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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Las mujeres» La soledad de los iluminados.

En «Las mujeres», el estadounidense T. C. Boyle narra la vida de Frank Lloyd Wright, inventor de la modernidad en la arquitectura, desde el punto de vista de sus esposas, su amante y un aprendiz.

Thomas Coraghessan Boyle, más conocido como T. C. Boyle, es un escritor norteamericano que a pesar de su profusa y celebrada obra todavía guarda entre nosotros la inmanencia del secreto. Desde luego, algunas cuantas reseñas no se le niegan a nadie, al menos no a un escritor norteamericano; pero lo cierto es que ni siquiera la «anagramización», esa suerte de amesetamiento o igualamiento poético que en particular los escritores de habla inglesa destilan cuando son cobijados por la por otra parte notable editorial -hasta ahora- catalana, víctimas entre otras cosas de sus contratapas, ha logrado limar sus rasgos más esquivos. Apenas traducidos al castellano, sus cuentos evidencian el costado más oscuro de su autor, ese que a menudo lo muestra en sus declaraciones públicas como una persona totalmente desencantada, en profundo y tenaz conflicto con el mundo que lo rodea.

Más expansivas -con frecuencia superan las quinientas páginas-, más compasivas o humanas, teñidas de una innegociable cuota de humor, sus novelas son por lo general grandes epopeyas, ya sea exteriores como El fin del mundo, que es la historia del origen de Nueva York a través del enfrentamiento ancestral entre dos familias, o interiores como la extraordinaria Riven Rock (Encierro en Riven Rock, en castellano, con esa locuacidad que es un modo supremo de la subestimación), cuyo protagonista batalla con la locura a través del tiempo. Las mujeres, publicada en 2009 en Estados Unidos pero cuya traducción bajo el exquisito sello Impedimenta es reciente, responde a la primera categoría, aunque prestándole mayor atención habrá que convenir que, como epopeya sobre todo individual, dialoga intensamente con lo interno, es decir, con las motivaciones profundas, con esa música o rumor que a veces escuchan los genios y que, en el mejor o más leve de los casos, no los deja dormir tranquilos.

El genio en cuestión es nada menos que Frank Lloyd Wright, el hombre que a fines del siglo XIX inventó la modernidad en arquitectura, alguien que basó su estilo en las ideas de integración y luminosidad y que fue un mito en vida -y fue una vida larga-, más allá de que los Le Corbusier, Gropius y el Estilo Internacional intentaran recluirlo, y por un tiempo lo lograran, al Paleolítico del diseño. El contraataque de Wright, hay que decirlo, fue feroz. Ahí están la Casa de la Cascada, pero también y de un modo más silencioso el paisaje de decenas de urbes -gracias a sus numerosos imitadores-, y en el otro extremo el opus con el que da una vuelta de tuerca, sin resignar identidad, a las provocaciones de todos sus rivales: el Museo Guggenheim de Nueva York, inaugurado unos meses después de la muerte de Wright, en 1959.

Pero la novela de Boyle, si bien desde luego hace pie en la obra del arquitecto, no se centra en ella, o más precisamente, evita el registro pormenorizado de las labores y los tropiezos (a excepción del período japonés en el que renueva el célebre Hotel Imperial de Tokio, luego derrumbado, y las sucesivas reconstrucciones de su casa-escuela de Taliesin, Wisconsin). Como es obvio, Boyle elige recrear la vida de Wright, permitiéndose sin duda innumerables licencias, tomando como hilo conductor a las mujeres que marcaron su vida, y el verbo no puede ser más preciso. Esas marcas, con todo, que en esencia incluyen a sus tres esposas y a su mítica amante, guardan características muy disímiles: de la fiel y noble Kitty, a la que traiciona de diversos modos y que sin embargo responde por él repetidas veces, a la trágica «Mamah» -un apelativo por demás significativo para la única de las cuatro que no llega a convertirse en su mujer legal-, que comparte sus días con aquella y muere en el primer incendio en Taliesin; de la pragmática Miriam, junkie a más no poder y, ya separados, razón de todas sus pesadillas, incluidas la ruina económica, el desarraigo y hasta la cárcel, a la montenegrina Olgivanna, que primero es mártir y luego -muerte de Miriam mediante- la mano derecha de Wright, la capitana de todas sus causas.

A través de ellas Boyle traza un retrato que, aislado de su contexto, puede causar una impresión equívoca. Consciente de que el genio es irreductible y que el intento de revelarlo sólo dinamita su densidad poética, el autor neoyorquino se concentra en sus nimiedades, en sus vilezas, en la superficialidad engañosa de la comedia, ajeno a todo aquello que no puede ser traducido. Para ello elige no sólo el punto de vista de las mujeres que pueblan la vida del gran arquitecto, lo que equivale a observarlo siempre desde la vereda de enfrente, sino a un coprotagonista que, paradójicamente, escribe en otra lengua: se trata de un japonés, un arquitecto que desembarca en la residencia-escuela de Wright en 1932 para aprender todo del maestro, que a pesar de ello lo recibe con un «yo no enseño nada» y, acto seguido, le pregunta si sus talentos también incluyen el pelar papas. En esa original perspectiva radica el punto más alto de la novela; el relato del ex aprendiz, en conflicto con su traductor, y sus deliciosas notas al pie, en las que casi no hace otra cosa que cuestionar «respetuosamente» el mito.

Pero detrás de la sonrisa, Boyle no sólo critica la pacatería de su país, donde la vida amorosa de Wright es cada dos por tres la excusa para demonizarlo, sino que también plantea algo insoslayable, algo que se encuentra en la base del arte: la idea de que los iluminados, por más que se rodeen y se rodeen, están siempre solos.