿Y qué ocurriría con esos grandes cheques que tanto disfruto recibir?–”. Su novena novela, The Glimpses of the Moon, solo se publicaría 25 años después de prometérsela a su editor, en 1977, un año antes de su muerte.

El ocaso literario de Crispin coincidió, curiosamente, con el declive en popularidad de los libros policiacos en el Reino Unido. De gran tradición y alcance, aquel género se remontaba a mediados del siglo XIX, a la novela La piedra lunar (1868), de William Wilkie Collins, y a los cuentos de Arthur Conan Doyle protagonizados por Sherlock Holmes. Se había consolidado, a su vez, en el periodo entreguerras (1920-1940), denominado la Era Dorada de la novela de detectives, cuando un sinfín de autores como Agatha Christie y Dorothy L. Sayers retaron de todas las maneras posibles el intelecto de sus lectores. “Esa fue una época en la que el ingenio era el bien más preciado. El plato principal de esos libros era la contienda entre el escritor y el lector. ¿Podía el autor jugar limpio dándole al público las claves y, al mismo tiempo, lograr engañarlo?”, dice Martin Edwards, autor de 18 novelas de crimen y actual presidente del Detection Club, la red social de escritores policiacos más importante del Reino Unido, a la que Crispin entró en 1947 y cuyo primer director fue G.K. Chesterton.

Aunque para mediados de los años cuarenta las novelas policiacas aún gozaban de cierto prestigio, Crispin produjo su obra en un periodo en el que tanto escritores como lectores se empezaban a interesar más y más por la profundización psicológica de los personajes. A pesar de ello, sus libros lograron descollar por encima de la media, una hazaña incluso más destacable si se toma en cuenta que, además de seguir los lineamientos básicos de la literatura policiaca –como tener un detective aficionado–, el británico se limitó a uno de sus subgéneros: los increíblemente complejos locked room mysteries (o de cuarto cerrado), en el que el escritor se pone el reto adicional de presentar un crimen que a primera vista parece imposible. Consumidor voraz de esa literatura especializada, que inicia con Los crímenes de la calle Morgue (1841), de Edgar Allan Poe, Crispin ideó una sarta de extraordinarios crímenes imposibles, en escenarios tan disímiles como una iglesia (Asesinato en la catedral), un colegio (Trabajos de amor ensangrentados) o un teatro (El canto del cisne). El británico, además, sentía especial afecto por el maestro indiscutible de los cuartos cerrados, John Dickson Carr, al punto que nombró a su protagonista Gervase Fen, un tributo al detective de su maestro, Gideon Fell.

La literatura de Crispin ha perdurado, sin embargo, no tanto por la complejidad de sus tramas, sino por cómo el autor logró hilvanar el género policiaco con todo un inmenso entreverado de referencias culturales. Como escribe en el epílogo de El misterio de la mosca dorada su traductor José C. Vales, “la singularidad de Bruce Montgomery y sus peripecias detectivescas radica en el tratamiento especialísimo de la alta cultura, encastrada de un modo sorprendente y abrumador en un territorio habitualmente destinado a la literatura más ligera”. Según Vales, el británico recurrió a “semejante vicio intelectual” para “conciliar un género menor con la obligación culta”. Autodescrito como un “pedante y esnob intelectual”, Crispin quería zanjar la mala conciencia de no estar escribiendo novelas “de verdad” amasando entre sus páginas un arsenal de referencias cultas. En su ópera prima, para solo nombrar algunos nombres, alude a John Aubrey, Nicholas Brenton, Lewis Carroll, Charles Churchill, Henry Constable, Pierre Corneille, Richard Crashaw, William Dunbar, T.S. Eliot, John Ford, Ben Jonson, Goethe, Homero, entre muchos otros. Así mismo, Crispin solía acabar sus libros con una insinuación adicional, a menudo críptica, a Coleridge, a Shakespeare, a Pope.

De todas formas, a la hora de hablar de la genialidad de Crispin, no se puede pasar por alto su humor mordaz, negro, británico. Al fin y al cabo, fue una de las razones por las que Redel decidió publicarlo en Impedimenta. Una noche, en medio de una cena a base de blinis y vino en casa de un amigo que tiene una editorial dedicada a literatura rusa, recayó sobre sus manos La juguetería errante. Poco después, tras leer el libro, Redel sintió la obligación de publicarlo, en parte por “su gracia, su chispa, su tremenda vena British”, pero también porque “sabía que sería un gran libro y el comienzo de una gran saga, como luego ha sido”. Desde entonces, el británico se ha convertido en un best-seller para Impedimenta. La juguetería ha vendido nueve ediciones y el resto de los títulos de la saga también se han reeditado varias veces.

Crispin falleció por culpa del alcohol con apenas 56 años. Fue un hombre solitario: se casó dos años antes de morir con su secretaria Ann. Tuvo por aficiones, como se lee en la solapa de sus libros, “nadar, fumar, leer a Shakespeare, escuchar óperas de Wagner y Strauss, vaguear y mirar a los gatos”. Sentía antipatía, en cambio, por “los perros, las películas francesas, las películas inglesas modernas, el psicoanálisis, las novelas policíacas psicológicas y realistas y el teatro contemporáneo”. A la primera lista se le podría agregar, tentativamente, la elaboración de crímenes imposibles, a juzgar por la manera en que introduce a Fen en su primera novela: “Cuando el tren se detuvo en Culham, [Fen] encendió un cigarrillo, dejó a un lado su libro y suspiró profundamente. ‘¡Un crimen! –farfulló– ¡Oh, un crimen que sea, de verdad, fabulosamente complicado!’” .

CHRISTOPHER TIBBLE