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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Queda el misterio: «Picnic en Hanging Rock»

Entre las cosas hay un espacio. Entre el parpadeo, entre los segundos. Es una sangría de dimensiones, un tajo en la realidad; tan vasto que, si te descuidas, puedes no saber dar la vuelta y perderte para siempre.

En Hanging Rock, una formación rocosa cerca del monte Macedon, el día de San Valentín de 1900, un año antes de la independencia de Australia, los relojes se pararon en el contorno del área del picnic de la roca; las dimensiones se cruzaron con dos circunferencias tangentes y en el espacio intermedio desaparecieron tres jóvenes y una de las profesoras del colegio para señoritas Appleyard. Una de ellas, la heredera Irma Leopold, fue encontrada semanas después gracias la febril búsqueda emprendida por Michael Fitzhubert, de visita en casa de sus tíos y el único testigo de la excursión de las muchachas a las cercanías de la roca.

Picnic en Hanging Rock es una historia sobre el misterio, no una historia de misterio. En estas la resolución del enigma es la meta que deja satisfecho al lector, tranquilizado en su conciencia porque, al final, el desorden es ordenado, el caos restaurado en armonía. En cambio, Picnic en Hanging Rock explora la belleza del desorden, la lógica inmanente, la armonía perfecta, matemática, del caos. Hay un patrón en el misterio, pero no lo vemos porque estamos dentro de él, demasiado cerca. Como en El misterio religioso, un tebeo escrito por Grant Morrison y dibujado por Jon J. Muth para el sello Vértigo, la escrupulosa recopilación de pequeños elementos no forma una imagen de conjunto, solo multiplica el misterio. Entonce este adquiere una dimensión trascendente, metafísica, capaz de revelar una verdad de orden superior que no se puede formular en palabras pero es tan real como la piel de la roca, e igual de tangible.

Escrita en 1967 por Joan Lindsay es con toda probabilidad y junto a Pánico al amanecer de Kenneth Cook, el libro más influyente de la ficción australiana; o por decirlo de otra manera ambos son las manifestaciones clave, definitorias, de la australianidad. Alejadas del pintoresquismo, intrigantes, sinuosas, a la vez ligeras y terribles, con una valoración capital del paisaje y los elementos telúricos, del aislamiento y de los ritmos hipnóticos de un continente que ha producido una serie de ficciones de singular pregnancia misteriosa. Describe meticulosamente los lugares y la naturaleza, la cadencia hipnótica de las cosas y la fuerza mística de los espacios. Se introduce en las mentalidades y psicologías de su rica variedad de personajes -espléndida en este sentido la traducción de Pilar Adón- ofreciendo un corte transversal de la sociedad australiana de principios de siglo en una época, la suya, en la cual la construcción de un carácter nacional estaba presente en su propio tiempo.

Lindsay se sirve dentro de su sofisticada estructura de ciertos aspectos del relato gótico y también de la puntillosa e irónica observación de costumbres de la novela británica, contraponiendo la rigidez victoriana de los personajes británicos con la libertad y franqueza de los australianos, pero reconstruidos desde mediados de los 60. Así articula un relato coral donde la desaparición de las muchachas, inexplicable, mágica, es como una piedra arrojada en mitad de un lago: provoca una serie expansiva de ondas que afectan a todos aquellos alrededor del impacto; casi como una sincronicidad jungiana, un efecto mariposa que, de nuevo, remite a la belleza del caos, que no es sino una forma de orden que nos resulta ininteligible al estar formulada en unos códigos que desconocemos.

Por Adrián Esbilla