cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Reflotan El Cristiano Mágico

Cuando me enteré de que Impedimenta publicaba El cristiano mágico de Terry Southern lo primero que pensé fue si sería “el de la película esa de Ringo”. Ringo Starr, batería de los Beatles, hizo en los sesenta numerosas incursiones en el cine que parecían compensarle, sacando a la luz su faceta de cómico –dicho esto en el mejor de los sentidos– de ese “place in the back” que ocupa el batería en casi todas bandas.

Esto me llevó inmediatamente a otra película en la que actuó, Candy, basada precisamente en otra novela de Terry Southern. Compré esa novela sólo por la versión cinematográfica de Ringo y su ambientación en el Swinging London, en una versión de editorial Bruguera, creo recordar, con una portada totalmente pop en la que aparecía la rubia Candy como icono de algo entre mujer objeto y diosa de la religión de la época, sexo, drogas y rock and roll. Este libro salió de mi biblioteca hace ya años, en plena ofuscación contra la subliteratura, en medio del afán, por otra parte necesario, de hacer hueco a manifestaciones más dignas y elevadas de las Letras y también –lo confesaré en voz baja porque no recuerdo quien era el traductor– con el plan secreto de que tal vez algún día lo volviera a comprar, en versión original. Porque la traducción importa, y aunque esto está a perpetuidad sometido a debate, si no dignificarlo a veces consigue no poner peor un original que no es precisamente un dechado de arte y oficio, de igual manera que puede hacerlo caer hasta el suelo: porque la traducción nos da en ocasiones una cara del texto que no es la mejor, ni la más adecuada, por un sinfín de razones. Aclararé que no pretendo, y mucho menos con tantos años de distancia, juzgar aquella traducción de Candy, sino únicamente poner de manifiesto que aquella versión, leída por un impulso que además era más estético e ideológico que literario, me dejó con la impresión de que el tal Terry Southern era un jeta impresentable.

A día de hoy confesaré, esto ya en voz alta y a los cuatro vientos, que lamento muchísimo haber echado a Candy de mi estantería y de mi casa, y celebro haber aceptado la invitación de Impedimenta a la presentación de El cristiano mágico que sí, en efecto, era “el de la película de Ringo”. Porque Terry Southern no pasará al Olimpo de la Literatura, pero Enrique Gil-Delgado ha conseguido que la versión castellana ponga al libro en el lugar que merece ocupar, que es un buen ejemplo de la contracultura americana de los sesenta (el libro apareció originalmente en 1959, la película se estrenó diez años después) y una sátira del dinero y de la sociedad de la época. Gil-Delgado nos contó en la presentación que le había propuesto la traducción a Enrique Redel, editor de Impedimenta, lo que nos da una idea de su implicación en el proyecto. No pretendo decir que un traductor que presenta un proyecto a un editor haga mejor su trabajo, pero sí creo poder afirmar que en estos casos la vinculación del traductor como lector en profundidad de ese texto, y como conocedor de primera mano de los entresijos de la obra, puede dar una dimensión y un brillo al resultado final personales y muy interesantes. Sobre todo cuando se trata de obras minoritarias, no me gusta decir “de culto”, o representativas de grupos o culturas que nos son más conocidos, amplios o aceptados socialmente. Y para que El cristiano mágico fuese una perfecta versión española de The Magic Christian venía muy bien, a mi parecer, que el traductor fuese un connoisseur y la editorial la adecuada. Creo que se dan ambos factores.

No lean El cristiano mágico si sólo buscan alta literatura. No lo lean si tratan de encontrar el retrato de una época, de un colectivo humano, de un pueblo concreto o una determinada clase social. No lo lean si no conciben la lectura como entretenimiento. El cristiano mágico es un libro para divertirse, para reírse, y para pensar. Sátira y extravaganza a partes iguales, es como esas películas de humor retorcido donde, en el primer gag, no te atreves a reírte, en el segundo sonríes y a partir del tercero te ríes a carcajadas. “Una afilada sátira sobre el poder del dinero”, reza la faja. Sin duda. Pero dada la vuelta dos veces. Porque Guy Grand no es un hombre serio que amasa fortunas: es un consentido grandecito que dilapida la que tiene de las maneras más rebuscadas y crueles. Y ahí es donde empezamos a sacar a la luz, como el arqueólogo en la excavación, los tesoros escondidos de la novela. El amo del mundo –del mundo occidental, faltaría más– está dispuesto a comprobar cuánto tardará en acabarse su dinero no ya poniendo a prueba al ser humano, sino haciéndole revolcarse literalmente en la inmundicia: se le ocurre, por ejemplo, zambullir una respetable cantidad de billetes en una tina llena de desechos orgánicos –vamos a dejarlo ahí– para comprobar cuánto tarda la gente en lanzarse a su caza y captura, a pesar del riesgo obvio de acabar, cuando menos, muy, muy sucio. Nos deja pensando quién es peor, si él mismo en su maleducada prepotencia o los demás, dispuestos a todo por un puñado de dólares. Y su figura, en mangas de camisa, ayudando a los operarios a disponer la tina del sacrificio, es la del petrolero que se hizo a sí mismo y vela por sus bienes, conseguidos con tanto trabajo, que retratan películas como Gigante desde un prisma más serio. Satisfecho con su travesura, el niño malcriado regresa al hogar, al calor de las tías solteras que siguen mimándolo, con una atmósfera casi de Henry James en Washington Square, donde el servicio avisa de la llegada de una visita o de la cena que está preparada. El cristiano mágico carece además de aquel guiño que hacía la versión cinematográfica (trasladada a Londres y protagonizada por Peter Sellers) a la historia de El príncipe y el mendigo, y se mantiene dentro de los límites del americanismo anterior a la corrección política (véase el episodio en el que la tía le pide que “ayude” al novio judío de la criada… no, no se conforma con sugerir que hay que darle dinero… desternillante), consigue agitar a las masas y lograr que se enzarcen en una pelea (con lo que goza indiscutiblemente) y retrata con brillantez, en el episodio final, una vida ociosa hasta lo obsceno (que materializa en la experiencia del crucero) haciendo una parodia del Titanic (la descripción de salones, pianos, camarotes y vajillas me recuerda, salvando las distancias, a la de Joseph Conrad y de los pasajeros del barco (al estilo de la que se hace en Wall-e).

No lean El cristiano mágico si buscan una estructura compleja y trabajada, más allá de la alternancia de escenas de Guy-niño-protegido-al-calor-del-hogar con las de Guy-hombre-de- negocios-despiadado (interesado en deshacerse de parte de su dinero, no en hacerse con más). A no ser que busquen entretenerse, claro, o comprobar cómo lo que se criticaba hace 50 años sigue teniendo plena vigencia hoy, o cómo en aquellos tiempos la corrección política pasaba a segundo plano, que es algo que a veces conviene no olvidar. O cómo, por último y no menos importante, un traductor convencido ha defendido una obra que, tras pasar por su mano, ha encontrado un hueco en la edición… si, voy a decirlo: de culto, porque el resultado de su trabajo pone a la versión española al mismo nivel que la original, y no por debajo. En estos últimos casos, por favor, no pasen de largo cuando la vean en su librería. No se arrepentirán, se lo garantizo.