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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«La hija de Robert Poste» oculta a la novelista Stella Gibbons

En la Red conozco un Lector malherido, un Lector Ileso (que yo confundí al comienzo por iluso) que se mudó a una columna de cotilleos en un diario de izquierdas y del que guardo buenos recuerdos; incluso, un Lector iracundo. El primero, y probablemente más longevo, está en los enlaces de la derecha.

Yo de ser, sería un Lector entusiasta. Como Borges me precio más de mis lecturas que de mis pobres escritos. Lo malo es que la sobreabundancia de novedades no me permite serlo a menudo; hoy, sí.

Un buen lector además nace. Por ejemplo, debe poseer una arquitectura nasal que le permita colgarse las gafas de vista cansada que terminará teniendo, pero también se hace, se hace camino al andar y se hace uno lector leyendo, nos informa Perogrullo. Ese largo camino como lectores lo permiten editoriales como la del libro que comento, porque recuperan, redescubren y también descubren autores que si no nos perderíamos.

Como el libro tal como lo conocemos va a desaparecer —dicen— aunque yo no veo que los inventos alternativos le hagan sombra, sino más bien convivencia, resulta que ahora, cual canto del cisne (canta antes de morir, dicen los que no saben de ornitología nada más que lo que les cuentan en la ópera) han surgido un montón de pequeñas editoriales que editan maravillosamente bien; es decir, producen objetos tan bien logrados como siempre, mejor traducidos y muy bonitos. Ventajas, precisamente de las nuevas tecnologías de impresión, imagino, que permiten pequeñas tiradas sin perder dinero. Y teniendo en cuenta que los editores suelen ser empresarios muy peculiares: quieren hacer dinero, para mantenerse en el negocio, pero no es lo prioritario, o no es un fin, sino un medio para el fin: editar los libros que les gustan. Así de locos maravillosos son. Luego están, claro los grandes grupos, los holdings, los ‘prisas’ y ‘santillanas’, pero eso es otro cantar, no sé si de cisne o de gansos ávidos de comida o de dinero. Una de esas editoriales pequeñas y maravillosas que edita libros grandes (por su valor, aunque no por su precio ni tamaño) y bellos es Impedimenta. Con un catálogo aún reciente y ya muy logrado. Ahora, ¡por fin! Han editado a Stella Gibbons.

Stella Gibons. No sabéis quién es. No os preocupéis, yo tampoco hasta hace poco. Gibbons es la autora de un libro más famoso que ella (hasta yo había oído hablar de él), La hija de Robert Poste. En su caso la pobre autora tuvo que arrastrar toda su vida el agravio de que su novela fuera más conocida que ella. ¿Quién descubrió América?: los indígenas que penetraron al final del Paleolítico por el continente desparecido de Beringia desde Asia; perdón, perdón: Colón. ¿Quién escribió las novelas de Sherlock Holmes: Conan Doyle, ¿quien escribió la novela cómica más perfecta del siglo XX en lengua inglesa y no fue Wodehouse, que bien podría haberlo sido (como seguramente opinará Vanbrugh) ? Ni idea, claro, pero la novela se llamó, he oído por ahí, La hija de Robert Poste, que ahora por primera vez se traduce y edita en nuestro país.

Una chica joven, la susodicha hija de Robert Poste, Flora Poste ha recibido una educación que perfecta y lacónicamente se describe como “cara, deportiva y larga”; una niña bien, vaya. Pero se queda huérfana, Robert muere, mamá ya estaba muerta. La redicha y bien educada huerfanita es entonces acogida por unos parientes. Pero qué parientes: los Starkadder, unos rústicos y asilvestrados habitantes de Cold Comfort Farm (atentos al nombre de la granja) en un condado que es el paradigma de la Inglaterra profunda.

¿Qué puede hacer una niña bienvenida a menos ( o bien, venida a menos) y con una educación exquisita e inútil, que no sabe ordeñar, no distingue un seto de una valla de alambre, no sabe cuántos terneros se paren en cada parto (son raros los gemelos), no sabe que los manzanos dan manzanas hasta que ve a las manzanas colgando de los manzanos, etcétera? Pues se dedica a lo que sabe hacer: entomología de los extraños, taciturnos y abusivamente ingleses individuos del nuevo vecindario. Un tal Amos, que no atiende a nadie más que a Dios, que es quien le llamó, si no el primero sí el más fuerte, Seth, un sátiro naciente a la pubertad, Meriam, una chavala que se queda preñada cada año (como las vacas con sus terneros), justo “cuando florece la parra virgen”; la tía Ada, que en cierta ocasión que no olvida pese a ser casi centenaria “vio algo sucio en la leñera”…

Flora podía haberse limitado a ser una observadora de esta fauna tan asombrada como sagaz, pero no: decide cambiar ciertas cosas, poner orden en Cold Comfort Farm; es decir, iniciar un desastre, y empezar a labrar sino las tierras de sus parientes, sí su desgracia.

El libro apareció en plena Depresión, como ahora, en 1933, y con una gran necesidad en todos los ámbitos, incluida la necesidad de reírse; recibió varios premios y se ha seguido leyendo en el mundo anglosajón hasta hoy. Stella Gibbons escribió muchas más cosas, que apenas se recuerdan ocultas por este primer éxito. Había nacido en Londres en 1902. Su padre era un médico filantrópico que ejercía en los barrios más pobres, alcohólico y drogadicto (o adicto al alcohol y al láudano), misógino (con ataques de odio al género femenino en general) y con tendencias suicidas. Así que tenía bien cerca material en el que inspirarse para crear a los grotescos Starkadder. A finales de los años veinte se matriculó en periodismo, cosa rara en una mujer de esa época, y empezó a trabajar en British United Press. Poco después murió su madre y algo después la siguió el padre. En 1930 trabajaba en el Evening Standard y publicó un librito de poemas elogiado por la mismísima pope del momento, Virginia Woolf. Y dos años después publicó este su gran éxito, que inmediatamente recibió una merecida fama, sobrevenida por la prohibición de su distribución en la recién nacida República de Irlanda ( por su defensa tan elegante como velada de los métodos anticonceptivos y el aborto). Y aunque luego publicaría veinticinco novelas más al parecer, tres volúmenes de cuentos, poesía…nada… sólo se hablaría de La hija de Robert Poste. Es como si a García Márquez sólo se le recordara por Cien años de soledad (que sí, pero no). Dejó de publicar a finales de los setenta y murió en Londres a finales de los ochenta.

Pienso visitarla cuando vaya por allí. Está enterrada en el cementerio de Highgate, uno de los cementerios más bonitos que conozco y morada de vampiros (literarios, supongo que metafóricos también) La novela es una gozada y nunca antes había sido traducida al español, menos aún el resto de su obra, perfectamente ignota entre nosotros.