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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Las batallas perdidas», de Eudora Welty

Elvira Jordan Vaughn, vecina de un pueblo de las montañas del noreste del Mississippi llamado Banner, está a punto de cumplir cien años y se va a celebrar una fiesta acorde con la importancia del hecho.

Los hijos e hijas, las nueras y yernos así como todos los nietos, por no habla de los perros, la mula Bet, diversos vecinos de Banner y los invitados sorpresa, se van reuniendo en casa de la abuela aportando las viandas, bebidas, refrescos, postres y todo el resto de aditamentos que la sonada ocasión requiere.
Sólo falta Jack, el primogénito de los nietos y favorito, pero nadie duda de que el Hijo Pródigo acabará haciendo acto de presencia pese a que está encerrado en una lejana penitenciaría.

Mientras esperan, entre todos los presentes cuentan la historia del encarcelamiento de Jack, una historia absurda, compleja y no del todo bien resuelta, pero es obligado señalar que todas las historias que se cuentan son igual de absurdas y complejas, aparte de que se van desvelando muy poco a poco y por lo general entreveradas de otros episodios, pasados o presentes, que permiten a la autora ir trazando unos prodigiosos retratos de la treintena larga de personajes que pululan por las páginas de esta novela, todos ellos campesinos de mentes como desmotadoras de algodón y que funcionan de acuerdo con lógicas casi siempre irrebatibles pero estrafalarias. Para dar una idea de a qué me refiero cuando hago referencia a la lentitud narrativa, Jack tarda en llegar un centenar largo de páginas; y no será hasta la página 250 cuando la familia se entere de que se ha escapado de la cárcel justo el día antes de cumplir codena, pero cómo podía llegar un día tarde y darle semejante disgusto a la abuela. La cual se entera hacia la página 400 que el recién llegado no es un hijo suyo, fallecido tiempo atrás. De por medio, Jack se ha enterado de que el caballero que le recogió en la carretera con su automóvil, y al cual ayudó a sacar éste de una zanja cerca de Banner, era en realidad el juez Moody, el mismo que le mandó dos años a la penitenciaría. A lo que se ve, a todos les parece natural que, una vez conocida la identidad de quien le ayudó a llegar a tiempo a la fiesta, Jack abandone ésta con intención de volver a meter el coche del juez en una zanja, pues así se restablecerá una cierta y difusa justicia. Desde ahí y hasta el final, y siempre en un tono entre absurdo y extremadamente complicado, el juez y su esposa acabarán como invitados en la fiesta, y una vez allí irá desvelándose la historia del juez y su antigua maestra (tía de Jack, por supuesto) una mujer que le ayudó en sus estudios y con la cual mantuvo una relación a todas luces profesional y legítima, pero que a los ojos de una esposa celosa y una mentalidad pueblerina se irá complicando y adquiriendo un tono de imperdonable traición.

Hace años, mientras leía la novela anterior de Eudora Welty, Boda en el delta, todo el rato tuve una sensación que al terminar ahora este su último y más ambicioso proyecto narrativo, se me ha confirmado: los personajes tienen todos un tono pueblerino y simplón y sus vidas también parecen pequeñas e insignificantes (todos ellos han nacido y no han salido nunca de un territorio cuyas distancias apenas sobrepasan los cincuenta kilómetros a la redonda). Por decirlo de una vez, y aunque sea a costa de copiar algo que ya dije tiempo atrás, se diría que la historia transcurre antes de que se cometiera el pecado original, o que por alguna razón el pueblo de Banner y sus alrededores hubiesen quedado libres de aquella culpa irredimible. Al menos de entrada, la sensación que transmiten todos los miembros y asimilados de la familia Vaughn es de inocencia, de estar libres de todo sentimiento de culpa. Luego, muy poco a poco, los nubarrones de la culpabilidad y el castigo van perfilando un panorama mucho más sombrío, o por los menos mucho más parecido a lo que suele ser habitual entre quienes compartimos la condición humana. Pero lo prodigioso, lo que le ha valido a Edurora Welty un indisputado prestigio, es que para ello se vale fundamentalmente del diálogo, sin necesidad de que intervenga en ningún momento la voz de la narradora (esa abusona sabelotodo que suele valerse de su posición de privilegio para hacer, deshacer o decir a su antojo). Siempre son los propios personajes, bien sea hablando de sí mismos o acerca de los demás, quienes marcan su propio destino y dejan entrever la auténtica dimensión y profundidad de sus vidas. Y quizás resida aquí la explicación de la lentitud a ratos exasperante que desprende la narrativa de Eudora Welty. Para apreciarla en toda su magnitud, aunque casi sería más justo decir degustarla, se impone leerla en inglés sin verse sometidos al filtro de una traducción que por muy meritoria que sea (y esta ciertamente tiene gran mérito) nunca podrá competir con la autora en su propio terreno. Claro que, por otra lado, leer a Eudora Wlty en inglés tiene su aquel.