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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

John Fowles a la altura de sus circunstancias

De sus manos han salido novelas como «La mujer del teniente francés». Ahora, se recuperan algunos relatos.

Cada vez más seguido, a uno le da por pensar en tiempos mejores en los que en lo más alto de las listas USA/UK (junto a los inevitables superventas; que, en cualquier caso, incluían a los tanto mejores que los de ahora Leon Uris o I. Wallace o Irwin Shaw o Morris West; y tengamos la piedad de no comparar a Robert Ludlum con Dan Brown o a Harold Robbins con E. L. James) había, también, alta literatura. Nombres habitués como los de Updike, Murdoch, Bellow, McCullers, Mailer, Capote … Y, entre ellos y ellas, esa muy pero muy rara avis que fue el británico John Fowles (1926-2005). Best seller de calidad que llegó a ese sitio empujado por el descubrimiento de una novela mágica y favorita (El gran Meaulnes de Alain Foumier) y acaso por la inconfesada ambición de convertirse en el Thomas Hardy, maestro confesado del siglo XXI.
Así Fowles creó al psychoasesino en serie moderno (El coleccionista, 1963). bordó aplicaciones fantásticas en el bildungsroman de culto adoptado por la Generación de Acuario (El mago, 1966 y revisada en 1978), ensayó por adelantado y con éxito maniobras metaficcionales y posmodemas por venir en la década siguiente (La mujer del teniente francés, l969), trasplantes de la novela victoriana al siglo XX (Daniel Martin, 1977), alucinaciones sexuales (Mantissa, 1985), y hasta una reinvención de la novela histórica contaminada por la sci-fi (Capricho, 1985). Su filosofía puede encontrarse en su temprano «autorretrato de ideas» titulado Aristos (1964) y en las pocas entrevistas que concedió. En ellas queda claro que se consideraba «un outsider», amaba la naturaleza, odiaba a los académicos y solo respetaba a sus lectores.

Serie en la BBC
La torre de ébano -conjunto de cuatro relatos y nouvelle de 1974- puede escalarse ahora como la bienvenida reentrada en su sistema y modales. Puesto junto al resto de lo firmado por Fowles, se descubre que juega también con temas y tramas de buena parte de su obra anterior. Fowles pensó en llamar al libro Variaciones. Y de eso se trata: la novela corta y titular funcionando como aria (en su momento adaptada por la BBC con Laurence Olivier en el protagónico; lo que da una idea de lo popular que fue Fowles) narra el peregrinaje de un joven biógrafo, David Williams, a un maduro y autoexiliado y megalómano pintor inglés, Henry Breasley, en la campiña francesa con ecos de Henry James. La visita al maestro, sí. Y, enseguida, la atracción por una de las jóvenes acompañantes del viejo ermitaño. El vals de las tentaciones y el retorno a una «normalidad» que nunca será lo que era.
El primero de los relatos, «Eludic», se presenta como traducción de relato medieval y galante firmado por una tal Marie de Francia en el que dos caballeros se disputan las atenciones de una dama. En «El pobre Koko», un maduro león literario recibe la visita de un ladrón/crítico quien lo reduce y arroja al fuego un manuscrito y, de nuevo, el duelo generacional. «El enigma» se ocupa de la desaparición de un exitoso político parlamentario que, a las pocas páginas, comienza a mirarse como el espejo de «Eludic». El misterioso «La nube» es, en principio, desconcertante y parece ajeno al paisaje; hasta que se entiende como la descripción, entre figurativa y abstracta, de una pintura definitiva y final y magistral del crepuscular Bearsley. Antes de eso -inesperadamente, página 153- el propio Fowles interrumpe y explica algo (no todo) en una «nota personal». Cabe apuntar que -37 años después-, David Foster Wallace se atrevería a hacer exactamente lo mismo en El rey pálido.