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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Provocación (Impedimenta), de Stanislaw Lem

El ser humano no se ha llevado bien con la aleatoriedad, el azar. Introduce las arenas movedizas de los imprevistos y lo impredecible en las ecuaciones con las que su ansia de control pretende que doten de cimientos firmes a la circulación por la vida. Stanislaw Lem (1921-2006) establecía en sus fascinantes novelas La investigación La fiebre del heno, ambas reeditadas por Impedimenta, una aguda y certera reflexión sobre la causalidad y la casualidad. En la primera alguien se preguntaba ¿Y si el mundo no fuera un rompecabezas desordenado ante nuestros ojos, sino una sopa en la que flotan, sin ton ni son, tropezones que, de vez en cuando y al azar, se juntan para constituir una unidad?. En el último de los cuatro ensayos, sobre libros imaginarios o en proyecto, que componen Provocación (Impedimenta), vuelve a realizar una oportuna incisión en nuestro denodado, y en bastantes ocasiones arrogante y autoindulgente, esfuerzo por querer domesticar al azar, o directamente negarlo. Al fin y al cabo, la incógnita de la muerte es la máxima contrariedad con la que nos enfrentamos y por tanto aquella con la que ha resultado más difícilmente lidiar, por muchos relatos que se hayan ideado con aditamento de instancias o entidades divinas que doten de cierta regulación del tráfico aquí y en la incerteza de la muerte. Orden y consuelo, las píldoras que ha necesitado el ser humano para sentir que transita en un mundo ahora y después regido por unas pautas predeterminadas (o predeterminables). Tanto la fe como la ciencia confirieron al mundo visible unas características que eliminaban de él el ciego e imprevisible azar como causante de todos los sucesos (…) Lo sacro y lo profano se basan en un orden universal. Por eso, en ninguna de las creencias del pasado el azar era la máxima instancia de la existencia y, también por eso, la ciencia tardó mucho tiempo en reconocer el papel del azar, creativo e impredecible a la vez, en la formación de la realidad. Desde la invención del hacha, las creencias humanas se pueden dividir en las más bien «consoladoras» y en las solo ordenadoras del mundo en que vivimos.

Por otra parte, al ser humano además de esa compulsiva necesidad de orden (sentido) y consuelo, le ha caracterizado cierta inclinación al ejercicio de infligir daño y de la destrucción (con una voracidad que aspira a que pueda ser a gran escala). Como el niño que sufre berrinches ha encontrado en los genocidios algo más que un consuelo, una particular satisfacción. Se siente que se controla los acontecimientos, aunque sea por dar rienda suelta al desquiciado capricho. Disponer de las vidas ajenas es una retorcida forma de conjurar la impotencia frente a la aleatoriedad. Es una confortable manera de sentirse un dios y no una criatura vulnerable y desvalida con fecha de caducidad. Aspernicus racionaliza los intentos de racionalización que a lo largo de los siglos se fueron sucediendo como justificación de los genocidios (…) la disminución del beneficio, esto es, del factor motivacional con respecto al factor justificativo, o en otras palabras, un predominio creciente del provecho espiritual sobre el material. Muchos exterminios se han realizado por el mero enriquecimiento, pero otros por mero desprecio o mera antipatía, lo cual ratifica, por si no quedaba claro, que por mucho que queramos sentirnos dioses, no somos sino el virus más tortuoso y dañino existente en este planeta. Lem, a través de ese libro imaginario de Aspernicus, se centra particularmente en el genocidio nazi que, en su hipocresía, se apoyó en dos pilares: la ética del mal y la estética del kitsch. Esta idea del kitsch se puede trasladar a múltiples formas de relacionarse con la realidad que el ser humano prefiere generar de modo sintético: Ser un esbirro integrado de un sistema sintiendo que actúa de acuerdo a su propia voluntad, despreocupado, eso sí, de las consecuencias de sus actos y omisiones. Se actúa de acuerdo a un guion, cual resorte, pero se está convencido de que se actúa de acuerdo a unas propias decisiones o elecciones. El principio fundamental del kitsch es que no lo es para sus autores; ellos en su subjetividad, están convencidos de que se trata de una pintura de calidad (…) las personas no pueden actuar, dar un paso adelante, saludarse, ni individualmente, ni en grupo, sin someterse a un patrón, es decir, sin un estilo o un ejemplo. Esta enajenación, o esta banalidad consustancial del género humano (nuestro retorcimiento, en general, no es muy sofisticado sino más bien kitsch), conecta al genocidio nazi con nuestra forma de relacionarnos con la realidad. Incluso, por nuestra tendencia a la autoindulgencia y la justificación, en la escala que sea, resulta necesario un enfoque que asuma integrar el nazismo en el orden de la cultura mediterránea, y que no permita tratarlo como una excepción a la regla, como un descarrío macabro.

Esa banalidad, la del mal con sus diversas formas, evidencia nuestra tendencia irreflexiva, tendente a la inercia, al consumo voraz y al aprovechamiento depredador. El principio de Lem: Nadie lee nada; si lee no entiende nada; si entiende algo, lo olvida inmediatamente. La reflexión dialéctica (como la empatía) no ha sido nuestra inclinación más frecuente, más bien proclive a la colisión de cornamentas de ego. Al fin y al cabo, el mismo genocidio nazi nunca fue desentrañado del todo mediante el razonamiento analítico. Practicantes del olvido, que puede camuflarse en la mera condena que asemeja al lavado de manos o en la elusión de yo no estaba allí, más bien hemos preferido pasar página como si fuera la losa de una tumba que nos aísla de hedores en los que podamos reconocernos. Por eso, la suficiencia, la justificación y la autoindulgencia no carece de practicantes ni dispone de límites. En un muy sugerente ensayo sobre una imaginaria obra que se centra en lo que todos los seres hacemos en un minuto, se señala que si todos los seres humanos fueran arrojados a las aguas que constituyen el planeta, solo se elevaría un centímetro el nivel del mar, lo cual debería hacernos tomar consciencia de que nosotros, que con nuestras tremendas acciones hemos envenenado el aire, el suelo, los mares, que hemos desertificado las selvas, que hemos exterminado miles de millones de especies de animales y plantas que aparecieron hace cientos de millones de años; que hemos alcanzado otros planetas y que hemos cambiado incluso el albedo de la Tierra revelando así nuestra presencia a los observadores del espacio exterior, podríamos desaparecer así de fácil y sin dejar rastro. Aunque nos hayamos esforzado en dejar un rastro de plástico, más duradero que nuestra suficiencia con fecha de caducidad (cuando toque desvanecerse en la nada de la muerte, la carcajada última de la aleatoriedad).