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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«El levante», de Mircea Cartarescu

La lectura provoca una nítida impresión de maestría y honestidad.

Querido A…, ¿recuerdas aquel delicado ángel de acero que en los setenta —tú también eras un torturado ángel oscuro— evolucionaba sobre el tapete blanco y negro del televisor como una nueva Minerva, perfecta combinación de gracia y poder, de dureza y flexibilidad, y encima guapa? Se llamaba Nadia Comaneci y fue la primera noticia que tuvimos tú y yo de la existencia de ese país de nombre tan exótico y tan vulgar, tan novelesco y gracioso: Rumanía… La segunda, más o menos, fueron los ojos cristalizados del dictador Ceaucescu, ya cadáver, tras ser arrollado por el efecto dominó que puso en marcha La Caída del Muro, en el 89. Seguro que también recuerdas esa mirada, casi plácida. Pues bien, desde ese otro lado que separó el viejo telón llega la obra bizarra y maestra que te envío esta vez: El Levante, de Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956), obra que precisamente fue gestada en aquellos últimos años ochenta y que, con su mucho barniz de ironía y de parodia, albergaba un dolorido clamor contra la opresión del tirano. Y llega ahora, un cuarto de siglo más tarde, desde aquel levante turco y griego y romano —o rumano— a nuestro poniente ibérico y católico y castellano. Veinticinco años: más de lo que le llevó al propio Ulises culminar su periplo. Pero lo hace engalanado como un príncipe antiguo, en una de estas ediciones que prepara Impedimenta con las que apetece casi frotarse, casi intimar como con una amante.

Ahora te doy más detalles, a lo mejor demasiados, pero antes deja que te pregunte: ¿por qué nos gusta tanto Cartarescu, querido amigo, por qué nos gusta a rabiar? ¿Será por lo que su lectura tiene de experiencia TOTAL? ¿Por esa fuerza hipnótica con que atrae arrasando toda resistencia, ignorando todo cansancio? ¿Por su olímpica autoridad para imponerse y desplazar, no, para imponerse y abolir todo lo demás? Responde, y no sólo a eso: ¿por qué su lectura nos deja también como tristes, y nos irrita asimismo otro poco? ¿Será, di, porque la maestría de los vivos siempre tiene algo de agravio, algo casi de insulto, de vejación? ¿Es que nos falta humildad para tolerar ‘el talento de los demás’? ¿Acaso es porque Cartarescu ha conseguido, él sí, atreverse a encarnar al escritor valiente y libre, además de disciplinado y talentoso, que uno quería…?

A este profesor de literatura rumana lo conocíamos por la novela Lulu (1994) y por el relato largo El Ruletista, incluido en el volumen de cuentos Nostalgia (1993). Dos títulos que comparten la misma arrolladora capacidad de seducción, que hacen presa en el lector y lo atraviesan y lo succionan como la araña horrible a la mosca desprevenida. Lulu era la historia de un hombre desesperado por acceder a su origen y entenderse a sí mismo; El Ruletista, la de otro que ansiaba justo lo contrario: desconocerse y perderse, definitivamente. En El Ruletista la narración volaba hacia su desenlace como la flecha hacia la diana; en Lulu, muy al contrario, para avanzar era preciso desviarse y rodear, extraviarse por circunvoluciones y espirales, ora ascendiendo esforzadamente ora cayendo sin remedio por cavernas que irradiaban una luz roja como un centro de dolor… Sí, eso, como la caries, que desde su gruta minúscula y recóndita propaga una luz de hoguera iluminando dolorosamente toda nuestra bóveda craneal, llenándola de pálpitos y oleadas, crispando hasta el último filamento de nuestras raíces nerviosas… Disculpa. Y sin otro remedio, te decía, que el de vernos arrastrar por los mareantes escenarios que dispone el tramoyista desatado que es este autor rumano, evolucionando como la gota por el serpentín, como cualquier fluido por el desagüe que lo absorbe y que es un agujero diminuto por el que se accede a un vasto orbe que a su vez esconde una trampilla minúscula por la que se penetra en…

Bueno, pues esto mismo, pero en el marco de una narración menos grave, más gozosa, es lo que sucede en El Levante (1990), poema narrado y novela en verso que es recuperación y puesta al día tanto de la vieja epopeya clásica como de la posterior novela bizantina, esa loca que se adornaba con una ruidosa bisutería de escenarios exóticos, y arcádicos parajes naturales, y consabidas pero infalibles fórmulas argumentales, y personajes que salían uno tras otro de los mismos moldes: el héroe rebelde y gallardo, la bella y fiel amada, el amigo leal, el tirano cruel, el traidor imprevisto y miserable… Burla burlando, y riéndose lo suyo, consigue Cartarescu trasplantar los antiguos géneros, las viejas fórmulas, al poco profundo y menos fértil sustrato de la posmodernidad. Ah, posmodernidad, dudosa fragancia que has invadido la sala, ahora me ocupo de ti.

«Posmodernidad» es un vocablo penoso y decaído, desfalleciente, con el que intentamos referirnos a esta disipación en que ha acabado por convertirse la atrevida y vigorosa modernidad, a esto que es vago y blando y superficial, además de repetitivo, por mucho que lo frotemos y le saquemos brillo. En literatura, el fenómeno es igualmente vago y blando, repetitivo y lo demás, y se traduce en humo y en formatos narrativos que calificamos de «autoficción» o «autorreferencialidad» como si fueran cosas de una originalidad tremenda, en planteamientos narrativos metaliterarios que no pasan de ser burdos retruécanos o juegos de espejos sin ninguna gracia, y en una inclinación entre pedestre y enfermiza por conciliar referencias de lo más dispar, añadiendo más y más y más ingredientes al caldo de la intertextualidad, a ver si le sacamos algo de sabor. Con este panorama, y devuelta al momento de su aparición, El Levante podría ser vista como punta de lanza de un movimiento fresco y juvenil, pujante, airoso, que parecía jugar con juguetes nuevos pero hundía sus raíces no ya en precursores del mismo siglo, ni siquiera del mismo milenio, sino en la propia obra homérica de la que este Levante es rebrote vivaracho y pugnaz. O dime tú: ¿no es acaso la Odisea un paradigma acabado de escritura intertextual, metaliteraria y autorreferencial? Yo me lo juego todo a que sí. Quiero decir que Cartarescu es hijo de su tiempo y tataranieto de una larga y fecunda tradición literaria, así como un fabulador consciente de los naufragios que amenazan al autor en el mar de la posmodernidad, que cabe en un plato de sopa. Nuestra época, qué le vamos a hacer, no es escenario suficiente para gigantes, no tiene la solidez que precisan los colosos para afirmarse. Esa fragilidad y esa escasez las percibe íntimamente el autor posmoderno como una grieta fatal que recorre todo su espinazo, obligándole a buscar apoyos en todas partes y llamarlo «estilo».

¿Dónde quedan, pues, el valor y la grandeza de El Levante? Pues donde quedan siempre que se nos dan: en su capacidad para recoger y condensar la historia de la que es apéndice, esa tradición de la que todo autor es afortunado heredero, y para entregarla con el impulso de una voz distinta y un acabado superior a los que vengan después. Esa voz, en Cartarescu, es barroca y sensual y a nada que te descuides voluptuosa y abigarrada, enervante, irresistible; es lúdica también, gozadora, y muy amiga de experimentar, de accionar todas las palancas del relato, a ver qué pasa. Y esa técnica, digámoslo ya, suma al pormenorizado conocimiento del oficio un virtuosismo descarado y apabullante en el manejo de los recursos narrativos y, ya puesto, de todas y cada una de las figuras retóricas que toleran las ballestas del lenguaje: caprichosas elipsis y metáforas cegadoras, flamantes alegorías y sinestesias alucinantes, e hipérboles, paronomasias, mesodiplosis…

Bueno, bueno. A estas alturas, tú dirás: muy bien, querido, pero ¿de qué va El Levante? Ah, eso… Pues va de un poeta y revolucionario llamado Manoil que, en la Valaquia sometida al yugo otomano (sur de los Cárpatos, primera mitad del siglo XIX), se embarca en una cruzada por derrocar al tirano que doblega y consume a su pueblo rumano, humillado y escarnecido por el déspota infiel. Lo hace en barco, a pie y en zepelín, y en compañía de un grupo creciente de correligionarios: su bella y ultrajada hermana Zenaida con los 30 soldados que la siguen, el pirata Yogurta y su asalvajada tripulación, el inventor Leónidas Antropófago y Zoe, la mujer varonil, además del sabio Nastratin, un soldado francés que de pronto sale de debajo de la mesa, el monito Hércules… Juntos cruzan mares, surcan valles y cielos, circunvalan planetas y atraviesan de lado a lado universos enteros en una expedición tan romántica como descabellada, tan admirable como inútil, que poco a poco va perdiendo impulso para ceder a la necesidad de una liberación previa y personal: «Manoil [susurra una voz aguafiestas en el oído del cabecilla], si quieres ser el centinela de la esperanza para este mundo, libérate primero a ti mismo». De eso va El Levante, o mejor todavía, de un autor rumano llamado Mircea Cartarescu que, pocos meses antes de la caída del comunismo, en una fría cocina de un pobre apartamento de Bucarest, escribe en verso y siguiendo el patrón homérico, una epopeya posmoderna titulada El Levante<, gesta tragicómica, tristísima y desternillante, en la que el autor se hace notar una y otra vez, indiscreto e impertinente, hasta el punto de que, hacia la mitad de la trama, y sintiendo que pese a sus constantes incursiones aún no se le otorga el deseado protagonismo, se pasa ‘al otro lado’, esto es, entra a formar parte de la historia y de la revolución de Manoil y sus acólitos, para acabar como ellos vencido, la revuelta desbaratada y alzado al poder un nuevo tirano, los rebeldes encallando como pecios en otro tiempo y lugar, concretamente en el apartamento del profesor bucarestino, el fatigado Autor que con tanto trabajo va logrando culminar su narración. El Autor, ay, el Autor, que hacia el final exclama: «Uf, he conseguido rematar también este canto».

Ávido de notoriedad, algo quejica y siempre insatisfecho, el Autor, es decir, el Mircea Cartarescu que a los 31 años tecleaba los versos de su epopeya antes de irse a aburrir a sus alumnos con genitivos y participios, se nos muestra constantemente, en filigrana posmoderna o capricho narcisista, insistiendo, ya te digo, en que lo suyo le está costando completar, canto a canto, la bella y triste, cómica y penosa historia de sus sublevados. Y en frecuentes alusiones al Lector (que es viejo e hipócrita), y aún más frecuentes a la Lectora (candorosa y joven, ¡ja!), se retrata a sí mismo en la patética pose que más le favorece: la del esforzado titán que carga sobre su espalda la esfera inmensa de su creación; o su trasunto, mira: un escritor encogido de frío sobre su máquina de escribir, cuyo constante teclear es un canto delicado e indestructible que se eleva sobre toda miseria, que se impone a cualquier tiranía.

Tampoco faltan —no podrían faltar— las invocaciones a la Musa («que una vez pretendiste ser mi esposa»), ni alusiones a pioneros y maestros como Borges («cuya madre fue un espejo y cuyo padre un laberinto»), ni siquiera advertencias al Crítico («tú que siempre tienes en las manos el machete y la vara») o al Filólogo («No te eleves por encima del molde»…). Y en suma, lo que tenemos es un autor decidido a subrayar su autoridad absoluta, su tiranía incluso («Te puedo matar ahora mismo», le hace saber a uno de sus personajes), así como su condición de protagonista principal del relato, muy por encima de rebeldes, tiranos y piratas de bocas podridas, de odaliscas y hetairas y gitanas de robustas caderas, y todo el resto de sus «queridas criaturas de papel», una de las cuales se alza y pregunta tímidamente: «¿Por qué nos atormentas?»

La lectura (iré terminando) provoca una nítida impresión de maestría y honestidad, y al mismo tiempo la sensación de que, en cualquier momento, un mal gesto de este sastre tan empeñado en mostrarnos las costuras del relato, y su habilidad en el zurcido, podría echarlo todo a perder, arruinando la frágil maravilla que es este barco dentro de esta botella dentro de este mar dentro del susodicho plato de sopa. Es como cuando te enamoras de una mujer sin pudor: no quieres saber nada de sus defectos, pero ella los insinúa en todo lo que hace, y qué peligro.

Con estos mimbres y esta disposición construye Cartarescu su odisea, en la que islas y mares, cielos y ciudades y entrañas de la tierra, acaban transformándose en un enloquecido y onírico sinfín de imágenes y escenarios grotescos y facinantes, horriblemente bellos. Una deriva en la que no es fácil conservar memoria del itinerario seguido ni del objetivo a alcanzar. Y todo ello nos lo desliza el rumano en esa prosa suya tan descaradamente sensual, tan lúbrica diría, y poco podemos hacer más que abandonarnos y dejarle que siga. Cedamos, hala, y que sea lo que Dios quiera. Nunca mejor dicho, por cierto, pues en la ‘summa’ que es El Levante, incluye Cartarescu todo un compendio de mitologías religiosas y paganas, cultas y populares, así como una bien surtida imaginería que va de lo microscópico a lo sideral, del átomo al orbe entero, aunque especial predilección se advierte hacia el mundo vegetal con sus carnales flores y sus insectos insaciables (ya me entiendes), y hacia esa cúpula celestial que es eco amplificado de la osamenta que recubre nuestro inflamado cerebro, también insondable y estrellado.

Nos queda por último señalar, o subrayar, más acá de técnicas y estructuras, de estilos decorativos y materiales de construcción, los temas que informan el relato: el gran tema o telón de fondo que es el curso trágico y desesperado del individuo hacia su muerte, esa estrategia de acoso y derribo de La Pálida Dama que apenas nos deja tiempo para aprehender el sentido de nuestra vida, o para entreverlo al menos, así como el arrumbamiento final de toda belleza y toda vanidad, de todo arte, de todo poder. Primoroso telón, verdad que sí, sobre el que esta epopeya levantina hace oír el fragor de los hombres que se baten por la Justicia y la Libertad frente a la crueldad de los tiranos y la corrupción del poder. Esa lucha recorre e ilumina como una médula palpitante todo el relato, bien es cierto que aquí se tiñe de romanticismo y de candor, de humor y parodia, pero nos cuesta mucho creer que el joven Cartarescu no quisiera hacer, mientras padecía el implacable delirio comunista, nada más que una novela de aventuras. Prendido de ese eje viene el siempre inagotado debate sobre la responsabilidad del arte ante el sufrimiento de hombres y mujeres: ¿qué es, qué debe y qué puede ser la poesía en un mundo enardecido por la explotación y la brutalidad? ¿Un arma, un escenario, una vía de escape? ¿Un actor que pronuncia un guión ajeno, un espectador que se conmueve en silencio y luego vuelve a su casa?

Me he extendido mucho y aún me parece que me queda todo por decir, o que lo he dicho todo demasiado rápido, por si te aburría… El Levante, desde luego, es mucho más de lo que podría caber en esta carta. De lo contrario, claro, no te lo enviaría. Relato trágico y lúdico, arcaizante y rabiosamente experimental, logra el milagro, la cuadratura del círculo que es crear algo nuevo con los materiales de siempre, que son los únicos que hay, y en alas del extraño artefacto elevarse y volar, volar, ¡volar! Volar siempre y sin desfallecer a la tierra inconquistada e irrenunciable, hermano mío, donde pone Libertad.

Tuyo siempre,

Alberto

P.D.: Te he escrito a la luz roja y palpitante de un dolor de muelas que me ha atormentado durante cuatro días, parando apenas para romper tabiques a cabezazos y llenarme a paladas de Ibuprofeno. Cabezazos, paladas y raptos de escritura febril, hasta que por fin me ha hecho suyo una diosa benévola y de nombre precioso: Amoxicilina. ¿La has notado, esa luz?

Por Alberto R. Torices