cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Solaris» o la vana esperanza de no estar solos

José de María Romero Barea reseña una narración del polaco Stanisław Lem (1921-2006) cuya tesis es que el cosmos repite patrones arquetípicos.

La ciencia-ficción nos brinda puertas de entrada a través de las cuales acceder a la infinita variedad del universo. Sus interminables posibilidades la convierten en el género literario por excelencia. Clínicas descripciones alienígenas de lo especulativo se combinan, en sus mejores muestras, con terrenales placeres. En la narración Solaris (en traducción de Joanna Orzechowska) del polaco Stanisław Lem (1921-2006), un océano protoplasmático baña al ente extraterrestre («fuente de impulsos gravitatorios eléctricos y magnéticos»; «Los solaristas»), una entidad orgánica que crea una realidad de la que se alimenta y a la que, por último, destruye.

Que el cosmos repite patrones arquetípicos parece ser la tesis de la novela. Que dichas categorías ayudan a conformar nuestro planeta supone la novedad de este clásico de 1961 reeditado en 2019 por Impedimenta en el que los planetoides personalizados conviven con un fetichismo de índole holístico-ecológica. La energía omnicomprensiva de la estrella homónima es capaz de impulsar civilizaciones enteras. La tripulación de cosmonautas enviados para investigarla, Snaut, Sartorius, Gibarian o el psicólogo Kris Kelvin, son los ojos a través de los cuales observamos ese mundo ajeno, tan parecido al nuestro.

En un borgiano giro de la trama, la tripulación despierta a la dolorosa realidad de que la estación espacial es infinita: contiene en sí misma el firmamento. Sostiene el novelista de Retorno de las estrellas (1961) que al espacio exterior corresponde una interior peripecia. Explorarlo supone, al mismo tiempo, explorarnos, un anhelo cuasi religioso de megaestructuras al que ceden Kris y el espectro de su esposa, «una Harey simplificada, reducida a una serie de réplicas características, a unos cuantos gestos y movimientos» («Harey»), recreada por el astro, susceptible de leer la mente de la tripulación, de extraer información de ella.

La erudita meticulosidad supone una plataforma desde la que arrojarnos a la sensación de asombro. Una sensación de perplejidad, en definitiva, permea al enigma solariano, mezclada con una juvenil jovialidad, que prevalece a expensas de la individualidad o la interacción: «Aunque pudiese abandonar viva la Estación, en la Tierra únicamente podían aterrizar seres humanos y un ser humano tiene papeles. El primer control acabaría con aquella fuga» («Éxito»). Frente al amor, el misterio universal de la búsqueda en los límites de lo conocido. Vital para valorar la pérdida, la capacidad de interpretar momentos de trascendencia en la delineación morosa de la plausibilidad científica.

A través de arquitecturas humanas o divinas, la cosmología del autor de Ciberíada (1965) nos fascina con su lucidez ajena: «¿De qué habría servido, si no, todo aquel tiempo transcurrido entre objetos, rodeados de cosas que habíamos tocado juntos y del aire que aún recordaba su aliento?» («El viejo mimoide»). De Solaris nos atrae, precisamente, lo que no podemos explicar, la emoción de habitar un universo, en esencia, peligroso, sometidos, como seguimos, al impacto de asteroides o cometas. En el presentimiento de la colisión intuimos la presencia del otro, una existencia más poderosa que la nuestra, ese ángel o diablo que alimenta la vana esperanza de no estar solos.

José de María Romero Barea