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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«¿Y quiénes son los carceleros?»

Cuánto juego dan los caserones solitarios y antiguos emplazados frente a acantilados impracticables; cuánto juego una ciénaga, la tormenta inclemente, el paisaje abrupto, rocoso, sin árboles, el mar rugiente.

“- Lo que pasa es que este sitio es una prisión.

– ¿Una prisión? (…) ¿Quién es el prisionero?

– La señora Crean-Smith.”

Cuánto juego dan los caserones solitarios y antiguos emplazados frente a acantilados impracticables; cuánto juego una ciénaga, la tormenta inclemente, el paisaje abrupto, rocoso, sin árboles, el mar rugiente. Cuánto juego, también, el aislamiento, el misterio de unos personajes que parecen guardar cada uno una culpa y un secreto, y la irrupción de forasteros que no comprenden todavía cuál es la naturaleza de ese grupo cerrado. Algo que podría ser manido -que hemos visto mil veces, tanto en la literatura como en el cine- y que, sin embargo, de la mano de Iris Murdoch, se convierte en una narración original como pocas, extraña, filosófica, reconocible para aquellos que admiramos el particular universo creador de la británica. Pues estos son los materiales sobre los que trabaja Murdoch -que nos anticipan, en parte, lo que quince años más tarde culminaría en ese novelón que es El mar, el mar-, a los que da la vuelta e impregna de una atmósfera fantástica, en ocasiones festiva, en otras sobrecogedora, y siempre, siempre, profundamente shakespeariana.

El unicornio, que data de 1963, es una novela que tiene un poso simbólico innegable, pero que a la vez resulta tremendamente divertida y adictiva. Bueno, Iris Murdoch por lo general es adictiva, pero además, en este caso, cómo no sentir curiosidad ante la llegada de la inocente institutriz Marian Taylor al castillo de Gaze, ubicado en un paraje hermoso e inhóspito, donde apenas vive gente, y sin embargo está cercano a… -detalle singular- un aeropuerto. La joven Marian llega, sin embargo, en tren, sin saber bien a quién ha de dar clase, quién es el atrayente y tosco hombre que la recoge, quién el dulce muchacho que también se agazapa en el coche que la espera, quién el resto de los pobladores del castillo, quiénes los habitantes de otra casa cercana con los que parecen establecerse relaciones confusas, y, sobre todo, quién la señora Crean-Smith, el unicornio: una dama -por momentos ‘une belle dame sans merci’- que vive aislada, en teoría voluntariamente aislada, como castigo por provocar un ¿accidente? en el que resultó gravemente herido su marido -que, desde luego, vive fuera de allí-.

“-¿Y quiénes son los carceleros?

– El señor Scottow. La señorita Evercreech. Jamesie. Usted. Yo.

– ¡No, no! -protestó ella-. ¡Yo no! No sé de qué está hablando. ¿Quiere decir que la señora Crean-Smith está… encerrada, encarcelada?

– Sí.

– Pero es una locura. ¿Qué sucede con el señor Crean-Smith, por qué él no…?

– ¿La rescata? Es por orden de él por lo que está encerrada.”

La narración va alternando la perspectiva de Marian con la de Effingham Cooper, otro visitante estacional de la casa vecina, que muestra igual fascinación y desconcierto ante ese mundo claustrofóbico y turbio que pivota en torno a la presencia, siempre inasible, de la prisionera. Ambos son personajes exteriores que se adentran, poco a poco, en conocimientos mistéricos, como si siguieran un rito cuyas reglas nunca se determinan claramente. Es curiosa la escena en la que la joven institutriz trata de darse un baño en el mar, a pesar de las advertencias que todos le han hecho sobre su peligrosidad: el intento es vano, el oleaje no le permite siquiera avanzar un poco al interior, y finalmente tiene que desistir entre lágrimas. Esta es más o menos la sensación que tienen tanto ella como el señor Cooper cuando pretenden entender el sentido del encierro de la señora Crean-Smith, ese unicornio figurado -imagen de lo virginal, de Dios, de la irrealidad ideal, la belleza y la perfección intocables, de la que ambos, sin duda, se enamoran-. Sin embargo, a medida que avanza la historia, los dos van contagiándose de cierta locura, de esa anormalidad del ambiente, y empiezan a perder ellos mismos su anclaje con la realidad.

Realidad-real y realidad-ideal es la dicotomía platónica que, según explica Ignacio Echevarría en el prólogo, articula toda la historia, en la que no faltan las sorpresas, las vueltas de tuerca, las enemistades y amoríos, cierto aire de comedia de enredo o de vodevil teatral -tan del gusto de la autora-. Además, está la reflexión sobre el libre albedrío -¿por qué permanece la prisionera voluntariamente encerrada?, ¿hay algo sobrenatural que le impide traspasar la verja de salida, como le pasaba a los asistentes a la cena de El ángel exterminador?-. Y, por supuesto, se plantea la conveniencia de la acción o la inacción -el plan de liberación a través del secuestro no deja de ser paradójico… y un poco ridículo-, y una reflexión sobre la naturaleza del amor, la lealtad, el vasallaje y la fascinación enfermiza por lo quimérico. Todos los personajes, atrapados por el desempeño de su papel, resultan indescifrables: los vemos siempre a través de la bruma marina, de la niebla, de la luz distorsionadora de esas lámparas de aceite que llevan, arriba y abajo, silenciosas sirvientas -todas pelirrojas-. Los diálogos, tan abundantes y vivos en la narrativa de Iris Murdoch, están plagados aquí de revelaciones y enigmas.

“- Bueno, entonces, ¿por qué está ella encerrada? No se puede encerrar a las personas sin más. No vivimos en la Edad Media.

– Aquí sí, nosotros sí.”

Una Edad Media a dos horas del aeropuerto, habría que matizar. Así es la literatura de Iris Murdoch, tan insólita que también nos aprisiona, como lectores, en su particular castillo. Además, hay que incidir en un hecho nada banal: los personajes no paran de beber whisky a todas horas. Será por algo.

Por Sara Mesa