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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Un hombre con atributos»

Un hombre con atributos, una muy seria y bien informada biografía novelada de H.G. Wells.

Según va dejando atrás los capítulos iniciales de esta falsa biografía de H.G. Wells (falsa porque en realidad es una novela) el lector percibe dos circunstancias, a cuál más favorable. La primera, que antes de ponerse a escribir, David Lodge acumuló una prodigiosa cantidad de información acerca de su personaje, y basta consultar al final del libro el apartado de agradecimientos para constatar hasta qué punto manejó toda clase de fuentes (diarios, biografías, estudios académicos, etc) con especial atención a diferentes recopilaciones de correspondencia y ya se sabe que éstas son un verdadero filón cuando se trata de conocer para luego contar la intimidad de una persona.

De hecho, da la sensación de que si se lo hubiese propuesto, David Lodge podría haber escrito un tratado de mil páginas o más. Y aunque no lo hizo (se quedó en 593) perece haber sido muy consciente de la dificultad que entraña retener durante mucho tiempo la atención de un lector como el actual, muy maleado por las diferentes máquinas de imágenes que conforman su cotidianidad y demasiado acostumbrado a cambiar de pantalla al primer síntoma de aburrimiento o complicación. Quiero decir que con vistas a la necesaria amenidad el autor se propuso poner en juego desde el primer momento unos recursos bastante habituales ya en las narraciones actuales, pero que no es frecuente verlos todos juntos: el primer encuentro con el personaje, contado en presente de indicativo, ofrece la imagen de un anciano enfermo terminal y consciente de estar a punto de ser olvidado por los millones de lectores en todo el mundo que a lo largo de más de cincuenta años han devorado sus libros casi con devoción. La proximidad de la muerte lleva al enfermo a examinar con ojo muy crítico la historia de su vida, casi incitado a ello por una suerte de conciencia crítica que le interroga sin contemplaciones y no le deja pasar una cada vez que el interrogado (el propio Wells, sumido en una especie de duermevela) trata de escabullirse y librarse de responsabilidad cuando los hechos de su pasado ahora sometidos a examen no le favorecen: «¿Qué es lo que te gustaría saber? [pregunta casi de sopetón la conciencia crítica] ¿Si [tus contemporáneos] te consideran un gran escritor? ¿Un gran pensador?¿Un gran visionario? ¿Un gran hombre?». Vaya preguntas. Se entiende que el moribundo trate de salirse por la tangente.

Pero el autor tampoco abusa de este recurso narrativo (por cierto que muy eficaz porque le permite ir al fondo en determinadas cuestiones sin necesidad de circunloquios ni largas puestas en escena) y cuando lo considera necesario da un salto en el tiempo y el espacio y alternando la primera y la tercera persona, o el presente y el pasado, plantea sin circunloquios dos cuestiones que luego van a ir saliendo de forma recurrente porque condicionaron decisivamente la trayectoria vital de H.G. Wells: su convicción de que era necesario (y posible) cambiar el mundo y su prodigiosa atracción por las mujeres, sobre todo las más jóvenes y hermosas.

En contra de lo que pueda parecer, en Wells ambas pasiones eran casi dialécticas. Libros como La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897), La guerra de los mundos (1898) o Anticipaciones (1901) no sólo le valieron la fama de visionario de un futuro más o menos lejano, sino que le hicieron lo bastante rico como para poder dedicarse por completo a la literatura. De esa época datan las llamadas novelas familiares, Kipps (1908) y Tono-Bungay (1909), en las que satiriza a la sociedad inglesa de finales de siglo. Otras novelas «familiares» , como Ann Verónica (1909), La historia de Mr. Polly (1910) o Matrimonio (1912) darían paso a su etapa más sociológica y didáctica con títulos como El nuevo Maquiavelo (1911) y El mundo liberado (1914). Teniendo en cuenta que al final de si vida Wells tenía en su haber más de ochenta libros, todos ellos con un marcado trasfondo biográfico, el lector habrá tenido ocasión de percibir la segunda de las circunstancias a las que yo hacía referencia al principio: para el lector medio, el Wells escritor de ciencia ficción y visionario de asombrosas tecnologías ha borrado del mapa editorial al Wells sociológico y más comprometido con el cambio social, siempre desde una posición marcadamente socialista. Y, finalmente, la preocupación por la castidad social y el acoso a las malas costumbres (léase censura) ha borrado de paso al Wells irremisiblemente entregado a los encantos femeninos (Según David Lodge, Wells aseguraba haber tenido relaciones sentimentales con más de un centenar de mujeres). Si desde un punto de vista moral, y no digamos nada desde la opinión feminista actual, la conducta amorosa de Wells es decididamente cuestionable, para el biógrafo es un regalo inapreciable porque cada vez que la biografía se adentra en una etapa vital algo tediosa (por ejemplo las trifulcas de Wells con la Sociedad Fabiana) siempre le cabe el recurso de contar cualquiera de las apasionadas aventuras amorosas que vivió. Debo aclarar que el trabajo anterior de David Lodge fue sobre Henry James, un hombre cuya proverbial castidad no ha sido mancillada por ninguno de sus biógrafos. Se entiende que para David Lodge pasar de James a Wells fue como abandonar el desierto de Gobi para hacer un alto en el Jardín de las Delicias. Y no ha dejado escapar la ocasión de amenizar su, por otra parte, muy seria y bien informada biografía novelada de H.G. Wells.

Javier Fernández de Castro