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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«El libro y la hermandad», de Iris Murdoch

Su madurez como autora la había alcanzado mucho antes, pero El libro y la hermandad, aparte de su novela más extensa, es probablemente uno de sus mejores trabajos.

Un grupo de ex-alumnos de Oxford creó en su día un fondo económico, el Crimondgesellschaft, con el fin de subvencionar a un compañero de universidad para que pudiera sobrevivir mientras escribía un libro de filosofía; años después, todos esos colegas, algunos con sus correspondientes parejas, y otros individuos que se han añadido al grupo, asisten a una fiesta en la propia universidad que representa el inicio de El libro y la hermandad (The Book and the Brotherhood, 1987), una novela del último tramo de Iris Murdoch -publicó su último libro en 1995, al tiempo que comenzaba a sufrir los devastadores efectos del Alzheimer- de su producción; su madurez como autora la había alcanzado mucho antes, pero El libro y la hermandad, aparte de su novela más extensa, es probablemente uno de sus mejores trabajos.

Este arranque, que parte en el primer párrafo de la primera página y ocupa las cien primeras, ofrece ya un indicio de lo que se va a encontrar el lector: una novela soberbia, muy inglesa que, en algunos aspectos, resiste la comparación con algunas de las grandes obras de la literatura británica. Murdoch efectúa la presentación del grupo de ex-alumnos mediante un movimiento que sería el equivalente a la obertura de una obra musical que contiene todos los temas y motivos que se desarrollarán a lo largo del volumen; para ello, sitúa el arranque de la acción en una fiesta a la que asisten casi todos los que alcanzarán el papel de co-protagonistas, pero en lugar de una presentación sucesiva con las caracterizaciones de cada uno, utiliza un carrusel continuo, asincopado e ininterrumpido de personajes, con descripciones parciales correspondientes al contexto reducido de la escena en cuestión, racionando la información que ofrece el narrador a lo estrictamente esencial y dejando que sean los propios personajes, en sus diálogos, los que se caractericen a sí mismos; después, a lo largo del desarrollo de la acción, el lector asiste expectante a un verdadero manual de congruencia en el carácter de los personajes -hasta el punto de que incluso las desviaciones de la conducta esperada son pertinentes- a través del tiempo, y a la homogeneidad de sus reacciones. Murdoch es una escritora exigente que, una vez más, desafía al lector para que éste ponga en guardia su atención: la rápida sucesión de conversaciones, las pinceladas ligeras, las descripciones sumarias pero suficientes, requieren una rendida atención, pero el lector no puede dejar de sospechar que, en algunos pasajes, esta dedicación no es suficiente; como sucede con Henry James, el maestro del camuflaje, pero también con su compatriota John Banville, Murdoch estimula la inteligencia del lector porque una parte nada despreciable de la información que facilita requiere elaboración, y para este proceso la atención no es suficiente.

“Jenkin, que tenía la facultad de leer el pensamiento de Gerard, era consciente de la desaprobación de este ante lo que podía haber interpretado como excitación, incluso regocijo, por la dosis de drama que prometía la velada […]. Gerard, que tenía la facultad de leer el pensamiento de Jenkin, se percató de la leve preocupación de su amigo y se apresuró a hacerla desaparecer.”

Al contrario que la literatura de consumo masivo e inmediato, la fast novel, en la que no sólo cada escena sino también cada línea y cada palabra tienen la función de hacer avanzar la trama o enredar un poco más la intriga, Murdoch pertenece a la raza de escritores, tan británica, que pueden permitirse dilatar la acción, entretenerse en los detalles, facilitar información no fundamental destinada no sólo a generar ambiente sino a crear atmósfera, es decir, a dotar a la historia de un entorno que con su caracterización ofrece al lector un marco de referencia en el que encuadrar las reacciones factuales de los personajes pero también sugerir un determinado contenido a aquellas que no se han hecho explícitas. Murdoch, poseedora de un oficio extraordinario -dicen que escribía sin corregir, a chorro- consigue crear unas plantillas modelo parecidas a las propias de la literatura de género pero sin caer en el tópico, el lugar común o la rigidez del método. Son novelas que además de retratar una época también singularizan una forma de escribir, desafortunadamente, en franca regresión, y no por agotamiento del modelo sino tanto por la parca preparación de quien se dedica a escribir como por la progresiva incapacidad de los lectores.

No sería descabellado afirmar que El libro y la hermandad es una novela sin trama principal y sin la imprescindible intriga; Murdoch se limita a crear unos personajes, a dotarles de un carácter determinado y, simplemente, los deja que vivan su vida, limitándose a seguirlos y a contar todo aquello que les va sucediendo. Esa ausencia de una trama al modo usual de la literatura de ficción hace sospechar que Murdoch experimenta con sus personajes: primero, los señala someramente, y después los expone ante un conflicto para observar y registrar cómo se comportan, cuáles son sus reacciones; estas exposiciones siguen formando su carácter -son personajes in progress-, que se verá puesto a prueba nuevamente teniendo en cuenta la reciente adquisición, y así sucesivamente.

Tamar, un atormentado personaje que a pesar de no formar parte de la Hermandad desarrolla uno de los principales papeles secundarios, intenta coger una tetera de entre un caos de cachivaches perteneciente a un amigo a quien su esposa acaba de abandonar y, a pesar de hacerlo cuidadosamente, se le desliza de las manos y se rompe; esta es la narración del momento:

“La violencia del impacto, el hecho de que además la tetera se hubiera roto, fue un golpe para él. Ante la espantosa imagen del querido objeto hecho añicos igual que si estuviera contemplando el cadáver de su mascota muerta, víctima de un asesinato. Pero luego, sólo un instante después, los restos de la tetera se convirtieron en el símbolo de algo horrible, de su propio sufrimiento, negro y repugnante, que ahora se materializaba como si su torturado cuerpo lo hubiera vomitado. Le pareció que los trozos de la tetera encarnaban todos sus demonios. Incluso se oyó gritar: “¡Demonios!”. Y, como si estuviera teniendo una experiencia mística, de repente fue consciente de la infinita miseria del conjunto de la creación, de su crueldad y su dolor, del sinsentido de la vida, del sinsentido de su vida, de su vergüenza, de su fracaso, de su condena y de la muerte que esperaba al final de aquella larga tortura.”

Murdoch, mediante las relaciones entre los miembros de la Hermandad y entre éstos y el escritor en el momento -que el libro solamente recoge como un hecho del pasado- en que se constituye el proyecto, en los años de silencio, en las últimas fases de la redacción del libro y cuando éste ya ha sido completado -momento en que la Hermandad debe disolverse porque su objetivo ya se ha alcanzado-, disecciona a nivel microscópico el fenómeno de la amistad. ¿Cuándo termina la relación entre los amigos? ¿Cuál es la señal que anuncia la desaparición de la Hermandad? Aparentemente, el fallecimiento en extrañas circunstancias de uno de sus miembros o la finalización del Libro por parte del escritor becado; pero, realmente, la tesis de Murdoch, la idea que recorre la totalidad del texto, es que la desaparición de la Hermandad ocurre justo en el inicio, en el baile de ex-alumnos, aunque la habilidad de la autora lo disfrace de reencuentro. Paradójicamente, según esa tesis, la Hermandad existía solamente como ente que no se manifiesta, y justo cuando se le demanda su presencias, justo en ese momento, es cuando se extingue.

Hace años -ya debe haberse convertido en antiguo- estaba en pleno uso el concepto de novela de personajes para distinguirlo de, por ejemplo, las novelas de aventuras; pese a la tentación de utilizar esa calificación para el caso de El libro y la hermandad, renuncio. Pero sí afirmo sin asomo de exageración que la profundidad psicológica en el tratamiento de los personajes hace remontar las referencias, con una breve parada en Evelyn Waugh, hasta el ya nombrado, aunque por otras razones, Henry James -pienso que el fantasma del anglonorteamericano se pasea, sonriente, por las entretelas de la novela-; y la dispersión de las tramas mira también hacia atrás hasta distinguir la estatura destacada de George Eliot.

Joan Flores Constans