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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Por el amor de Murdoch

Este año se celebra el centenario de la autora irlandesa, referente literario. Monjas y soldados se traduce por primera vez.

La primera palabra que leemos en Monjas y soldados es un apellido, «Wittgenstein». Y apenas unas líneas más abajo aparece un «¿Amor?», así, entre signos de interrogación. Y ya está todo ahí y por lo tanto el escenario está dispuesto -por suerte restan tantas páginas por delante- para que la maquinaria del universo de la centenaria Iris Murdoch (Dublín, 1919) vuelva a ponerse en funcionamiento. Está tan bien que así sea y que vuelva a ser. Y que ahora sea el turno de esta novela de 1980 donde vuelve a explorarse El Tema singular de una autora única: la compleja filosofía de los sentimientos y, en especial, de ese amor que incluye al odio así como a todas las estaciones intermedias.

Como sucede con todas sus novelas, su trama es fácil de destilar en una oración pero imposible de resumir en varias Digamos entonces que Monjas y soldados -inmediatamente posterior a esa profunda cima que es El mar, el mar y, también muy astuta variación sobre el aria de Las alas de la paloma de Henry James- es otra de amor y de con amor y de por amor: porque el amor es todo lo que necesitas además de que el amor te necesite tanto. Y aquí los necesitados son muchos -como sucede siempre en el Mondo Murdoch- pero destaca y define y mueve los hilos enredándose el polaco Pete, alias El Conde: el típico personaje murdochiano, mitad santo mitad hechicero velando por los destinos de la servicial viuda Gertrude y del joven pintor fracasado Tim y del agonizante Guy (su adiós a este mundo ocupa las más de cien primeras páginas de Monjas y soldados) y de la benéfica punki Daisy y de la exreligiosa Anne. Todos girando y evolucionando en un tan angelical y endiablado minué cuya cadencia se ejecuta aquí alrededor del tema de la pasión más allá de la diferencia de edades. Y abundan -tal vez más que en ninguno de sus títulos- la conformación y separación e intercambio de parejas. Como bien dijo a propósito de Murdoch una de sus discípulas, A. S. Byatt, citando a E. M. Forster, «suele haber más amor en las ficciones que en las vidas».

Adictiva

Y las ficciones de Murdoch solo aspiran a enamorar con sus enamoramientos. Y vaya si lo consiguen. Leer a Murdoch es como caer en un trance o despertar del más largo de los sueños: de pronto, todo parece nuevo porque el cielo está lleno de flechas a la caza de cerebrales corazones. Su fan confeso Martin Amis a la hora de reseñar este libro apuntó, dando en el blanco, que «las novelas de Miss Murdoch son todas tragicómicas en el sentido de que la mitad de los personajes suelen concluir viviendo por siempre felices mientras que la otra mitad acaba en soledad… Todos creen, como cree Miss Murdoch, que ‘el amor es su significado’… Y son adictivos como adictivas son las páginas que habitan y como lo es la condición misma del amor: quieres saber cómo terminará todo pero, al mismo tiempo, querrías que nunca se acabara».

Pero se acaba, claro. Y los finales en Murdoch -como en las tragedias y comedias de su maestro Shakespeare- suelen ser una especie de recuento de transfiguraciones. Entonces ya nadie es quien era al principio y ese dubitativo «¿Amor?» es ahora un «¡Amor!».

«Wittgenstein», en cambio, sigue siendo «una especie de amateur con una ingenua y conmovedora fe en el poder del pensamiento puro. Además, ese hombre estaba seguro de que nunca llegaríamos a la Luna.

Murdoch fue y vio y aquí vuelve. Que siga siendo así, por amor a lo que o quien sea. Que sea así siempre por amor a y a lo de Iris Murdoch.

Rodrigo Fresán