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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«El devorador de calabazas», de Penelope Mortimer

“Creemos que editar es comunicar dos territorios, que hay que conseguir que los puentes sean únicos, reconocibles, con huella. Por ello, cuidamos la ‘imagen’ de nuestros libros, de nuestras editoriales”.

Sin duda es una perogrullada afirmar que a las editoriales del grupo Contexto las une un aire de familia. Obviamente, detrás de la constitución de la plataforma había una serie de presupuestos comunes. De entre todos ellos, nos gustan especialmente dos:
“Creemos que un editor es un lector apasionado y también un lector crítico. Un editor es alguien que ‘recomienda’”.
“Creemos que editar es comunicar dos territorios, que hay que conseguir que los puentes sean únicos, reconocibles, con huella. Por ello, cuidamos la ‘imagen’ de nuestros libros, de nuestras editoriales”.
Y esto resulta aún más interesante en un momento en el que las editoriales grandes y muchas de las medianas (asociadas a grupos de comunicación) han hecho dejación de sus funciones en cuanto que filtro de los títulos que llegan a las librerías (hasta el punto de que la mayor parte de los lectores ignora cuál es la labor tradicional de una editorial, y acoge con entusiasmo la posibilidad que da internet de librarse de un intermediario al que percibe como inútil).
Con Contexto, no solo puede uno fiarse de un sello editorial en concreto, sino que el propio grupo sirve de orientación en el tótum revolútum libresco.

Disculpen el exordio, que me sirve para explicarles la alegría que sentí cuando supe que Impedimenta había publicado El devorador de calabazas (1962), de Penelope Mortimer (a la sazón, mujer de John Mortimer, cuya estupenda Trilogía Titmuss está publicando Libros del Asteroide). Hace años que Impedimenta abrió con éxito el camino de publicar novelas escritas por mujeres en la primera mitad del siglo XX; la serie de Flora Poste, de Stella Gibbons, fue su primer acierto, y está claro que no va a ser el último.
Penelope Mortimer vuelca su vida en la narradora de El devorador de calabazas, la señora Armitage, innegable trasunto de la autora. Madre de (si me permiten) una recua de niños indiferenciados (solo se refiere por su nombre a una de sus hijas), la señora Armitage, de quien tampoco llegamos a saber cómo se llama, se encuentra en un momento de…, digamos, vacío existencial. La primera escena transcurre en la consulta de un psiquiatra, y a partir de ahí va desgranando las claves de su existencia, su matrimonio con Jake (un guionista de éxito inestable y mujeriego), sus dos matrimonios previos y los hijos que le reportaron, su idea de la maternidad, su sensación de fracaso.
Igual que aquel Diario de un ama de casa desquiciada que tanto nos entretuvo, El devorador de calabazas muestra —quizá con un tono más amargo, aunque no exento de humor— los problemas de la “típica mujer de clase media” de la segunda parte del siglo XX. En este caso, además, la correspondencia de la ficción con la vida de la autora genera cierta inquietud, y saber que detrás de Jake Armitage se esconde John Mortimer amplifica la sensación de que estamos ante una angustia real pasada por el tamiz de la ironía, la impresión de que asistimos a un ajuste de cuentas literario.