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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Estrómboli», de Jon Bilbao

Gracias a libros como Estrómboli que no deviene en narrativa de paletos y emoticonos, ni en el pavor cibernético o el pánico wannabe del best-seller, la literatura es una fuerza hercúlea que saquea la vida de miserias y pequeños laureles, por delante de nuevas corrientes e invenciones; la supervivencia de la inteligencia, el sencillo deleite de las letras.

Llevábamos dos semanas en Reno cuando sorprendí al motorista con la nariz metida en las bragas de mi novia.

Por debajo de ella, la sangre del pez espada y de las demás capturas se colaba entre las tablas del pantalán y llovía sobre el agua.

El loco desapareció. Explotó.

Como si toda su bamboleante humanidad no fuera más que una bolsa llena de sangre.

La tortilla era una porquería. Aunque solo tengas un brazo puedes calcular la pimienta que pones a la comida, dijo Verónica.

Exigua y bien cuidada, como una enana prócer viene la prosa de Jon Bilbao. Toda cuento puede ser una novela, y viceversa, y toda gran mierda se puede condensar en un delicioso petit suisse; incluso cualquier urdimbre narrativa puede ganar cualquier distancia: cuento, novela o microhostias. Comentaba en reseñas precedentes, 800 páginas pueden ser la novela de un viejo que da consejos en la tele a pacientes con sonda urinaria y tiene una línea 806 de tarot y videncia, y 15 las tribulaciones de Arabella y la vida sexual de Paco Marhuenda. La latitud narrativa nos la entrega el escritor, no la temática (salvo Cleopatra y Novecento). Taxativamente Jon Bilbao es un gran medidor del tiempo y nosotros lo agradecemos, correctamente cinematográfico muy a menudo, quicir, escribe sin darte el coñazo, sin proverbia.net ni cabriolas líricas de señora de Toledo con blog de poesía. Todo con muchos cables y filamentos luminosos, incluso enciclopedia, en la búsqueda constante de abrumadores finales a veces con cierto tono hardcore fetish. Viejos psicópatas, matrimonios raritos, palacetes, orines, mendigos muertos, entre otros requiebros del universo.

Miró el río, la garganta, el cielo, con los labios fruncidos bajo la barba y las cejas unidas en una única banda hirsuta. El poder del dedo le permitía ver el lugar como nunca antes lo había hecho: desnudo, descarnado, guardián de secretos falsos o mezquinos.

Tenía los nudillos desgarrados. Los baños diarios en el río ablandaban las costras, retrasando la curación. Contemplaba las pequeñas heridas como una prometida admiraría su anillo de compromiso.

Gracias a libros como Estrómboli que no deviene en narrativa de paletos y emoticonos, ni en el pavor cibernético o el pánico wannabe del best-seller, la literatura es una fuerza hercúlea que saquea la vida de miserias y pequeños laureles, por delante de nuevas corrientes e invenciones; la supervivencia de la inteligencia, el sencillo deleite de las letras. Es decir, no se le va la pinza en exceso a Jon con grandes acontecimientos extraordinarios y sobrehumanos, subterfugios de otro tipo de escritores calvos con coleta y otros registros de tan titánicas como mediocres pretensiones; la gran sorpresa precisamente es la parte velada de la vida corriente, ya fuera comerte una tarántula en la tele, el amor de una mujer a tres bandas o buscar oro entre el río y la muerte. Pura orfebrería.

En sesiones posteriores trasladó anguilas eléctricas entre dos peceras con las manos desnudas, buceó en un río de aguas heladas recogiendo del fondo varitas de luz química, se liberó del interior de un coche que una grúa había dejado caer a una piscina y recuperó una medalla con el logotipo del programa del fondo de un contenedor lleno de residuos de matadero. Los demás participantes fueron cayendo uno a uno.

Cada vez con mayor frecuencia, Verónica se descubría no escuchando al terapeuta, distraía en imaginar cómo sería levantarse de la silla y darle una bofetada. A lo mejor así empezaba a hablar como una persona normal. Fantaseaba con la idea de que su curación llegaría el día en que aquellos susurros le resultaran por completo insoportables. En comparación, sus problemas con los hermanos no tendrían importancia. Le daría no una bofetada, sino un puñetazo en la nariz. El sonido del cartílago aplastado sería el punto final del tratamiento.

Impedimenta, merci beaucoup por la reivindicación (ya era hora) de la literatura patria, tan combustible y excitable frente al peculiar viajero de Metro de Madrid y tan exasperante para las atrocidades del business. Impedimenta y Jon Bilbao ya han follado. Y es una gran noticia que Estrómboli no tenga que prender la chimenea.

Javier Divisa