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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Georges Perec. Ficciones del recuerdo y la desmemoria

Vuelve el gran escritor, uno de los más innovadores de la literatura francesa, con una obra temprana y la inclasificable Me acuerdo.

En 2017 Georges Perec ingresó a la Bibliothèque de la Pléiade, la colección más prestigiosa de la literatura francesa. Tal vez asombre que, mientras su figura pasa a engrosar el panteón, su obra póstuma siga tan movediza como siempre. La crítica genética, cuándo no, es responsable de esta productividad espectral de un autor muerto hace más de 30 años. Es una ciencia indiscreta que traiciona testamentos, exhuma inéditos, restituye versiones descartadas, explora manuscritos que alguna vez fueron razonablemente rechazados. A veces nos regala una epifanía, que alumbra la obra del autor y nos permite entreverlo en su taller o preludiando sus artes.

En el caso de Perec, eso ya había ocurrido hace un lustro con la publicación de El condotiero, novela de aprendizaje que comienza con un asesinato consumado. Ahora sabemos que El atentado de Sarajevo, su novela inmediatamente anterior, termina con un atentado fallido y que, si bien los editores se negaron a publicarla en 1957, tal vez hoy en día sea digna de ser leída.

La primera novela que Perec publicó fue Las cosas. Una historia de los años sesenta. El atentado de Sarajevo, en cambio, es todavía una historia muy años cincuenta, con situaciones que preanuncian la estética sentimental de la Nouvelle Vague y que armonizan con la melancolía bien ritmada de Billie Holiday. Buena parte de la intriga tiene una base biográfica de lo más prosaica. En 1957, Perec frecuentó a un grupo de intelectuales y artistas yugoslavos que residían en París, entre los que se encontraban el profesor de historia del arte Žarko Vidovic y su alumna y amante, Milka Canak. Perec se enamoró de Milka y la persiguió hasta Belgrado en una aventura coronada por el desengaño. Seis semanas más tarde, de regreso en París, redactó El atentado de Sarajevo, donde Milka se convierte en Mila y Žarko en Branko. (Hay un cuarto personaje algo importante, el gordo y pintor Sreten; reaparecerá como “Streten” en El condotiero).

La trama banal de un triángulo amoroso pasa a narrarse al modo de una novela policial bien meditada, o como la crónica de una catástrofe inminente, que afectará al destino de las naciones. Con resultados logrados a medias, Perec propone un montaje paralelo entre esa historia de mediados de siglo y los acontecimientos del crimen de Sarajevo, que dio comienzo a la Primera Guerra Mundial. Para ello, saquea pasajes –entrecomillándolos, a veces– del documentado drama sobre el tema que escribió un tal Albert Mousset.

Apenas sabemos cómo es Mila y recién pasadas las 140 páginas nos enteramos, por ejemplo, de que sus ojos son “gris-verde-azul-negro”, algo que tal vez justifique retrospectivamente la fascinación descrita hasta el momento. Al tercero en discordia lo conocemos a través del prisma caricatural del narrador: es un profesor muy inteligente, con el inconveniente de creerse genial. Ganado por los celos, el narrador pronto se abandona a caricaturizarlo. Branko es megalómano, nervioso, acaso feo, y está enamorado de la Sexta de Beethoven; tiene el proyecto de traducir al idioma serbio a Hegel y a San Francisco de Asís. Junto al filósofo y al santo, un héroe literario ruso completa su triunvirato de favoritos: el Pierre Bezukhov de Guerra y paz. En la concepción de Branko, Bezukhov aparece como promotor de un socialismo franciscano que funcionaría de antídoto contra el desarrollo burocrático o totalitario de la sociedad comunista.

Al narrador lo ciega el berretín amoroso pero, cuando desembarca en Belgrado tras los pasos de Mila, se encuentra con un paisaje desangelado y en medio de un equívoco mayúsculo: “Yo estaba allí a causa de frases que ella tal vez no había querido decir, a causa de unos apretones de manos demasiado largos, en los que yo había querido descifrar una ternura más que amistosa”. El malentendido no sólo atañe a la relación entre Mila y el narrador: lo mismo que en una comedia de Marivaux, todos en la novela oscilan en una posición equívoca. Anna ama a su esposo Branko, que a su vez ama a Mila, que tal vez acaba enamorándose del narrador… La primera parte de la novela indaga los deleites y las penas de la incertidumbre amorosa; la segunda, la calamidad de un amor certero: “Qué de responsabilidades por un simple deseo”, exclama este seductor inconsecuente.

Con impudor juvenil, el novelista en ciernes hace gala de sus lecturas; por las tachaduras del manuscrito, también sabemos que luego se afana por ocultarlas. Parafrasea “El lago” de Lamartine, se compara con Cyrano de Bergerac, inserta dos versos de Apollinaire. Puede ocurrir que Mila y el narrador caminen durante la noche por los callejones de Kalemegdan, y que esa experiencia evoque la de los paseos crepusculares de Madame de Chasteller y Lucien Leuwen. De Stendhal pasamos a Flaubert: más tarde otro de sus encuentros se compara con la entrevista de Frédéric y Madame Arnoux, al final de La educación sentimental. Hay una referencia a Victor Hugo; otra a Hamlet. En cierto momento, el escritor bromea sobre la posibilidad de huir a Višegrad y tirarse desde el puente al Drina, lo mismo que hizo la bella Fata –hija única de Avdan Agá– para escapar de un casamiento forzado. El chiste esconde una alusión a Un puente sobre el Drina, hipnótica novela de Ivo Andric que el joven Perec reseñó largamente en un número de Les Lettres nouvelles. (La historia de Fata cierra el capítulo octavo de esas Mil y una noches serbias).

El narrador de El atentado de Sarajevo chapotea en la ambigüedad. Según Claude Burgelin, que una vez más prologa bien esta historia, este personaje “conoce el arte de pasar de la emoción declarada, vivida en la autenticidad del instante, a unas retiradas en las que deja traslucir cierta mala fe”. En esta novela que tanto tiene de autoanálisis psicológico, la voz cantante se contradice al denunciar cuán detestable es analizar lo que uno siente. Lo cierto es que, en este libro primerizo, abunda esa delectación analítica en la propia psicología, algo que cabe encontrar en la literatura francesa desde el Adolphe de Constant hasta El baile del conde de Orgel, de Radiguet; y también antes y después de ese lapso arbitrario. Lo imprevisible de los asuntos del corazón, en cualquier caso, le presta a esta novela un suspenso peculiar.

El autoanálisis alcanza, más profundamente, el estatuto de verdad o ficción de lo narrado, así como las trampas de la memoria: “por definición, un recuerdo es siempre poco fiable, una explicación es siempre parcial”, se lee en cierto momento. A medida que se acerca al desenlace, a este narrador le va resultando cada vez más difícil recordar. Y así la novela anamnésica se va volviendo amnésica: “como si esos días, en el fondo no tan lejanos, no hubieran existido sino a condición de ser olvidados”.

Luego Perec ensaya otras metáforas: sus sentimientos desaparecen como ocurre con un magnetófono, “donde las palabras grabadas se borran automáticamente al reutilizar la cinta”. O lo mismo que un horizonte que se deslíe: “Cada recuerdo se vuelve inasible en el mismo momento en que creo aproximarme a él”. No faltan motivos, entonces, para leer El atentado de Sarajevo en clave autobiográfica: los vaivenes de la memoria y el olvido proliferan en la voz narrativa de este huérfano al que, en 1940, se le ordenó olvidar todo para sobrevivir. En ese botín de la desmemoria forzada figuraban un padre muerto en el frente de batalla y una madre exterminada en el campo de Auschwitz.

Las cosas ocurren muy de otro modo en Me acuerdo, el librito de 1978 que ahora reaparece en traducción algo renovada de Mercedes Cebrián. Aquí Perec explora la memoria voluntaria, haciendo zoom en el lapso que va desde sus 10 a sus 25 años, es decir, entre 1946 y 1961. Se incluyen reminiscencias de la posguerra, sin que esto suponga recaer en el trauma: había más avispas en París, por ejemplo, abundaba cierto pan amarillento, escaseaban el chocolate vienés y el chocolate de Lieja. En esta exploración de lo trivial, van aflorando datos de lo más precisos, a la vez antiguallas prescindibles y nimiedades trascendentales. Deliberadamente rescatados, componen un capital irrisorio, en el que quizá se entremezclen recuerdos falsos.

La estructura es anafórica: a todas la anotaciones de esta letanía discontinua las encabeza un “Me acuerdo…” A veces hay dudas, incertidumbres, blancos de la memoria. Pocas frases están encadenadas; el acto del recuerdo se agota, puntillista, en el instante. Desfilan comedias y seriales radiofónicos, viejas publicidades, eslóganes y jingles. Nombres de deportistas, desde boxeadores hasta ciclistas, pasando por atletas y luchadores de catch. No faltan los músicos de jazz o instrumentistas de la órbita clásica, casos periodísticos, caducidades de la moda.

También versificadas obscenidades, extintas salas de cine, parentescos imprevistos entre personajes célebres. O inicios poco recordados de otras figuras famosas: Alain Delon fue empleado en un comercio de embutidos; Robbe-Grillet empezó como ingeniero agrónomo; Fidel Castro, como abogado; Burt Lancaster, como acróbata. Hay lugar, también, para algunas revelaciones estéticas: una exposición de Yves Klein, o el Concierto para oboe de Cimarosa, primer microsurco que le fue dado escuchar a este recordador eximio.

En el inventario abundan los juegos de palabras y los hallazgos de combinatoria verbal: palíndromos, anagramas, siglas, retruécanos. Aunque esté al alcance de cualquier lector, Me acuerdo es una obra impensable sin la experiencia del Taller de Literatura Potencial: el libro, de hecho, está dedicado a Harry Mathews, uno de los próceres estadounidenses de la OuLiPo. Por otra parte, cuenta con un precedente pop: la autobiografía I Remember (1970), donde el poeta y artista Joe Brainard recupera átomos muy precisos de su vida en Oklahoma y Nueva York. Perec rinde homenaje a Brainard con estas casi 500 oraciones que forman un conjunto abierto. Y hay que decir que esa apertura es doble: por un lado, alcanza al autor; por otro, al lector (a petición del escritor, los editores deben dejar a continuación de esta obra algunas páginas en blanco donde los lectores podrán anotar sus propios “Me acuerdo”).

En una importante carta al crítico y editor Maurice Nadeau, Perec refería sus proyectos en curso –corría el año 1969– y exhibía un minucioso programa narrativo. Allí quedaba claro que, junto a Flaubert, el otro numen de su narrativa era Proust: a la vez ídolo, demonio y contramodelo. ¿No es evidente que las frases de Me acuerdo componen el exacto reverso de la memoria involuntaria proustiana? “Trato de acordarme, me fuerzo a recordar”, subraya el escritor en una entrevista. En ese esfuerzo de la voluntad, el recuerdo a la vez se desacraliza y es restituido a una dimensión colectiva.

Si en El atentado de Sarajevo Perec coqueteaba con la amnesia, en Me acuerdo intenta otorgar dignidad literaria a la mémoire volontaire; y tal vez lo logre. En cualquier caso, el lector sale ganando con este díptico reunido por el azar de la agenda editorial: ya sea que se preste a repasar las memorias encubiertas de una experiencia inmediata o que se demore en revivir el recuerdo muy nítido de vivencias remotas.

El atentado de Sarajevo, Georges Perec. Trad. M. Zabaloy. El Cuenco de Plata, 192 págs.

Me acuerdo, Georges Perec. Trad. Mercedes Cebrián. Impedimenta, 176 págs.