Estas frases las pronuncia cada noche Pascal Brukner cuando se va a acostar. Están en el prólogo del libro y marcan esta portentosa autobiografía.
En teoría siempre es fácil para un hijo hablar de su padre, pero cuando su padre es un tirano doméstico que maltrata, golpea y humilla a su madre, que es antisemita, racista, odia a los Hermanos Marx y a Charles Chaplin, y es un fiel seguidor de Hitler, la cosa se complica.
Eso es lo que le ocurre a Pascal Brukner y que relata de forma magistral en Un buen hijo, aunque también se podía hacer titulado Un mal padre. Semejante conflicto filial da paso a una maravillosa novela de formación, personal e intelectual, de quien es uno de los escritores más sólidos y controvertidos del panorama actual de las letras francesas.
Aquel hombre timorato, doblegado ante cualquier autoridad, débil ante los fuertes y despiadado con los débiles, adoraba la brutalidad de algunos salvajes, porque era incapaz de ella.
El hijo adulto se enfrenta en primera persona y sin ningún tipo de máscara narrativa a un personaje por el que siente, a un tiempo, rechazo y compasión, en un relato que nace del odio pero que va adquiriendo un inesperado y reconfortante tinte de ternura. Semejante giro acaba por sorprender al propio narrador. Bruckner no puede culminar su particular condena al padre, y ve cómo el inspirador rencor de partida se va derritiendo para dejar paso a un tímido cariño, que no comprensión, y a la certeza definitiva de que no es posible juzgar de forma absoluta los comportamientos ajenos.
Solo tengo una certidumbre: mi padre me permitió pensar mejor pensando contra él. Yo soy su derrota: ese es el regalo más hermoso que me hizo.
Quiero terminar con una frase que figura en la página 217 y que sirve a modo de corolario: «El mundo es una llamada y una promesa: en todas partes hay seres sobresalientes, obras maestras que descubrir. Hay demasiadas cosas que desear, demasiadas cosas que aprender y muchas páginas por escribir. Mientras sigamos creyendo, mientras sigamos queriendo, estamos vivos».
Es de destacar la introducción de Juan Manuel Bonet, y la traducción de Lluís Maria Todó.
Por Guillermo Lorén González