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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Oso», una fábula necesaria

Era necesaria esta renovación del género gótico, y era necesario que la firmara una mujer: Oso no sería tal si no se hubiera escrito desde una perspectiva de género, tan inteligente y tan eficaz.

Publicada por primera vez en 1976, Oso es la novela más aclamada de la novelista canadiense Marian Engel (Toronto, 1933-1985), totalmente desconocida en España hasta que Impedimenta, que en estos momentos celebra sus diez primeros (fructíferos) años de andadura editorial, decidió rescatarla del olvido. Esta obra, no exenta de cierta polémica por la controvertida relación que plantea entre una mujer y un oso, fue aplaudida por escritores como Robertson Davies, Alice Munro y Margaret Atwood, con quienes la autora mantuvo correspondencia. En la actualidad, muchos lectores la han interpretado como una historia sobre el regreso a la naturaleza, tal vez influidos por la corriente neorruralista de la narrativa española reciente (que, de hecho, va más allá de la literatura: se trata de todo un fenómeno sociocultural que afecta a numerosos ámbitos). A mi parecer, sin embargo, la propuesta de Marian Engel no se limita a eso.

La autora sigue (y actualiza) la escuela gótica. En particular, en sus páginas resuenan ecos de Otra vuelta de tuerca, de Henry James: una joven bibliotecaria, introvertida y solitaria, pasa el verano en un viejo caserón en una isla, aislada de la sociedad. Esta mujer bien podría ser la protagonista soltera y remilgada de Henry James, solo que la acción se desarrolla en el siglo XX y, en lugar de encontrar fantasmas, se topa con un oso. Más que suscitar un debate sobre la zoofilia, Marian Engel utiliza esta relación, junto con otros elementos, para abordar, en clave simbólica, el tema de la represión de las mujeres: frente a la violencia experimentada con los hombres, la protagonista se libera con un oso, un oso que, por lo demás, bien podría encarnar al primer chico con quien se siente a gusto; no hay atracción por el animal sino por lo que este representa.

Como la institutriz del clásico, la protagonista es una chica inmersa en la monotonía de un trabajo insatisfactorio, muy culta pero con poco mundo («En invierno vivía como un topo, enterrada en las profundidades de su despacho, escarbando entre mapas y manuscritos», p. 9). El verano (otro elemento simbólico: la transgresión, el cambio, el crecimiento interior), en esa isla alejada de lo que ha conocido hasta entonces, se presenta como la oportunidad de romper con ese invierno permanente que llega a calificar de «ausencia de vida» («¿Dónde he estado?, se preguntó. ¿En una vida que ahora podría considerarse una ausencia de vida?», p. 20). No obstante, cuando Marian Engel la escribió, había pasado casi un siglo desde la publicación de Otra vuelta de tuerca, un siglo de lucha activa por los derechos de las mujeres, aunque con mucho por hacer aún. Todo esto, lo conseguido y lo pendiente, se condensa en la novela.

Para empezar, la protagonista no ha conocido el amor, pero sí la dominación masculina, hasta extremos brutales; no es una inexperta timorata que se escandaliza enseguida. La autora expone sin tapujos el malestar de esas relaciones, la diferencia entre el rol del hombre y el de la mujer: «Lo que le disgustaba de los hombres no era su erotismo, sino que dieran por supuesto que las mujeres no tenían. Lo que las confinaba al papel de amas de casa» (p. 136). El trauma por ese tipo de intercambio la lleva a rehuir cualquier contacto: «Llevaba años sin sentir contacto humano. Siempre se le había dado mal. Era como si los hombres supieran que su alma estaba gangrenada» (p. 111). La bibliotecaria es una chica con educación, más independiente que la institutriz, pero todavía no puede equipararse al hombre; su sexualidad sigue silenciada, como si no existiera, como si funcionara solo como la entienden ellos. El oso simboliza esa liberación: por primera vez descubre el placer, y lo hace donde no imperan las leyes del hombre.

Más allá de la relación en sí, se representan dos espacios simbólicos que cuestionan los valores de la sociedad contemporánea. Por un lado, el espacio urbano, con la biblioteca, un entorno que a ella le resulta opresivo, del que huye (evita las relaciones) para refugiarse en el mundo de las ideas de los libros, un mundo solitario, pero seguro. En segundo lugar, la isla, la naturaleza no corrompida por el ser humano, donde sus habitantes (el oso y la bibliotecaria) actúan por instinto, de forma irracional. Todo lo que no está tolerado en la sociedad, todo lo que parecía imposible, lo pueden hacer allí, el aislamiento lo permite. Es asimismo interesante cómo se pone nombre a todo lo relativo al cuerpo, sin tapujos: el erotismo, los fluidos, el sudor, las defecaciones. La protagonista pasa de vivir con la mente a vivir con el cuerpo, y, lejos del miedo y el rechazo que esto le provocaba antes, afirma que «No se sentía por fin humana, sino por fin limpia. Limpia, sencilla y orgullosa» (p. 166). Aunque no todo es idílico, tal como se refleja al final, como si nos advirtiera que el riesgo, el peligro, siempre está ahí.
A pesar de su sencillez aparente, en el tono y en la trama, Oso se puede leer en una dimensión simbólica que sigue resultando pertinente.

Con un estilo preciso y sutil, de palabras exactas y sin florituras, Marian Engel da forma a una fábula oscura que, más que promover el retorno a la naturaleza, denuncia los abusos de poder del hombre y reivindica la experiencia femenina del erotismo, sin pudores. Si el papel transgresor del animal ha servido para atraer a más lectores, bienvenido sea, aunque en el fondo no deja de ser anecdótico. En cualquier caso, era necesaria esta renovación del género gótico, y era necesario que la firmara una mujer: Oso no sería tal si no se hubiera escrito desde una perspectiva de género, tan inteligente y tan eficaz, una vez más.