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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Flores de vernao», en Kuro… y una vida…

Tamiki Hara nació en Hiroshima en noviembre de 1905. Hijo de una familia numerosa, de posición acomodada, se interesó desde muy joven por las letras. Se licenció en Literatura Inglesa en la prestigiosa Universidad de Keio, donde empezó a escribir poesía, muy influenciado por autores como Sasei Murou y Paul Verlaine.

De personalidad sensible y tímida, aunque dado al dandismo y a frecuentar casas de prostitutas, se comprometió políticamente con los movimientos de izquierda. Abandonaría toda militancia política a principios de los años treinta, tras dar en varias ocasiones con sus huesos en la cárcel. Se casó en 1933, un año después de una tentativa fallida de suicidio.

Consagrado a escribir poesía y nouvelles, se trasladó a Funabashi para dar clases de inglés. Su mujer murió de tuberculosis en 1944, tras un largo período de enfermedad. Un año más tarde decidió volver a Hiroshima, justo para vivir en primera persona la explosión de la bomba atómica en casa de sus padres, y sobrevivir a ella. “Flores de verano” (Natsu no Hana), su obra más conocida, galardonada con el Premio Takitaro Minakami, fue escrita en el mes de agosto de 1946, pero no fue publicada hasta junio de 1947. Tamiki Hara cerraría su famoso ciclo dedicado a la bomba de Hiroshima con “De las ruinas” (Haykyou Kara, 1947) y “Preludio a la aniquilación” (Kaimetsu no joukyou, 1949).

Tamiki Hara escribió gran cantidad de poemas sobre el mismo tema, por los que se hizo tremendamente célebre en Japón. Su obra final, El país que mi corazón desea (Shingan no Kuni, 1951), puede considerarse su testamento literario, así como su nota de suicidio. Era el 13 de marzo de 1951, diez meses después del inicio de la guerra de Corea. Sus amigos sufragaron la construcción de un monumento junto al lugar donde se alzaba originariamente la ciudadela de Hiroshima, pero pronto el memorial tuvo que ser trasladado de sitio, puesto que la gente se dedicaba a jugar al tiro al blanco con él, lo que hizo que resultara dañado en varias ocasiones.

Actualmente se encuentra junto al genbaku Dom, la cúpula conmemorativa del lanzamiento de la primera bomba atómica.

Flores de verano

Takimi hara se hallaba en Hiroshima el día 6 de Agosto de 1945 a las ocho y quince minutos, momento en el que estalló la bomba que impondría una nueva manera de contemplar el mundo. En ese instante el autor se hallaba en una casa construida por su padre, lo suficientemente lejos del lugar de la explosión, gracias a lo cual pudo sobrevivir. Valiéndose de tres momentos narrativos diferentes, Hara narra el antes, el durante y el después de la tragedia.

Takimi Hara vivió el tiempo suficiente para escribir una de las obras más conmovedoras y profundas sobre el bombardedo atómico jamás creadas. Al cabo de los años nació en Japón un súbgenero literario llamado genbaku bungaku, la “literatura de la bomba”, escrita por hibakushas, supervivientes de la bomba atómica y por otros autores que, si bien no vivieron personalmente aquella experiencia, si tuvieron un conocimiento directo de cuando sucedió.

Los relatos titulados Flores de verano y De las ruinas se publicaron en la revista Mita Bungaku, asociada a la universidad de Keio, en Junio y Noviembre de 1947 respectivamente, mientras que Preludio a la aniquilación se publicó en Kindai Bungaku en enero de 1949. El libro apareció publicado en su conjunto por priemra vez en febrero de 1949 en la editorail Noraku, pero no fue hasta 1970 cuando lo publicó Shobunsha en el mismo orden que pueden comprar en la actualidad.

Tamiki Hara manifestó que su orden preferido para la publicación de Flores de verano es el mencionado aquí arriba. Sin embargo, en esta ocasión el libro se abre con Preludio a la aniuilación, sguido de los otros dos textos, más que nada para facilitar la comrpesión de ciertos detalles y aspectos al lector español.

Es curioso este detalle, cuando una vez terminado de leer, estudias su orden que el autor quería darle y su posible fucnionamiento de la narración. Como siempre, los escritores japoneses, escriben con otra titnta.

Flores de verano son 120 hojas de literatura abrasiva, yagante, resplandecedora, de superviviencia, de incredulidad a los ataques aéreos día tras día, noche tras noche. Esta novela atómica, crea en tu mente un estado de alerta, como el que se creó en la vidad de los ciudadanos de Hiroshima. Shozo, Tamiki Hara en la novela, cuenta, describe, fotografía detalladamente para su mente, ojos, libro y nosotros los lectores. Unos momentos imposibles de olvidar, de apaciguar, de esconder o, al menos, dejar de alguna manera posible de lado y con sus posibles consecuencias.

Detallista hasta el punto de sufrir tu mismo aquel resplandor del 6 de Agosto de 1945. Momento, en el que tu mismo quieres dejar de leer y salir corriendo a refugiarte de lo que un principio sería “una bomba más”. Convirtiéndote en un japonés más y con la suerte, de haber sobrevivido al acto terrorista humano, más inhumano de la historia.

Te verás rio arriba y rio abajo, intentando escapar de las llamas y de ayudar a la vez, a montones de personas irreconocibles, llorando, gritando: “agua por favor, agua por favor”. Quedándote petrificado como muchas de las victimas que en el momento del estallido, pillaron en la calle. Calcinados unos y tiesos otros por el impacto. Caras hinchadas, la piel arrancada, heridas grandes como los propios cuerpos, cenizas y un aire en el ambiente, irrespirable, inconcebible y fulminante.

Flores de verano es diferente. Flores de verano es resplandeciente.

Fragmentos de Flores de verano

Cuando salí y me acerqué a comprar flores fue con la intención de visitar la tumba de mi mujer. En el boslsillo llevaba un puñado de varas de incienso que había cogido en el butsudán. El 15 de Agosto sería el hatsu-bon , el primer Día de Difuntos desde su muerte, pero yo no tenía claro que mi ciudad natal pudiera serguir indemne hasta entonces. Era uno de eso días en que desde amanece hay cortes de luz. Ningún otro transeúnte llevaba flores por la calle a esas horas de la mañana. No conocía el nombre exacto de las mías, pero sus diminutos pétalos amarillos exhalaban un agradable olor a campo, muy propio de las flores de verano.

Rocié con agua la lápida, expuesta a un sol abrasador; dividí las flores en dos ramilletes y las coloqué en lso recipientes que flanqueaban la tumba. Cuando terminé, la lápida tenía un aspecto aseado, casi como si la hubiera purificado… Durante aquel día y el siguiente, de mi bolsillo siguió emanando aquel olor a incienso. Fue al tercer día cuando cayó la bomba.

* * *

Cuando el macabrofuego se hubo extinguido, no quedaron a la vista más que los esqueletos de lso edificios circundantes. Fue entonces cuando me di cuenta de que, corriente abajo, en el cielo, más o menos sobre el centro del río, se movía una capa de aire absolutamente translúcida que se acercaba, trémula, hacia nosotros. <>, pensé. En ese mismo instante un viento huracanado comenzó a azotar nuestras cabezas. Los árboles se agitaban, estremecidos. Por encima de mí volaban ramas enteras arrancadas de cuajo, que se alejaban por los aiers. En su danza enloquecida, en medio de aquella vorágine, caían en picado como flechas. No recuerdo con claridad cuál era el color exacto del cielo. Pero puede que estuvieramos atrapados en el terrible y lúgubre halo de luz vredosa y mortecina que representa el infierno en lso cuadros budistas medievales.

* * *

El carro se dirigió hacia Kokutaiji. Al cruzar el puente de Sumiyoshi hacia Koi, se nos ofreció una visión panorámica de las ruinas. Bajo el sol cegador, en la plateada desolación que iluminaban sus rayos, había caminos, ríos, puentes y también había cadáveres abotargados y enrojecidos dispersos hasta donde alcanzaba la vista. Era, sin duda, un nuevo infierno, planificado con precisión y destreza. Allí todo lo humano había sido exterminado, como si las expresiones de los rostros de lso cadáveres hubieran sido sustituidas por un único molde fabricado en serie. Sus extremidades eran presa de una especie de ritmo diabólico: el rigor mortis parecía haberlos atrapado en el último estertor de su agonía. Los cables eléctricos, caídos y enmarañados, y los incontables cascotes diseminados por doquier propiciaban una atmósfera de angustia y crispación, de caos en medio de la nada.

* * *

Por David López