cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Agua verde, cielo verde»

La canadiense Mavis Gallant se encuentra entre esas escritoras a las que aún no se ha prestado la atención suficiente. Especialista en el relato corto, su obra anticipa de algún modo a su compatriota Alice Munro, con esas historias que condensan en pocas páginas toda la complejidad de la vida de la gente corriente.

Como las protagonistas de este libro, Gallant dejó su Norteamérica natal para instalarse en Europa, donde residió desde los años cincuenta. No hace mucho Lumen recuperó su narrativa breve en Los cuentos (2009), e Impedimenta hace lo propio con la primera de las dos únicas novelas que publicó, Agua verde, cielo verde (1959), aunque llamarla «novela» no es del todo exacto. Fiel a su estilo, el libro se compone de cuatro textos que funcionan por separado y están interconectados por los personajes. Las protagonistas, Bonnie y Flor, son una madre divorciada y su joven hija, que desde la ruptura del matrimonio se dedican a vagar por Europa, en compañía de familiares, amigos y nuevos e inesperados compañeros.

Sabía que el tiempo iba pasando y la ciudad se vaciaba, pero aún no había alcanzado los sueños que anhelaba. Un día abrió los postigos de su habitación y la tarde estival bañó su rostro blanco y su pelo enmarañado. Tuvo la sensación de que el verano estaba tocando a su fin: ya había alcanzado su punto álgido y ahora se iría desvaneciendo. La nostalgia inundó la habitación. Nostalgia por el pasado, por el declive del día, por una sombra a través de la persiana, por el miedo al otoño. La estación, más que concluida, parecía desgastada, como un amor sobre el que se ha hablado demasiado, o un deseo pospuesto.

El conflicto reside en la relación entre madre e hija –la biografía de Gallant está asimismo marcada por el entendimiento difícil con su progenitora, que tras quedarse viuda se volvió a casar enseguida, se marchó y la dejó a cargo de un tutor legal–. Por un lado, Bonnie, una mujer de mediana edad que ha sido atractiva, ha tenido amantes, ha disfrutado, en definitiva, y todavía no ha abandonado del todo esa forma juvenil de estar en el mundo («se rendía y se consolaba jugando a ser una chiquilla», p. 37). Por el otro, Flor, hermosa pero desvaída, taciturna, encerrada en sí misma. En apariencia, su existencia bohemia y cosmopolita podría despertar envidia; sin embargo, Flor ha crecido sin anclaje, sin ese sentido de pertenencia a un país, un hogar, una familia («Podría haber sido una persona, pero tú me convertiste en una extranjera», p. 44). Ni Bonnie ni Flor se han desprendido del pasado. La hija se siente una víctima de su madre; la madre cree que la hija toma decisiones equivocadas para vengarse de ella. Se respiran los reproches mutuos: «Aquella cercanía acabó convirtiéndose en una trampa, y ahora ambas pensaban: “De no ser por ti, mi vida habría sido diferente. Ojalá hubieras salido de mi vida en el momento oportuno”» (p. 74).

Mavis Gallant hace un ejercicio magistral del punto de vista y la elisión. Cada relato, cada parte, se centra en un personaje que durante un tiempo se relaciona con las dos mujeres. Lo que descubrimos, por lo tanto, es la perspectiva parcial de quien conoce la relación entre madre e hija desde fuera, un testigo, un compañero que interactúa con ellas, en grados de proximidad desiguales y variables: no percibe igual el primo adolescente enamoriscado de Flor que la chica casada que intenta trabar amistad con ella o el viejo amigo de Bonnie. Estos personajes, a su vez, tienen sus problemas; cada uno ve las cosas según su experiencia, y a menudo el punto de vista dice más de ellos que de las dos mujeres. En el primer relato ya lo advierte en boca de Flor: «tengo la sensación de que nosotros dos nunca hemos estado en el mismo sitio» (p. 34). Dos personas pueden compartir una tarde, pero no la viven igual, sobre todo, no la recuerdan igual. Apenas se entrevé la punta del iceberg, porque en compañía de los demás uno se comporta de otra manera, se guarda mucho para sí.

Todos, no sé por qué, nos vengamos de alguien. Si tú eres tan mala con tu madre como ella dice que eres es porque te estás vengando de ella. Pero ten presente, Florence, que tu madre podría darse la vuelta y decir “Sí, pero mira a mis padres”, y ellos podrían hacer y decir lo mismo. Comprenderás, pues, lo inútil que resulta repartir culpas. Creo que mi marido se está vengando de mí, aunque no sé por qué. Todos nos vengamos de alguien, y todos pagamos por los problemas ajenos. Todos los hijos acaban vengándose de sus padres, una y otra vez.

La autora, además de por su brillantez en la construcción, asombra por su finura. Escribe con un estilo elegante, sutil, poético, preciso. No se recrea en las escenas morbosas, no despieza un encontronazo en pleno apogeo; más bien muestra los restos del naufragio, leves, profundos. Insinúa más que narra; las aguas se mueven bajo la superficie que ven los acompañantes. Las protagonistas pueden resultar alegres y despreocupadas en una charla trivial, pero quién sabe cuánto ocultan, y en ese misterio se sustenta la narración. Cada historia se desarrolla en una etapa diferente, en ciudades que con frecuencia se retratan como lugares de ensueño para el turista: Venecia, París, Cannes. Su evocación aquí, en cambio, va en consonancia con el estado de ánimo deprimente de los personajes, con una descripción impecable de los ambientes, los atardeceres, el final del verano. Este es, en definitiva, un libro hermoso, extraño, fascinante; un libro sobre personajes desamparados que tratan de aparentar normalidad mientras la amenaza de romperse les corroe por dentro («solía desear que fuéramos una familia sencilla, pero ella no podía ser sencilla con la vida que había llevado», p. 182). Literatura delicada y sin estridencias; un hallazgo.