cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Revolucionarios»

El retrato de una importante figura de la contracultura de los sesenta de manos de un narrador poco fiable.

Dicen los norteamericanos que si te acuerdas de Woodstock —un acontecimiento del que se celebra este año el cincuenta aniversario— es que no estuviste; claro que esto lo dicen los que seguro que no acudieron allí. Nací en 1959, así que la década prodigiosa de los años 60 me pilló en pañales —literalmente—, en la guardería —entonces nos llamaban párvulos; eran otros tiempos, quien cursaba bachillerato estudiaba latín— y en las «Escuelas Nacionales» de un pueblo de menos de 10.000 habitantes. Es decir, me enteré de más bien poco y recuerdo aún menos, pero puedo afirmar que yo sí estuve; porque al menos las dos décadas siguientes no hubiesen transcurrido del mismo modo si yo no hubiese estado en la de los 60.

Una productora audiovisual, poco después del triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016 y ante el surgimiento de lo que parecía un movimiento organizado de resistencia de las corrientes progresistas, encarga a C. C. Clayton, periodista, una serie de documentales sobre las protestas contra el gobierno de los EE. UU. en la década de 1960. Tras una enconada resistencia, Freedom Snyder, hijo de un líder del activismo de aquella época, accede a ser entrevistado para hablar de sus recuerdos relativos a ese decenio; las entrevistas, revisadas y editadas por Clayton, componen Revolucionarios (Revolutionaries, 2019), de Joshua Furst.

«Pero esto es lo que pienso ahora. No sé lo que pensaba entonces».

La visión de Fred —«Llámame Fred. No soporto que me llamen Freedom. Eso de ponerme «Libertad» de nombre es una gilipollez que se le ocurrió a Lenny para conseguir que la gente como tú no pare de hablar de él»— tiene de su padre está contaminada por la pésima relación que mantuvieron mientras vivió, pero también se vio afectada por el magnetismo y la fortísima personalidad de Lenny, cuya influencia sobre miles de personas y capacidad de convocatoria, por no hablar de la fama que consiguió entre la juventud de la época, llegando incluso a «reinar después de morir», fue proverbial. Ese influjo pesa, literalmente, como una losa sobre la cabeza de un hijo gris y mediocre, aunque no pueda evitar, por más que se lo proponga, que por debajo de sus exabruptos y del odio indisimulado de sus manifestaciones, emerja una inevitable admiración por el Gran Hombre.

Salido de la nada pero con un poder de convicción brutal, Lenny reunió a un nutrido grupo de jóvenes —su ejército particular, en una de las épocas más antibélicas de la historia y con la guerra de Vietnam devorando, insaciable, las vidas de los jóvenes norteamericanos—, discípulos fieles dispuestos a seguirle hasta donde quisiera conducirles con tal de que mantuviera esa nueva dimensión social llamada colectividad: denuncias, boicots, sabotajes, manifestaciones, cortes de tráfico y toda clase de performances destinadas a despertar a todo un país anestesiado por el olor de Mr Dollar.

«Había dejado de ser un «él». Ahora era un «ellos». Un «nosotros». Una tribu. Todos aquellos chavales que habían inundado el Lower East Side se engalanaban ahora con plumas y tocados. Sin jefes, solo guerreros. Sin poder central. Un «nosotros» contra el «ellos» que empleaba su dinero y su fuerza institucional, su policía de élite, sus fundaciones educativas, sus estructuras mediáticas y corporativas y sus ministerios para mandarnos al matadero de Vietnam, para meternos en chirona por dos porros de mierda, para fabricar bombas y compuestos químicos plasmáticos capaces de acabar con la mitad del Tercer Mundo, al tiempo que esclavizaban a nuestros propios hermanos y hermanas aquí mismo, y especialmente —¡qué casualidad!— a los negros, a quienes metían en guetos, para luego dar un paso atrás y quedarse de brazos cruzados contemplando cómo esos mismos guetos se consumían entre las llamas».

Pero, en realidad, la versión de su hijo es bastante contradictoria; para Fred, Lenny fue un tipo manipulador y poco recomendable que jamás actuó de forma desinteresada; cuando no recogía beneficios palpables, contantes y sonantes, el propósito real de su actuación era acrecentar su propia leyenda. Su egoísmo no tenía límites, y su capacidad de seducción era ineluctable. A pesar de que su memoria contiene también momentos de ternura, principalmente cuando Fred no era más que un mocoso que no se había sacudido aún el sentimiento de fascinación por una figura paterna —admiración que compartía con toda la corte de fieles seguidores fumados o colocados; «vivían de sus eluvios. Para ellos, era una especie de rey. Y, como él era importante, yo también lo era»— absorbente y mangoneadora, el rasgo de Lenny que mejor recuerda su hijo es el cinismo; Fred no es, por supuesto, un narrador ni siquiera mínimamente fiable —Clayton se apercibe de ello en la primera entrevista, como cuenta en el prólogo—, pero la impresión que deja en el lector es que, por más que exagerados, sus reproches no deben alejarse demasiado de la realidad.

«—Oye, chaval, ¿quieres que te diga cómo conseguir que tu papá se sienta orgulloso de ti? Aprende a disparar un arma. Vive la revolución. Te voy a decir a quién asesinar primero: a Ronald Reagan. ¿Lo pillas? Va a hundir el país en cuanto tenga la ocasión. Ya lo está haciendo en California. Alguien tiene que parar a ese hijo de puta. ¿Por qué no tú?».

Aún sin edad para ir a la guardería, Fred fue testigo involuntario del trágico final de la fiesta que se suponía inacabable —o que nadie, jamás, pensó que podía terminar—: los sesenta se despidieron a lo bestia con el asesinato perpetrado por la Familia Manson, y a mediados de los setenta los ecos del Flower power se habían extinguido; la sociedad, al ver que la revolución anunciada ni llegaba ni llegaría, convirtió su idealismo en puro cinismo; Lenny había perdido su poder de seducción —de hecho, lo que había perdido era a su audiencia— y entró en una espiral depresiva de la que solo se sale, accidentalmente, cuando alguien —cada vez en menor número— le reconocía, como un homenaje piadoso a su personaje; todo ello en presencia de su familia: la indiferencia de su pareja y la intuida decepción de su hijo; la caída de un ídolo nunca es incruenta; además, el deterioro de la utopía se manifiesta mediante la aparición de un nuevo sujeto: el yonqui, que personifica el residuo, el sobrante, lo desechable, la brutal resaca de la Gran Fiesta.

«Tipos que se exponían al frío helador con una camiseta mugrienta. Inmunes a los elementos. Que caminaban puestos de algo a varios centímetros del suelo, pasados de rosca, y acababan estrellados y quemados. Botas militares dando bandazos, arriba y abajo, por los bordillos. Brazos y piernas y hombros volando en todas direcciones como porras. Bocas abiertas y húmedas como heridas recientes».

El adalid de la libertad, el obrero contra el sistema, el personaje a quien parece que todo el mundo le deba algo, sufre el peor de los reveses: se ha convertido en irrelevante; el héroe se ha derrumbado víctima de su ambición y arrastrado por su leyenda. Su pareja parece haber confirmado la totalidad de sus intuiciones, y su hijo de seis años es incapaz de comprender la magnitud de la tragedia. Pero para Fred, años más tarde, significa el conflicto desatado —el mismo conflicto que le ha martilleado el cerebro durante toda su vida— entre la admiración incondicional y el rosario de reproches que ha acumulado desde aquel día; entre el reconocimiento que no pudo expresar en su niñez y el resentimiento de lo que ahora ya no puede echarle en cara. La autodestrucción puede que salvara a Lenny, pero fue letal para su hijo.

«Al contrario que los hechos, la verdad era mutable, dependía de los rumores y del boca a boca, de la disposición de cada oyente particular a dar crédito a la forma en que cada bando coloreaba los hechos. Todas las partes implicadas estaban interesadas en convencer al mundo de que su versión de la historia era la verdadera. Los polis tenían que proteger sus egos mezquinos. Sus perspectivas de obtener distinciones, aumentos de sueldo y palmaditas en la espalda. Sus rondas gratis en el bar. Las expresiones de deseo en el rostro de sus esposas. Todo ello por haber pescado a un pez gordo, por haber representado el papel de los héroes que protegían nuestra forma de vida, la fe, la familia y todas esas gilipolleces, la esencia misma de los Estados Unidos, de la amenaza existencial que suponía Lenny Snyder. Y fue el agotamiento del populacho lo que les sirvió de ayuda, el deseo de las masas de una explicación sencilla y exculpatoria de todo lo que había salido mal desde que los psicodélicos años sesenta resbalaron en el charco anodino y grasiento de los setenta. La gente quería orden. Querían sensatez. Lo que fuera, menos la ruina y el caos que los rodeaban. Qué oportuno pues, si Lenny —el caos reencarnado— resultaba no haber sido nunca más que un cochino judío, un ladronzuelo charlatán que, como por fin se había demostrado, había construido toda su carrera explotando los dulces y esperanzados sueños de la juventud estadounidense. ¿Lo veis? ¡Este hombre no es un ángel de luz! ¡Nunca pretendió llevaros de vuelta al paraíso! Así es el verdadero Lenny, así ha sido siempre. Una criatura encorvada y nariguda en busca de socios para sus negocios de drogas».

Cuando Lenny es encarcelado bajo la acusación de tráfico de drogas tras una encerrona preparada por el FBI, Fred no tiene claro —ni ahora ni cuando sucedió, tenía solo seis años— el grado de participación de su padre en la conspiración que terminó con su detención. Pero la revelación de mayor calado es darse cuenta de que Lenny agrupaba dos personalidades: la del hombre y la del mito; el Fred hasta los seis años solo era consciente de la segunda —y, con toda probabilidad, su padre también—, pero su encarcelamiento le acaba revelando al ser inseguro, irascible, maleducado y, sobre todo, vencido y humillado. En en ese momento, cuando Fred despierta de su ensueño, cuando empieza a gestarse en él ese presentimiento que se acrecentará a lo largo de su vida, no tanto porque el mito lo haya decepcionado sino porque su padre le hurtó su faceta más humana, esa que en realidad le era imprescindible, como suele suceder con todos los críos.

«¿Qué vas a hacer con el tiempo que te queda cuando sabes que tu vida ha terminado, pero tienes que seguir viviendo?».

Y luego está la música, claro. Grupos con un prolongado historial a sus espaldas y otros recién nacidos que compartían tugurios y conformaban la banda sonora de toda una generación de americanos —y, por ósmosis, de todo occidente—. Y el basquet. Y el béisbol. Aficiones todas —siempre en público— que Lenny jugaba a compartir con su hijo y con los restos de su pasada audiencia de incondicionales. Fred asiste atónito a la atención, inesperada, que le dedica su padre, dudando de su veracidad, pero disfruta de esa nueva intimidad con la sospecha de que no será permanente, de que un giro en la actitud de su padre o la condena que le amenaza terminará devorándola: cuanta más dulzura, cuanta más atención, cuanto más amor —a su manera— le dedica su padre, más rápido parece acercarse el final, como esas ensordecedoras tracas que preceden a la conclusión de los fuegos artificiales.

«Yo era su colega, su socio. Me llevó a todos y cada uno de aquellos conciertos. No solo a mí, sino también a mi madre. Éramos una familia molona saliendo de marcha por la ciudad. Fueron tiempos felices. Vibrábamos de camino a casa, con la corriente eléctrica de la música recorriéndonos aún los músculos, con los oídos pitándonos de tal manera que parecía que alguien nos hubiera colocado una campana encima de la cabeza y no dejara de tocarla, encerrándonos en su interior, separándonos del resto del mundo. Nos temblaban las piernas».

El Fred adulto, sin embargo, lucha —uno sospecha que está manteniendo ese combate desde aquella época que recuerda— por librarse de la cadena que significa ser hijo de quien es al tiempo que es consciente de que esa dependencia es imprescindible porque es lo único que le permite, también a él, ser quien es.

«¿Cuándo llega el momento de decir «¡ya está bien!»? ¿En qué momento sucumbe nuestro derecho sagrado a la libertad ante la riada que lo rodea? ¿De qué sirve la libertad cuando tu vida es un fraude?».

Cuanta más falta le hace su padre, más huidizo se muestra este; cuanto más lo persigue, más lejos se escapa de él. Ambos parecen envueltos en una especie de entretenimiento infernal en el que Fred, en busca desesperada de un reconocimiento, el único importante, que nunca le llegaba, aspira a alcanzar la independencia librándose de la influencia —y menuda influencia— de su padre cuando, en realidad, su presencia le resulta imprescindible, mientras que Lenny apuesta por mostrar su desdén por el convencionalismo de la vida de familia cuando, en realidad, prescindir de ella significa perder el nivel más próximo, el más incondicional, de la corte de sus admiradores.

«El problema de las causas es que derivan su significado de sus logros. Los soldados rasos, las personas cuyas pasiones agregadas alimentan el cambio, pueden encontrar más adelante motivos de satisfacción —o arrepentimiento— en el papel que desempeñaron a la hora de provocarlo, pero más les vale andarse con ojo y no construir sus identidades en torno al espíritu comunal que promueve la causa. Corren el riesgo de acabar atrapados, solos, en un movimiento que se ha desvanecido, preguntándose adónde se ha ido todo el mundo. Algunos reconocen este peligro desde el principio. Se apuntan al espíritu de los tiempos mientras les sirve de algo, sacándole todo el partido que pueden, para su propio beneficio. Y, para cuando el resto de la gente se da cuenta de que se ha acabado la fiesta, ellos ya hace tiempo que se han marchado».

El paso del tiempo, la edad, pero también las sucesivas decepciones que sufre Fred —que va perdiendo la fe a costa de sus desengaños—, provocan el menoscabo de la divinidad de Lenny, tras cuya perdida omnipotencia ha emergido un humilde humano con una dotación de defectos más que notable. Añadida a esa caída del ídolo, la propia decepción al darse cuenta de la debilidad del ser adorado y de la poca consideración que merecía mientras él mismo se sometía a los designios paternos.

«Estudié las fotos que me había enseñado tan orgulloso. Toda aquella gente importante. Todo su fulgor en decadencia. El tiempo atrapado en una escala de grises, despojado ya de su bullicio y su animación. Ahí colgado, inerte. Recuerdos de luchas de poder que no ejercían ya ninguna influencia urgente sobre el presente».

Joan Flores Constans