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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Fruitlands. Una experiencia trascendental», de Louisa May Alcott

«El relato de una ilusión y un fracaso»

Quizá les suene a ustedes el nombre de Louisa May Alcott. Entiendo que el único libro que se leía de ella, Mujercitas, ya no estaba en el canon de «obras juveniles para muchachos lectores» cuando ustedes eran jóvenes —el aserto no vale para los que fueron niños hasta los 80—, pero la versión en blanco y negro cinematográfica es revisada cada cierto tiempo en alguna televisión, y la traducción al cine de nuestros días tampoco está tan lejana. En todo caso, Alcott fue mucho más que Mujercitas: una narradora con pulso literario, defensora de los derechos de las mujeres en una época en que era nadar a contracorriente y autora de algunos cuentos más que decentes.

Y enfrentada a una existencia dura. Su padre fue un filósofo de sesgo trascendentalista, de muy buenas intenciones, pero incapaz de asentarse en un proyecto y de encarar la vida del día a día. Durante su niñez, tuvo más de treinta mudanzas. Y una de ellas fue a Fruitlands, una experiencia arriesgada que duró menos de un año. Fruitlands era el edén, unos acres de tierra en Nueva Inglaterra, que fueron prestados a una comunidad que quería establecer las bases de un nuevo método de convivencia: vida natural, sin ningún tipo de explotación animal —ni siquiera para la grasa de las lámparas o la labranza— y reflexiones filosóficas en las que participaban Louisa y sus tres hermanas. La escritora aún no tenía diez años. Una de tantas utopías, comunas o falasterios de los que se ha nutrido la humanidad de tanto en tanto; en este caso derivada de la filosofía de Emerson —amigo de Alcott— que propugnaba volver a lo esencial.

La esperanza estribaba en que Dios proveería y, con él, iban a tener cosechas. De momento, lo que sí tienen es una casa de labranza, un establo, una pradera y un bosquecillo. Pero hay un problema: el campo no se cultiva con filosofía y, sin ayuda de ganado, platean usar palas para labrar la tierra sin haber sostenido nunca nada más pesado que una pluma. Un episodio resulta sumamente revelador: se avecina una tormenta el día que han de recoger el grano; si no lo hacen, arrasará la cosecha. Los hombres se agazapan, mientras la madre y las cuatro chiquillas corren para salvar todo lo posible de su futuro alimento. Finalmente, el dueño de los acres decide abandonar el proyecto, y aunque les deja usar la tierra, sus limitaciones son tales que no pueden hacer más que abandonar.

Todo esto se enfoca desde varios textos: unas cartas del señor Alcott en que da cuenta de su deseo y describe la finca, una breve narración escrita años después por su hija y también los diarios que escribió ésta en el periodo y que se han descubierto recientemente. Louisa es ahí una niña feliz que cose, coge bayas, lee, monta a caballo…; y en todo parece encontrar satisfacción. Y a la que hacen reflexionar con meditaciones que no son para su edad.

Su padre, tras el fracaso de la experiencia, entra en una postración depresiva, lo cual hace más cuesta arriba la búsqueda de soluciones, que llegan cuando al fin puede levantarse de la cama y logran cargar el carruaje para buscar nuevos horizontes. Es, en definitiva, el relato de una ilusión y un fracaso, de un idealismo a prueba de bombas, pero sin voluntad para llevar adelante estas ilusiones. Nada quedó de todo ello, de toda esa búsqueda de nuevos caminos que se gestó durante el siglo XIX. Únicamente sobrevive una comunidad de shakers —cuaqueros, en castellano— en Maine. Consta de dos miembros y cualquiera puede pedir el ingreso en la comunidad mediante correo electrónico.

CÉSAR PRIETO