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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Revolucionarios», de Joshua Furst

Los escombros que se convirtieron en material aislante.

El halo de santidad que rodeaba a mis padres -a ambos-, como si con su lenguaje vulgar, su mugre y su resistencia caótica estuvieran defendiendo un ideal que solo ellos eran capaces de alcanzar. Desafiando al mundo entero a que fuera tan libres como ellos. Creían de verdad, sinceramente, que estaban moldeando un nuevo ser humano a partir de los escombros. La cuestión radicaba en si aquel ser humano iba a ser yo. Desafíos, ideales, moldes, escombros. La perspectiva del relato, de Revolucionarios (Impedimenta), de Joshua Furst, es la de alguien que, en el 2017, es instalador de aislamientos de fibra de vidrio, un material aislante, emblema de estos tiempos en el que la mediatización de la relación con la realidad se ha agudizado. No es que ya primordialmente nos relacionemos a través de dispositivos o pantallas, porque prioricemos la comodidad, sino que somos sus extensiones. Nos instalan con aislamientos. Es la perspectiva de alguien que se llama, Freedom/Libertad, hijo de Lenny Snyder, uno de los activistas más influyentes en el enfrentamiento y cuestionamiento a un sistema, a un modo o una concepción de vida, entre 1968 y 1973. Un agitador que aspiraba a moldear un nuevo escenario social, un ser humano con otra actitud. Freedom nació en plena convulsión, como un parto accidentado. Los panteras negras, los activistas de Weather Underground, los hippies liquidados o capturados, todos engrosaban la creciente lista de mártires. En aquellos días, la fuerza de gravedad se volvía aplastante en nuestra casa. Había muchas cosas que me creaban confusión. Los detalles, los cómos y los porqués me superaban. Pero sabía que era mejor no preguntar.

¿Qué narrativa reemplazó a aquella insurgencia para que haya derivado en el ensimismado y autoindulgente material aislante en el que nos hemos convertido? Este es el relato que ausculta el sendero, no precisamente de baldosas amarillas, que ha llevado al confuso fracaso que somos. Pero también el relato nada complaciente de unas inconsistencias y contradicciones. Tras el icono de un activista o agitador, que aseveraba que la clave reside en perturbar la cotidianeidad, en un periodo que se convirtió en emblema de una posible transformación social radical, ¿quién era el hombre?. Furst despliega una mirada crítica, implacable, que desnuda todo los ángulos, como quien despeja el sendero que conduce hasta nosotros, sendero que aparece nítido, con sus magulladuras y necrosis, sus vanidades y conveniencias. Todo esto es lo que te diría él. Y algunas cosas son verdad, pero muchas otras no lo son. La mayoría no es más que lo que a él le gustaría creer. Su locura particular exhibida en publico. Su incisiva perspectiva puede complementarse con la que planteó Jenny Diski en otra excelente obra, Los sesenta. ¿Por qué no fructificó aquel intento de modificar una estructuras de relación con la realidad, con la sociedad, con nosotros mismos? ¿Por qué derivó en su opuesto una década después?

Provocamos un par de convulsiones. Pero no como nosotros nos creíamos. Estabamos demasiado convencidos de ser justos. Pensábamos que nosotros, nosotros mismos, éramos la causa. Que todo aquello giraba en torno a nosotros. Que al final conseguiríamos, de alguna manera, dar un golpe transformador que lo cambiaría absolutamente todo. Supongo que lo que estoy diciendo es que creíamos que podíamos ganar. Pero escuchadme. Nadie gana nunca. Se puede llegar a hacer un par de cosas buenas. Pero eso es todo. Y, cuando nos dimos cuenta de ellos, nos quedamos un poco perdidos.

La narración, por tanto, se enhebra desde la consecuencia, la voz de la confusión, el hijo de aquel hombre que intentó transfomar su sociedad, de aquel hombre cuya esposa llegó a estar harta de sus alardes, de sus intrigas y de sus gilipolleces sin fin. Harta, sobre todo, de él, de aquel hombre que un día les abandonó, porque debía desvanecerse en la clandestinidad por haberse enfrentado contra los poderosos, porque querer crear una nueva sociedad, inevitablemente, te abocaba a la clandestinidad, a los márgenes del amordazamiento, de la invisibilización, pero quizá era una excusa, una forma de racionalizar el abandonarnos sin tener que asumir las consecuencias de lo que estaba haciendo. Es el relato que habla desde un tiempo que cultiva la apariencia de logro (y el logro de la apariencia) pero cada vez más vaciado, como si ya fuéramos dispositivos. Un mundo de aparente libertad. Es el relato de una voz que aún sigue a la deriva. Ha alcanzado la edad con la que su padre se suicidó. ¿Cuál es su propio relato, el nuestro? ¿Qué residuo queda en nosotros de insurgencia y cuestionamiento de nuestro sistema, de nuestro modo o nuestra concepción de vida? ¿Por qué nos hemos aislado, conformes con nuestra trivialidad y sumisión acomodaticia?.

La estructura narrativa está planteada como el relato que este hombre, Freedom, comparte con un periodista, como si por fin se atreviera a articular el gran revoltijo confuso de significados que explicarían el secreto de mí mismo. Un recurso que otorga noción de realidad al relato, ironía en esta sociedad que nos inocula la enajenación que no creemos que lo es, tan efectiva es la mediatización. Prioriza el ensimismamiento del yo, pero a la vez neutraliza la singularidad, la voz propia. Nos hace creer libres con persuasiva eficiencia. Freedom somos nosotros. Su perspectiva, por pasiva, nos confronta con nosotros. ¿Cuál es nuestra libertad? Pero ¿quién era aquel que gritaba que no eramos libres hace cincuenta años? Me perdí los años en los que los dos se pasaban el día entero espoleándose el uno al otro para volverse más y más escandalosos, fundiendo sus dos imaginaciones en una, absorbiendo juntos la cultura estadounidense y devolviendo el reflejo del absurdo grotesco technicolor que en realidad era. Y¿por qué fue neutralizado quien se manifestaba y saboteaba, quien estableció un ellos al que interpelar para remarcar una imposición organizada y estructurada, quien buscaba la confrontación para que el apalizamiento de las fuerzas del orden ayudara a publicitar sus cuestionamientos y planteamientos?

Al contrario que los hechos, la verdad era mutable, dependía de los rumores y del boca a boca, de la disposición de cada oyente particular a dar crédito a la forma en que cada bando coloreaba los hechos (…) el deseo de las masas de una explicación sencilla y exculpatoria de todo lo que había salido mal desde que los psicodélicos años sesenta resbalaron en el charco anodino y grasiento de los setenta. La gente quería orden. Quería sensatez. Lo que fuera, menos la ruina y el caos que los rodeaban. Qué oportuno, pues, si Lenny -el caos reencarnado- resultaba no haber sido nunca más que un cochino judío, un ladronzuelo charlatán que, como por fin se había demostrado, había pasado toda su carrera explotando los dulces y esperanzados sueños de la juventud estadounidense (…)¿Constituyen estas alegaciones contra Lenny Snyder una prueba más de que la era de Acuario es y siempre fue una farsa?¿O presagian un nuevo capítulo oscuro de la historia de nuestro país, un capítulo en el que nuestras libertades se verán atropellados sistemáticamente y cualquiera que se atreva a rebelarse se verá arrojado al gulag?.

Furst despieza las bambalinas del teatro revolucionario: La multiplicidad de facciones y los rencores entre unas y otras, o cómo las básicas emociones erosionan la construcción consensuada razonable; la autocomplacencia también de aquellos que se enfrentaron al sistema, como si se vieran más como personajes en una representación: Comparaban sus respectivas detenciones como si fueran cromos de beisbol o tebeos, cosas por las que competían y que coleccionaban; o cómo podían tender a distorsionar el relato sobre sí mismos, sobre lo ocurrido, de modo conveniente o, como refleja la tensa y fluctuante relación entre padre e hijo, cómo también podían tender a querer imponer su relato, su voluntad. Lo que yo sentía era hartazgo, exasperación ante la ironía, a aquellas alturas ya totalmente consabida, de que aquel icono de la libertad anárquica, el mismo tío que había dicho la famosa frase <>, me impusiera su santa voluntad.

Por eso ¿ cuál fue el legado, qué influencia germinaron o sedimentaron en la sociedad, si la corrupción revelada, incluso en el máximo poder del país, con el caso Watergate, determinó más bien un cinismo, una impotencia o resignación, que derivó en el utilitarismo más endémico, el reemplazo del hippy por su antimateria el yuppi?. No es que se hubieran vuelto cínicos. Más bien se trataba de que estaban satisfechos con aquello en lo que se habían convertido. Otros, como Lenny, quedaron desajustados, en una tierra de nadie, sin saber siquiera quiénes eran, como si les hubieran extráido el escenario, y ya sólo fueran distorsiones de lo que fueron. Y ¿qué fue de los hijos de los revolucionarios, de la siguiente generación? O la adaptación conveniente, para también aprovecharse del sistema, de la competición por alcanzar la mejor posición que amplificara la capacidad adquisitiva y la glotonería del consumismo, o el desconcierto, la desolación de más bien consumirse, desaparecer, en un margen dentro del propio sistema, materia herida dentro de una realidad configurada con material aislante. Esa que habitamos, aún hoy, en la que la singularidad es signo de perturbación.

Porque, a fin de cuentas, en esencia, eso es lo que significaba la libertad. Significaba consumirnos. Los últimos verdaderos creyentes de Lenny (…) Aprendías a reconocer a tu tribu y a los peligros de intentar transcenderla. No te muevas de tu casilla, ámala, deja que te moldee. Aférrate con fuerza a tus resentimientos. En las masas está el poder. La protección. Si sales por ahi tú solo, te van a pisotear. Lo único que no puedes hacer es pensar por tí mismo.

ALEXANDER ZÁRATE