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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Jon McNaught: oda a una estación

El otoño comienza con un crac, un scrunch y un munch; o más bien comienza en un absoluto silencio, y cuando uno se da cuenta del crac, el scrunch y el munch es innegable que la estación ya lleva un tiempo instalada.

Es posible que el otoño sea la estación más sonora en el recorrido anual, tal vez porque al abrir el oído al deleite de pisar y chascar hojarasca nos volvemos también más sensibles a otros ruidos de fondo y a las charlas más cercanas. Curiosamente, este Otoño se diría silencioso, sin historia ni trama definidas, acompañado de un colorido plano y palabras esporádicas escritas en una tipografía diminuta. Ubicado antes de que parpadeemos al undécimo o al vigésimo día otoñal, aceptando sus colores; un cómic en la inopia previa a la certeza de que la vida ha avanzado y la sentimos, casi siempre, en el mismo declive del otoño.

Con la salvedad de que la estación es asimismo famosa por su calidez, quizá por forzarnos a buscar sensaciones templadas ante las primeras bajadas del termómetro. Más rico en el paisaje que el verano, cuya abundancia embota los ojos e inspira un sopor conformista; uno sabe que se encuentra en el mejor momento del año, o de su vida. Pero lo otoñal implica ejercicio, movimiento, apreciar los cambios y, muy especialmente, qué reacción provoca el cambio en quien pasea. Jon McNaught ofrece para ese propósito un álbum colgado todavía por una mano del árbol de la rutina. No sucede nada relevante y, al mismo tiempo, las interpretaciones pueden dispararse: es la expresión gráfica de la poesía moderna, que abandera la búsqueda de lo complejo en el minimalismo o el reconocimiento de que la belleza sensorial es lo único que posee sentido a estas alturas.

Esa quietud transpira amor a los detalles u horror ante su repetición y la manera inane en que nos define. Para el gruñón friolero resultará tentador calificar de banal el seguimiento de la existencia a través de los saltos de una ardilla o los picoteos de un pájaro avispado y hambriento, pero ese detenerse en lo local y en una circunferencia espacial mínima implica valentía; lo sabe quien, sin rechistar, se coloca los mitones y se detiene unos minutos ante la puesta de sol, para después regresar a sus mundos interiores e imaginarios. Un motivo similar -las ardillas, el ramaje, el viaje/recuento vital- aparecía en un momento revelador de Me & Earl & the Dying Girl (Alfonso Gomez-Rejon, 2015), y frente a esa corriente de una juventud anestesiada y amargada McNaught no esconde a sus versiones del futuro, esos ancianos que bufan y ríen bromas cínicas en una residencia.

A partir de ese edificio y de un local de distribución de periódicos, en Otoño pasean a solas dos jóvenes, uno empleado en el geriátrico y otro aún en el instituto. En Dockwood, el pueblecito inglés en el que viven, no parece existir nadie más, porque a su alrededor las personas se afanan, como ellos, en no percatarse de que la estación ha cambiado. Los paralelismos de sus dos mitades del cómic se hallan en sus acciones y en los elementos callejeros, la naturaleza y las reacciones humanas con las que se encuentran durante unas horas. Todos somos parecidos porque el mundo es como la avenida principal de cualquier pueblo, idéntica en todos sus puntos, adornada por símbolos de fiestas pasadas. Si alguien se sienta a contemplarlo unos minutos, empezará a distinguir el patrón en lugar de dedicarse a trazar complicados laberintos y conexiones. Esa dedicación a lo humilde conlleva que el dibujo de McNaught tenga una fuerte impronta estética infantil, que bascula entre esas dos franjas de color con las que se cierran cada vez más pronto los días otoñales, el añil y el naranja. Pero su espíritu es el de un Chris Ware, Seth o Daniel Clowes mudo, una apuesta por aunar todas las viñetas que suelen ejercer de simple contexto o enunciación en historietas dotadas de argumento, y encontrar en ellas una pauta y una autodefensa.

Los animales se preparan para emigrar mientras los humanos, sin ser del todo conscientes cada día, también viven preparando migraciones temporales y desapariciones definitivas. Puede que estas sucedan cuando alguien dice adiós sin percatarse de que al lado alguien no desea que se marche, o cuando un saludo interrumpe la soledad de una caminata o la partida de un videojuego. Tras esa estación que permite calibrar lo que se agota o lo que aún resta, permanecen ristras de objetos contando historias caducas: los cuadros que decoran un pasillo, las fotografías enmarcadas de una habitación, los símbolos británicos capitalistas -Topshop, Rimmel, Tesco-, que una mano invisible se encarga de renovar cada temporada, al ritmo de las modas. Ahí Jon McNaught intenta despertar al individuo sin necesidad de enfrentarse o negar al gigante, también a los tópicos de la melancolía como síntoma del otoño. Historias ilustradas que corren el riesgo de hibernar para el público salen a la luz cuando McNaught, como este Chico Amarillo de Impedimenta, remueve las hojas con un crac, un scrunch y un munch.

Por Almudena Muñoz.