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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«La solterona» de Edith Wharton

La solterona tiene el encanto de lo pequeño, de lo sencillo, de lo que está al alcance de la mano.

La personalidad de Edith Wharton (1862-1937), su estilo luminoso, lleno de detalles pero sin resultar prolijo ni cansado, llenan esta nouvelle de un aire peculiar, inconfundible. En el conjunto de sus obras es un acercamiento más a la clase alta neoyorkina, que tan bien conoció y de la que acabó desconfiando y huyendo.

Estamos en 1850, en ese Nueva York que tiene varias caras. La mejor de ellas, la que brilla, es la de las grandes familias hegemónicas, que se casan entre ellos en una endogamia que quiere perpetuar su poder y que consigue, sobre todo, acentuar su diletantismo y su falta de vigor. Los Lovell y los Ralston son los amos de la ópera, de los bailes, de los salones y tertulias. El personaje más influyente de los Ralston es Delia, que ve con muy buenos ojos la boda que va a celebrarse entre Charlotte Lovell y Joe Ralston. Ese es el inicio de la trama. Una boda siempre es una buena noticia así que resulta poco conveniente (ay, las conveniencias, ese gran velo de ocultación que aquí tiene especial importancia) que la novia acuda a Delia, desmadejada, llorosa y preocupada a contarle un gran secreto. Un secreto que puede poner en solfa toda esa vida de lujo y ostentación que ambas familias llevan desde siempre. La irrupción de Charlotte en casa de Delia cambiará el curso de la narración y, por consiguiente, el destino de todos. Un secreto horroroso no puede traer nada bueno y, desde entonces, ambas mujeres estarán unidas por un lazo difícil de desatar y que no presagia nada positivo.

Así, a modo de narración policíaca, pero haciendo sobre todo énfasis en lo que los personajes sienten y viven, en su modo de percibirse y de comportarse, la novelista nos acerca a su gran preocupación humana y literaria: el status de la mujer en la sociedad de su tiempo. Qué opciones tenían las mujeres que decidían seguir un camino no trillado, casarse con alguien poco conveniente (otra vez la palabra), o divorciarse. Podemos recorrer lo terrible que resulta para la condesa Olenska, la bella Ellen, en La edad de la inocencia esa vuelta a Nueva York después de haber sido repudiada o abandonada por el conde que la desposó sin quererla demasiado. Qué tribal consideramos la actuación de los jefes de los clanes familiares para evitar que ese despropósito estropee la recién estrenada vida conyugal del joven Newland Archer y de su angelical novia, May. Cómo la hipocresía da paso al disimulo y este a la jactancia y esta a una contenida violencia espiritual que incluye no soportarse e invitarse gustosamente a tomar un té con pastas del mejor establecimiento de la ciudad.

Las mujeres de la época habían abandonado el corsé, pero otro más potente, más poderoso y lleno de artificio, se posaba en sus vidas sin que fuera posible evitarlo. Y a Edith Wharton le preocupaba. La historia de su vida es apasionante. Había nacido en Nueva York, en una familia de clase alta que le proporcionó una esmerada educación. Su matrimonio con Teddy R. Wharton le trajo multitud de sinsabores, vergüenza y problemas psicológicos. Directamente él era un infiel público y toda la ciudad conocía sus andanzas con sus amiguitas. Ella no soportaba la situación y se divorció en 1913.

La salvación de su situación personal y literaria fue instalarse en Europa. Desde Francia observaba con enorme distancia lo que ocurría en su Nueva York natal y fue capaz de construir así una obra literaria de envergadura, admirada por escritores de distinto estilo que observaron en ella a la narradora eficaz, a la observadora detallista y a una mujer con personalidad propia. En su refugio europeo tuvo relaciones con hombres y mujeres y formó parte de la élite intelectual. En 1921 obtuvo el Premio Pulitzer de novela con La Edad de la Inocencia su obra más conocida, publicada un año antes. Es una novela magnífica, llena de la suntuosidad expresiva de la autora. Esta que os comento ahora La solterona no la desmerece en estilo ni en belleza. Y tiene el encanto de lo pequeño, de lo sencillo, de lo que está al alcance de la mano.

Por Caty León