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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Pasión animal y literaria

A partir de la relación entre una bibliotecaria y un oso, la canadiense Marian Engel logra triunfar en la difícil tarea de construir una buena novela erótica.

Acerca de un verso del poeta americano Robert Frost, “La tierra fue nuestra antes de que nosotros fuésemos de ella”, Margaret Atwood comentó que estas palabras nunca hubiesen podido ser imaginadas por un canadiense. El vasto territorio al norte de la frontera con Estados Unidos, con “demasiada geografía y poca historia”, nunca fue poseído por nadie, y las poblaciones indígenas se dicen sus guardianes, no sus dueños. Los primeros inmigrantes europeos comprendieron rápidamente que su tarea en el Gran Norte no era la de conquistar sino la de sobrevivir. La sobrevivencia, como apuntó Atwood en uno de sus primeros libros, es el rasgo que por sobre todos define la identidad de Canadá.

Marian Engel empezó a escribir de muy joven. Hija de maestros instalados en un pueblecito del norte de Ontario, creció (como Atwood) aprendiendo a adaptarse a los rigores del clima y de la naturaleza. Publicó su primera novela a los 35 años, y aunque fue bien recibida por la crítica, la obra a la que debe su fama en Canadá es Oso, publicada en Canadá en 1976, cuando causó un escándalo en la atmósfera puritana de aquellos tiempos. Sin lugar a dudas, Oso es una obra maestra de la literatura canadiense, y también de la literatura erótica universal.

Engel contó que empezó a escribir Oso con el propósito de componer una novela pornográfica que le permitiese ganar un poco de dinero para educar a sus hijos después de su divorcio. Al cabo de algunas páginas, sintió que la obra se escapaba a tal propósito mercantil y cobraba una vida autónoma e insospechada. Lo cierto es que Oso logra lo casi imposible: ser una novela a la vez sólidamente literaria y profundamente erótica.

Oso narra un retour à la nature como proponía Rousseau: dejar atrás las penas y labores urbanas para regresar a un estado edénico y primitivo. Sin embargo, la protagonista del relato de Engel, bibliotecaria en la ciudad de Toronto, no va en busca del paraíso perdido, sino que parte hacia los bosques de Ontario con el propósito de investigar, en una islita alejada, los documentos y volúmenes que una anciana dama legó a la biblioteca. Allí descubre que la familia de la dama ha conservado, además de los libros y papeles, un oso dócil y viejo, encadenado a su caseta como un perro, y al que la bibliotecaria debe alimentar todos los días. Día a día, la relación entre la mujer y el animal se hace cada vez más íntima, y al cabo de unas pocas semanas, desemboca con toda naturalidad en un acto erótico. Es así como Engel nos describe el inicio del encuentro en la reciente traducción de Magdalena Palmer: “El oso lamía. Buscaba. Lou podría haber sido una pulga a la que él estaba persiguiendo. Le lamió los pezones hasta que se le pusieron duros y le relamió el ombligo. Ella lo guio con suaves jadeos hacia abajo.

Movió las caderas: se lo puso fácil.

—Oso, oso— susurró, acariciándole las orejas. La lengua, no solo musculosa sino también capaz de alargarse como una anguila, encontró todos sus rincones secretos. Y, como la de ningún ser humano que hubiera conocido, perseveró en darle placer. Al correrse sollozó, y el oso le enjugó las lágrimas”.

Pocos géneros son más arduos que el de la literatura erótica que debe abrirse un mal definido camino entre lo fríamente clínico y lo meramente soez. La obra de Sade, por ejemplo, sin su contexto filosófico, es una tediosa lista de arduas combinaciones gimnásticas; las sucesivas Sombras de Grey no son más que una glosa de Sade mal leído por Corín Tellado. Una biblioteca de obras eróticas que sean también literatura no sería voluminosa: incluiría clásicos como los poemas de Abu Nuwas, la larga novela El Señor del gozo perfecto, de Xu Changling; La lozana andaluza, de Delicado, y Las relaciones peligrosas, de Laclos, algún escrito de Pieyre de Mandiargues y de Anäis Nin, alguna novela de Alan Gurganus y de Alan Hollinghurst, la obra completa de Alberto Ruy Sánchez y algunas pocas más. En literatura al menos, las relaciones eróticas no se circunscriben necesariamente a nuestra especie y ciertas obras admirables describen una relación más franciscana: Mi mujer mona, de John Collier, con una chimpancé; Mi perra Tulip, de J. R. Ackerley, con una cachorra; El rabino pagano, de Cynthia Ozick, con un árbol. Para el lector en castellano, a esa sensual y aristocrática lista debe agregarse ahora Oso, de Marian Engel.

Por Alberto Manguel