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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Oso

"Había en él -escribe la autora- unas profundidades que Lou no podía sondear, que no podía palpar ni destruir con los dedos del intelecto". Asilvestrada, casi al borde del autismo o de la demencia, renace "limpia, sencilla y orgullosa".

La engañosa oposición entre la vida libresca y la vida apegada a la naturaleza es un tema demasiado trillado que se presta a la moraleja simplificadora, pero también puede ser tratado de una forma que lo eleve por encima del tópico de la ignorancia dichosa, que además no puede ser, para quienes ya saben, ideal ninguno. Más allá de lo escandaloso de su asunto, que aborda las relaciones íntimas de una mujer con el animal mencionado en el título, esta extraña y delicada novela de la canadiense Marian Engel narra la transformación -la metamorfosis- de una bibliotecaria infeliz después de dejar atrás su «gris mundo privado» para instalarse, casi completamente sola, en una isla perdida. Al cambiar el trabajo rutinario de la institución donde languidecía por el contacto con un entorno medio salvaje, Lou descubre una forma primordial de bienestar que libera su alma «gangrenada» -también su cuerpo, porque ambos son la misma cosa- de las excrecencias que la habían convertido en una reclusa.

Menos sensual que perturbadora, la novela de Engel no apela a la buena conciencia ecológica -el huerto del que se habla nunca prospera- ni contiene llamados explícitos de ninguna clase. Tampoco apuesta por un discurso ingenuo y de hecho la descripción de las condiciones duras pero estimulantes en las que se desenvolvieron los pioneros -la protagonista habita la casa que fue de uno de ellos, incongruentemente decorada- se alterna con reflexiones a propósito de Trelawny, el amigo y biógrafo de Byron y Shelley, o el beau Brummell, entre otros autores o personajes relacionados con el legado no demasiado valioso que debe catalogar. Y en todo caso el hallazgo no espera entre los libros, sino afuera, de la mano de «una enorme criatura viva, más vieja, grande y sabia que el tiempo». Poco a poco, al principio con temor y después con reverencia, la joven se acerca al inmenso animal. Nadan, retozan, bailan, el oso lame su sexo y ella goza como nunca antes. Y lo ama. «Había en él -escribe la autora- unas profundidades que Lou no podía sondear, que no podía palpar ni destruir con los dedos del intelecto». Asilvestrada, casi al borde del autismo o de la demencia, renace «limpia, sencilla y orgullosa», fuerte, pura. No es la bella la que ha humanizado a la bestia, sino a la inversa.

Por Ignacio F. Garmendia