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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Los veinte sentidos del reino vegetal

Las plantas son seres conscientes y sociales; perciben tanto su propio ser como todo aquello que las rodea.

Ridley Scott nos mostró en Blade runner que es delgada y no necesariamente roja la línea que nos separa de las máquinas. Dian Fossey nos enseñó a mirar a los ­gorilas más allá de la niebla. Y Stefano Mancuso nos ha revelado que hay Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal.

Así se titula un libro (escrito a cuatro manos con la periodista Alessandra Viola y publicado en español por Galaxia Gutenberg), que explica de un modo divulgativo e inteligente, ameno pero sin ocultar nunca la complejidad del asunto, que las plantas no poseen órganos únicos ni, por tanto, cerebro; pero que su estructura reticular les permite actuar con inteligencia, resolviendo los problemas que la naturaleza y los seres humanos les van planteando. Y que gracias a esa misma disposición por módulos no sólo pueden gestionar información visual, auditiva, táctil, gustativa y olfativa, sino también de otros quince tipos: “Por ejemplo, sienten y calculan la gravedad, los campos electromagnéticos, la humedad y son capaces de analizar numerosos gradientes químicos”. Se podría decir, por tanto, que hay veinte sentidos en el mundo vegetal.

Las plantas son, además, seres conscientes y sociales. Perciben tanto su propio ser como todo aquello que las rodea. No sólo comparten datos o crean alianzas con otros organismos vegetales, también lo hacen con animales. Emiten moléculas llamadas COVB, unos compuestos volátiles de origen biogénico, que usan como forma de comunicación. Las plantas aromáticas, por ejemplo, producen olores concretos que muy probablemente sean palabras, de “una auténtica lengua vegetal, de la que todavía sabemos muy poco”; y las plantas con flor, otros que les permiten comunicarse con insectos polinizadores, mediante mensajes privados. Es sabido que los árboles compiten en altura o en expansión para asegurarse la supervivencia alcanzando la fuente de agua o los rayos de sol; no lo es tanto que cuando una planta reconoce genéticamente a otra en su entorno, en lugar de competir con ella, establece estrategias de cooperación. Se podría decir, por tanto, que se siguen leyes de parentesco similares a las humanas en el reino vegetal.

Repito se podría decir porque, obviamente, estamos forzando el lenguaje para entender una realidad radicalmente distinta de la nuestra a partir de palabras y metáforas humanas. Tras una razonable resistencia a esos préstamos, la comunidad científica está aceptando como disciplina la neurobiología vegetal. Su exponente más conocido es Mancuso, que dirige en Florencia desde el 2005 el Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal. Pero no está ni mucho menos solo. Su laboratorio no sólo colabora con instituciones académicas de prestigio (como la Universidad de Bonn, la Academia China de Ciencias, la Universidad París Diderot o el Imperial College británico), sino que también ha engendrado un centro de investigación en Kitakyushu (Japón), coordinado por el profesor Tomonori Kawano. Se trata de seguir indagando en tres grandes líneas: la inteligencia, el comportamiento y la comunicación de los organismos vegetales. Y de hacerlo en red, sumando a la nueva causa el mayor número posible de biólogos y botánicos de todo el mundo.

Nos encontramos en un momento fascinante de la historia de la huma­nidad. Durante el siglo XX se fueron reconociendo, filosófica y jurídicamente, los derechos de todos aquellos colectivos que el hombre blanco había negado durante los siglos anteriores. El cambio al siglo XXI se está caracterizando por una ampliación brutal de ese campo de batalla de la otredad: algunos jueces han reconocido derechos humanos a primates superiores y el Parlamento Europeo propone que los robots sean personas electrónicas. ¿Los animales, las máquinas y los vegetales también tienen inteligencia y sensibilidad? Y, por extensión, ¿tienen derecho a que se estudien sus derechos? En un mundo de laboratorios de ingeniería genética y semillas patentadas, la ética parte de la consideración de una cierta realidad como sujeto individual. Probablemente haya empezado el lento camino que conduce a que las plantas adquieran identidad. No es casual que todo ello se produzca con un telón de fondo apocalíptico: el del cambio climático. El veinte por ciento de las plantas está en peligro de extinción y el sesenta por ciento de las quinientas especies de monos y simios del mundo podría desaparecer en los próximos cincuenta años.

Las plantas y sus relatos

Mientras que la conciencia animal y la inteligencia artificial cuentan con sendas largas tradiciones de representación narrativa, la vida de las plantas –en cambio– raramente merece un desarrollo particular o protagoniza ficciones. Aracne, Silverstone, Chocolate y Enano: así se llaman las encinas de las hermanas Oliver en la novela Las efímeras (Galaxia Gutenberg) de Pilar Adón, por poner un ejemplo muy reciente. En los cuadros vegetales de Georgia O’Keeffe –si optamos en cambio por una pintora clásica del siglo pasado– también hay una atención individual a los lirios, a las calas, a las petunias o al árbol del al­godón.

Nuestra deuda con las plantas comienza en la primera infancia. Mientras los niños aprenden tanto los nombres de los animales más comunes como los de especies que jamás verán en la realidad, como el leopardo de las nieves o el tiranosaurio rex, el aprendizaje de los nombres de los árboles y de las flores que los rodean en casa o en la calle se demora durante años. O tal vez nuestra deuda con las plantas comenzara muchos antes: en la infancia de la humanidad. Como Mancuso nos recuerda en su charla TED, en el Antiguo Testamento Dios le confía a Noé la conservación de una pareja de cada uno de los animales de la Tierra, antes de anegarla salvajemente, pero no le dice nada de las especies vegetales.

La Abuela Sauce de Pocahontas es uno de los pocos personajes vegetales de un imaginario, el de Disney, que se caracteriza –en cambio– por un interés sistemático en convertir el animalario en mitología pop. Es revelador que Pixar produzca en 1995 su primera película animada por ordenador, Toy story, a partir de un proceso demiúrgico similar al que Walt Disney y sus herederos llevaron a cabo innumerables veces con los seres animales, pero aplicado a objetos, cosas, juguetes. Como los personajes de Pirandello o los replicantes de Blade runner, los protagonistas de Toy story toman conciencia de su ser artificial; en su caso, de ser ficciones con cuerpo que dependen de la imaginación infantil, desmaterializada y mutante. En la serie Cars y en Wall-E los artesanos de Pixar insistieron en la mitología de la máquina cotidiana, incorporando los coches y los robots. Cuando Disney los compró, por tanto, se aseguró la posesión de algunos de los grandes relatos protagonizados por seres humanos, animales y artificiales de nuestro cambio de siglo. Pero la Abuela Sauce sigue siendo un personaje solitario, aislado, excepcional.

En Jardinosofía. Una historia filosó­fica de los jardines (Turner), Santiago Beruete recorre la historia de la hu­manidad mostrando cómo los jardines han sido el espejo filosófico de cada época. Lo que se consideraba belleza, orden, perfección, diálogo o viaje estaba representado –y lo sigue estando– en los jardines de esa sociedad. Desde el romanticismo la naturaleza inventada y en ­miniatura también va a significar amenaza. Y en el siglo XX, al tiempo que Europa pierde sus colonias y se impone una mirada postcolonial, los jardines también van a ser observados –como los zoológicos– como espacios de dominio y de violencia.

En paralelo, mientras tantos relatos insistían en la belleza de la flor o en la bonhomía de los árboles antiguos, los monstruos vegetales proliferaban en el ámbito de los géneros fantásticos, científicos y de terror. La ciencia ficción ha brindado, de hecho, los grandes ejemplos novelescos, cinematográficos y ­teleseriales de ese peligro, que a menudo se traduce en invasión. Vainas, esporas, plantas carnívoras y vegetales antropomórficos, muchas veces de procedencia alienígena, nos atacan o nos invaden en El día de los trífidos (1951), de John Wyndham, La invasión de los ultracuerpos (1978), de Don Siegel, o La tienda de los horrores (1960), de Roger Corman. Esos relatos revelan un miedo a lo vegetal monstruoso paralelo al que representan los animales (recordemos Los pájaros de Hitchcock), pero más escaso, más raro. Pese a que es un hecho que, como nos recuerda Mancuso: “El reino vegetal representa el 99,5 por ciento de la masa del planeta”.

En la conciencia de ese dato abrumador se basa la película El incidente (2008), de M. Night Shyamalan, cuya trama se puede entender desde los estudios de los neurólogos vegetales, que también han investigado cómo las plantas pueden cambiar de sabor o incluso emitir sustancias químicas de carácter disuasorio “en todas las hojas, lo que –mediante señales químicas volátiles liberadas a la atmósfera– pondrá en alerta a las plantas circundantes para que hagan lo mismo”. La película se inicia con el suicidio de varios personajes en parques de Nueva York. El protagonista, profesor de ciencias, en el escaso tiempo de reflexión que le concede la huida frenética de esa amenaza invisible, va entendiendo que se trata de una conspiración vegetal: los árboles se han puesto de acuerdo, las plantas han comenzado a liberar una neurotoxina cuyo objetivo es enloquecernos y destruirnos. Se insinúa que el reino vegetal ha entendido que somos una amenaza colosal y ha decidido neutralizarnos.

Elogio de la lentitud

Nos cuesta aceptar que hay inteligencia y sensibilidad en el mundo vegetal porque la literatura y el cine no nos han preparado durante siglos para tomar esa conciencia, como sí lo han hecho con lo animal y lo robótico. Tal vez sea cuestión de velocidades. Durante milenios sentimos que los animales y las máquinas se movían a velocidades semejantes a las nuestras. Ahora nuestro coche es mucho más rápido que el guepardo y nuestro teléfono móvil puede realizar operaciones algorítmicas que nuestro cerebro ni puede soñar, pero seguimos percibiendo esos dos reinos en una sincronía aproximada con el nuestro. El vegetal, en cambio, se mueve muchísimo más lentamente. Si no fuera por el viento, que tan bien sabe utilizar M. Night Shyamalan para sugerir la conversación de las hojas, parecería que está quieto.

Pero el siglo XXI nos ha brindado una gran metáfora para entenderlo. Las plantas son inteligencias en enjambre, son sistemas emergentes, son superorganismos: están descentralizadas, son horizontales, infinitos nodos en red. Son inabarcables. Si la Tierra se formó hace unos 4.600 millones de años, la vida celular nació unos mil millones de años más tarde y el primer ancestro de las algas surgió hace unos 1.600 millones de años, es relativamente reciente la presencia de vegetación fuera del agua: se remonta a cerca de 700 millones de años. Pero no hay que olvidar que las plantas fueron las pioneras de esa colonización. Nosotros, los primates, no llegamos hasta 650 millones de años más tarde. En otras palabras: los animales no sólo somos un 0,5 por ciento de la masa del planeta, también representamos una pequeñísima fracción de una historia biológica que nos engulle en su inmensidad. Millones de años antes de que Jorge Luis Borges escribiera La biblioteca de Babel, la naturaleza ya había construido estructuras que funcionaban como internet.

En Biodiversos (Galaxia Gutenberg), Stefano Mancuso conversa con Carlo Petrini, líder del movimiento Slow Food, acerca de lo que podemos aprender del mundo vegetal. En cierto momento Petrini evoca un viaje a Costa Rica y habla de las lecciones que conllevó: “La predisposición a la solidaridad, que requiere lentitud, ya que implica escuchar al otro”. La atención sólo se consigue tras un proceso de desaceleración. Atender es tomar conciencia del contexto en que existe el otro. Se puede ver la historia de la ciencia, precisamente, como la sucesión de laboratorios de extrema atención. De personas y de equipos, apoyados en la tecnología adecuada, que supieron observar y escuchar a la naturaleza.

En las primeras páginas de Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, Mancuso repasa los encuentros y desencuentros históricos entre los científicos y las plantas. El recorrido fue ampliado en su siguiente libro, Uomini che amano le piante. Storie di scienziati del mondo vegetale (que publicará Galaxia Gutenberg este año en español), una auténtica genealogía en la que él es el penúltimo eslabón. De esas lecturas se deduce que son tan importantes los encuentros de los científicos con sus sujetos de estudio como con otros interlocutores humanos, vivos o muertos. Son preciosas las páginas que Andrea Wulf dedica en La invención de la naturaleza . El nuevo mundo de Alexander von Humboldt (Taurus) al tiempo que pasaron juntos en Jena y Weimar esos dos lectores, escritores, viajeros y científicos, Goethe y Humboldt. La exaltación intelectual mutua, el colosal estímulo que supone el intercambio de ideas entre dos personas que están planteándose los mismos problemas. Porque Goethe no sólo escribió Las desventuras del joven Werther, Las afinidades electivas o Fausto –por citar algunas de sus obras literarias más célebres–, sino también “La metamorfosis de las plantas, en el que defendía que había una forma arquetípica o primordial que servía de base al mundo vegetal”. En su tiempo libre diseñaba jardines.

Aunque los viajes sean decisivos para entender la monumental aportación humboldtiana al conocimiento humano, deben ser contrapunteados con esos encuentros. Los descubrimientos tienen que dar necesariamente fruto en forma de conversaciones, conferencias o libros. Lo primero que hizo Darwin cuando publicó Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo fue enviárselo a “su ídolo, recurrió al halago y escribió en la carta de acompañamiento que habían sido las historias de Humboldt sobre Sudamérica las que le habían inspirado el deseo de viajar”. Así se construye la tradición intelectual sobre la que se apoyan los cambios de conciencia.

Wulf también explica el intenso diálogo intelectual entre Thoreau y Emerson: aunque hicieran miles de excursiones por separado, el intercambio epistolar y la conversación catalizaron la solidez de sus respectivos sistemas de pensamiento. Ambos buscaban “la unidad de la naturaleza”, pero diferían en el vehículo para encontrarla. Mientras Emerson “creía que esa unidad no podía descubrirse solo con el pensamiento racional, sino también por intuición o mediante algún tipo de revelación divina”, el autor de Walden compartía con Humboldt la convicción de que la “totalidad” solamente “podía comprenderse entendiendo las conexiones, las correlaciones, los detalles”.

No se trata, por tanto, de convertir la conciencia de nuestra deuda milenaria con el reino vegetal en un sentimiento religioso o en una moda new age. Debemos, en cambio, seguir aprendiendo acerca de esos sistemas complejos y fascinantes, con sus propias manifestaciones de inteligencia y de sensibilidad. Observar. Escuchar. Prestar atención. Sin prisa pero sin pausa, a sabiendas de que nuestra velocidad no es la de las plantas y que es preciso buscar nuevas sincronías. Ellas no tienen prisa. Las frutas, hortalizas y verduras se han adueñado de gran parte de nuestras dietas. Las especias han colonizado nuestro paladar. Las rosas o las orquídeas han conquistado nuestro canon de belleza. El tabaco y la marihuana han invadido nuestros pulmones y nuestros cerebros. Exterminamos los árboles para construir nuestras ciudades y después las llenamos de parques, jardines, nuevos árboles. Saben esperar el momento de que rectifiquemos. Recordemos el título de Jorge Wagensberg: Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta? (Tusquets).

En YouTube hay miles de vídeos que te muestran, a cámara rápida, la floración, el crecimiento o la expansión de las plantas. Tolkien creó los ents, esos árboles pastores de la Tierra Media que, pese a moverse lentamente, colaboran en el triunfo de las fuerzas del bien sobre las fuerzas del mal. Como la Abuela Sauce, los ents traducen a nuestra época una mitología antigua, la de los árboles parlantes y sabios. También forma parte de nuestro inconsciente colectivo el lenguaje de las flores, que durante la era victoriana llegó a ser un auténtico código secreto, de modo que podías enviar o recibir telegramas cifrados en clave de arreglos florales, y algunos de cuyos significados todavía perviven: las rosas rojas significan todavía amor, las flores blancas sugieren aún inocencia. En los cuentos y leyendas las plantas nos han hablado desde siempre. Está llegando el momento en que, al fin, estaremos preparados tecnológica y científicamente no sólo para escucharlas, sino también para entenderlas.

En un futuro lejano un ensayista tal vez escriba que sobre eso precisamente trataba la película La llegada (2016), de Denis Villeneuve: no de nuestro diálogo con inteligencias alienígenas, sino de nuestro lentísimo descubrimiento del idioma de los seres vivos más antiguos de la Tierra.

JORGE CARRIÓN