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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Épica cochambrosa

Con su «Música acuática», T.C. Boyle firma una torrencial novela de humor.

La recuperación de esta novela escrita por T.C. Boyle hace 35 años resulta de lo más oportuna.

Ned Rise es un juerguista tramposo capaz de vender huevas de pescado del Támesis como si fuera auténtico caviar ruso, o de organizar espectáculos pornográficos con unas sílfides borrachas. Pero acabamos por quererlo. No deja de ser uno de los chicos de las pandillas de pillastres de Dickens que se ha hecho mayor, con una madre alcohólica que lo arrojó a las calles siendo niño. Ned Rise es un pícaro cuyos negocios fraudulentos acaban por acarrearle más tundas de palos que dinero. Tiene algo que nos conquista: no pierde el sentido del humor, no se rinde, es inasequible al desaliento. En eso coincide con el otro gran personaje del libro, que durante la primera parte de la novela camina en paralelo a muchos kilómetros de distancia: el explorador Mungo Park. Park es un Quijote empeñado en descubrir las fuentes del río Níger en una África donde a nadie le interesan sus delirios occidentales y donde, en lugar de gloria, lo que encuentra son tribus hostiles, árabes liderados por el despiadado Dassouf, que le tienen una tirria mortal, y estacazos, flechas y alfanjes por todas partes. Quijote y Sancho acabarán unidos en África en busca de una quimera en esta novela de proporciones bíblicas. Una biblia, eso sí, de lo más irreverente, despendolada y agridulce. El humor es una cortina rasgada tras la que se esconde la extrema fragilidad de sus protagonistas, que son como unos cowboys de pacotilla tratando de domesticar un mundo que los revuelca contra el suelo una y otra vez.

Boyle despliga un estilo exuberante. Inicia el libro situándonos en la primera expedición africana de Mungo Park, un personaje real del que podría haber empezado contándonos su biografía o una descripción expositiva de su viaje. Igual que el concertino, antes de empezar un concierto, da el tono de afinación, aquí el toque de violín del arranque de la historia son las nalgas de Mungo Park mostradas al circunspecto emir de Ludamar, que nunca ha visto algo tan blanco. La manera en que juega con la anécdota para captar nuestro interés y llevarnos hasta la profundidad de la historia, a la manera de los maestros del Nuevo Periodismo, es una constante en todo el libro. De hecho, podría leerse incluso por capítulos sueltos, cada uno con su título, a modo de historias cortas. Un engranaje muy bien tramado que remite a la novela por entregas del XIX y nos sitúa, más aún, en el ambiente de la época en que se desarrolla la trama.

Hay algo que hace que esta sea una novela extraordinaria: el ímpetu. Habrá quienes consideren, y no les faltará razón, que es una narración excesiva. Lo Es. Ned Rise es el pícaro elevado a la enésima potencia; Mungo Park, un pupas iluminado. Caen y se levantan tantas veces que resulta agotador solo verlos, es ingente la cantidad de personajes depravados o excesivos, hasta en su obesidad –como la bella Fátima–. Pero es ahí donde radica la potencia de esta novela, en lo torrencial, en la resonancia del propio libro, que juega con esa exuberancia de los relatos que son más grandes que la vida. Sus páginas rugen como ese río Níger de aguas bravas donde al final los personajes encontrarán el desenlace de su destino. Incluso hace algo difícil en un libro de esta exuberancia: cerrar muy bien. Además de una sorpresa final que es mejor no revelar, dedica las últimas líneas –como si fuera un homenaje a El corazón de las tinieblas de Conrad– a la esposa de Mungo Park, que se quedó aguardando en casa su regreso. Una Penélope que lo sigue esperando tozudamente al paso de los años, cuando ya todos lo han dado por muerto. Épica y descalabro. Heroicidad y disparate. Ardor y melancolía en un novelón de dimensiones épicas.

Antonio Iturbe