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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Penelope Mortimer. Casa de muñecas

Imaginemos la siguiente escena: atrapadas entre el comedor y la puerta de la cocina, tres apocadas amas de casa comparten una taza de té en una de esas mortecinas tardes inglesas.

Quién sabe si producto del aburrimiento o de la falta de escapatorias vitales, una de ellas pisa el acelerador de su imaginación y evoca un número de vodevil en el que baila unos pasos de claqué sobre la tumba de su marido, el culpable en la sombra. En Pennies from Heaven, Dennis Potter contemplaba, desde la ironía, esa situación de hastío que sacudía interiormente a la mujer. La sensación de quemar etapas a toda velocidad, cumplir sueños artificiales y llegar al final de la meta, sin objetivos, apenas frisada la treintena. La sociedad ha hecho de la casa de muñecas un ideal, una aspiración, un sendero por el que tarde o temprano debemos caminar… aunque luego no sepamos cómo salir de allí. La vida de Penelope Mortimer fue bastante agitada: varios matrimonios, unos cuantos hijos y una relación tempestuosa con uno de sus maridos, el también escritor John Mortimer. Fruto de esa turbulencia nació El devorador de calabazas, la novela que publica Impedimenta. Una exhumación de ese malestar, de la ausencia de ideas, de un mundo a punto de desbordarse, que la prosa de Mortimer destila hasta sus últimas consecuencias.

A media voz, como el débil renglón de un diario íntimo, Mortimer presenta el escenario del campo de batalla: un matrimonio roto, cuyas heridas apenas pueden disimularse, en el que no hay lugar para la posibilidad de diálogo. Ella, observada por un médico y un psiquiatra, aborrece su maternidad, no entiende su matrimonio y confía el futuro bienestar a la torre que la familia está construyendo en un terreno comprado junto al bosque. Él, nervioso, narcisista e infantil, la toma por loca y enferma, por caprichosa; le hace el amor por pura necesidad y porque piensa que es la medicina perfecta para aplacar esa agonía que tanto desconoce. Ese desaliento que se enreda en cada palabra, en cada muestra de afecto, que Mortimer exterioriza como una emoción deformada, destrozada, incapaz de proporcionar algo parecido a la felicidad. Ni siquiera la sensación de que pueda existir.

El devorador de calabazas arranca con los síntomas de la tristeza infinita de su protagonista para glosar, párrafo a párrafo, sus intentos por no hundirse en ella. Así, Mortimer retrata a sus padres con esa mezcla de debilidad y culpa, con ese cariño sensible hacia el padre y esa fricción continua con la madre. Ni uno ni otra pueden hacer nada por quitarle parte de ese peso que carga a sus espaldas. Probablemente nadie puede, aunque todos se empeñan en diseñar planes para desviar la fuerza de ese torrente de ansiedad. El psiquiatra cree entender su malestar como un deseo no satisfecho de volver a ser madre, el marido confía en que la opulencia de un nuevo hogar colmará las expectativas, la protagonista compromete su bienestar a esa futura torre en la que reunirá, como en un antiguo castillo, a toda la prole. Cada palabra (pronunciada o dada) intenta ocultar ese desbordamiento, como un arranque de mal genio en mitad de una discusión; la evidencia de que esa realidad matrimonial se desintegra sin remedio. Y peor aún, que nadie, ni siquiera su propia protagonista, consigue detectar ese dolor interior que la atenaza hasta dominarla completamente.

Resulta raro pensar en qué consiste la vida, cómo se construye cada uno su presente, de qué manera se ama o qué forma es la apropiada para sentir. Esas son algunas cuestiones que Mortimer convoca en las reflexiones de su protagonista. Esa frustración, esa ausencia continua de conceptos, de nombres que puedan detectar el alcance de daños que unos y otros le han provocado. De ahí, pues, la maraña de episodios en los que una agria discusión conyugal se entremezcla con una escapada mental en busca de algo parecido a la tranquilidad. De ahí esa escritura tan firme como balbuceante, tan dañada como temerosa, tan rotunda como clara. La escritura de alguien que ha vivido eso que describe, que ensaya a través de la ficción una forma de responder a aquello que se ha instalado dentro de ella, con lo que todavía no sabe cómo lidiar. Un intento, una evocación, un informe desde el ojo del huracán de esa soledad a la que el paternalismo condenaba a la mujer. Una exploración de ese tormento tan silencioso que la moral más desagradable definía como una enfermedad, un pequeño trastorno que se podía curar mediante un ejercicio de (mayor) docilidad.

En efecto, Richard Yates, John Cheever, parte de la sociología de los 60 o las poesías de Anne Sexton y Sylvia Plath, han tratado de encontrar una posible salida del laberinto, de esa casa de muñecas que la sociedad convirtió en prisión para la mujer. Penelope Mortimer, en cambio, prefirió mostrar la pérdida, esa identidad a medio construir, la carencia que no podía paliar el capital, el sexo o la autorrealización familiar. Por eso duele tanto pasar las hojas de El devorador de calabazas, por la autenticidad que impregna cada descripción, como un retrato psicológico al borde del colapso. Un matrimonio fracturado, abandonado a unas palabras que han perdido su referente, incapaz de ofrecer amor, ni siquiera comprensión. Abatido, desbordado, desnortado. Un relato sin respuestas, nacido del dolor. Una escritura encerrada en una casa de muñecas, en busca de su propia voz, que no se caracteriza por su tristeza, sino por su soledad.

Por Óscar Brox