cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«El hombre que hablaba serpiente» de Andrus Kivirähk (Impedimenta, 2017)

A través de la fantasía, Kivirähk construye una parábola satírica que nos hace reír y, al mismo tiempo, nos alerta de que debemos mirar con cautela a quienes dicen conocer la verdad y el modo correcto en que hemos de vivir nuestras vidas.

Antes de comentar nada de la novela, creo que es necesario reconocerle algo a la editorial, y es que Impedimenta tiene el buen juicio de poner en sus portadas los nombres de quienes traducen sus textos. Habrá quien piense que es detalle banal, o incluso que carece de importancia, cuando la realidad es que, sin traducciones, la mayoría seríamos incapaces de leer lenguas tan exóticas como el estonio, o tan endiabladas como el polaco —las viejas traducciones de Lem, sin ir más lejos, no eran directas, sino retraducciones del francés, si no me equivoco—. Por eso es de agradecer que se reconozca una labor sin la cual nuestro acceso a obras de todo tipo sería mucho más pobre; y nuestras vidas serían, en consecuencia, más tristes. Así que gracias, Impedimenta, y gracias, Consuelo Rubio.

En cuanto a la novela El hombre que hablaba serpiente, Kivirähk relata en ella los tiempos de los estonios de verdad, cuando eran guerreros peludos, tenían dientes venenosos y estaban protegidos por el Sapo del Norte, una especie de dragón que aniquilaba a las huestes germánicas que intentaban conquistar su territorio. Estas gentes habitaban los bosques y dominaban la lengua de las serpientes, una lengua que subyugaba a las bestias, les evitaba los esfuerzos innecesarios de la caza y les permitía comunicarse con los ofidios o los osos. Pero no se trata de magia, sino de una habilidad comunicativa y de dominio que ejercen los seres inteligentes frente a otros.

Rubio señala en su posfacio que los estonios se enorgullecen de su idioma, de raíces preindoeuropeas, y algo de ese valor primitivo se transmite también en el serpéntico. De hecho, la glorificación del pasado es un tema recurrente entre los habitantes del bosque en la novela, que añoran los tiempos fieros y hermosos de aquella especie de Arcadia perdida. Porque el bosque está muerto. Las gentes los abandonan a él y a su sabiduría para habitar en aldeas, donde adoptan el modo de vida extranjero de los hombres de hierro: el bautismo cristiano, el cultivo de la tierra, la alimentación basada en las gachas y el pan de centeno. Quienes como Leemet, el protagonista, permanecen en el bosque —aunque él haya nacido en la aldea, y ese hecho le valga la enemistad de alguno de sus vecinos—, desprecian esa existencia sacrificada del campesinado y la sumisión borreguil con la que tratan a monjes y caballeros, así como el pan que los aldeanos comen con gula y que ellos encuentran insípido e intragable.

Ahora bien, no debemos entender la novela como un alegato nacionalista, como una reivindicación de las raíces paganas de la auténtica Estonia precristiana. Sabemos desde la primera frase que Leemet es el último —en casi todo— y que la vida en el bosque es irrecuperable. Mientras él crece y se convierte en un hombre, el mundo que le vio nacer desaparece. Se trata, por tanto, de una historia de crecimiento y, al mismo tiempo, de una historia de muerte. Es evidente que Kivirähk juega con la idea del enfrentamiento entre la cultura autóctona y la cultura imperial, pero, por encima de todo, se trata de una sátira sobre la fe ciega. Por un lado, los aldeanos recién conversos aceptan al Dios cristiano como respuesta y solución a todos sus problemas, al considerarlo más civilizado que sus creencias anteriores por el simple hecho de que es en lo que creen los extranjeros. Por el otro, los vecinos de Leemet y su familia reaccionan mirando hacia atrás, intentando vivir según lo hacían sus antepasados y despreciando a quienes no piensan como ellos. Pero todos ellos son timoratos, el peligro auténtico viene de la mano del druida Ülgas y del notable Johannes. Ambos representan la manipulación de la masa a través de las creencias, y son capaces de llevar a cabo, cada uno en su propio entorno, verdaderas cazas de brujas carentes de una justificación real más allá de la imposición de sus prejuicios.

Es más, la creencia en hadas, hombres lobo y demás espíritus y fauna mítica perdura entre los aldeanos, que se ufanan en su vida moderna mientras siguen creyendo, en el fondo, en los mismos poderes primigenios. Las supersticiones perviven incluso tras el cambio de fe general. Por el contrario, Leemet, su tío Vootele y su amiga Ints, la serpiente, demuestran poseer una concepción racionalista del mundo, y no se dejan embaucar por los delirios de Ülgas. Pero, en un espacio regido por la espiritualidad, su sensatez parece insensata a los demás.

La novela retoma elementos del folklore y la tradición estonios y crea a partir de ellos una historia tragicómica que, en lugar de dejarse llevar por el neopaganismo o el nacionalismo identitario de raíz romántica al que se acoge parte de la sociedad estonia como respuesta a la uniformidad que impuso la URRS en todo su territorio, ridiculiza por igual los dos polos ideológicos que se enfrentan en ella. Leemet, el héroe materialista y práctico amigo de las serpientes y que tiene por cuñado un oso, se encuentra atrapado entre dichos polos y sufre las consecuencias de la estupidez que comparten. A través de la fantasía, Kivirähk construye una parábola satírica que nos hace reír y, al mismo tiempo, nos alerta de que debemos mirar con cautela a quienes dicen conocer la verdad y el modo correcto en que hemos de vivir nuestras vidas, ya que puede que su único propósito sea mantener su parcelita de poder.

ANTONIO MARTÍNEZ TORTOSA