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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Reinventando la era victoriana

Desde películas como la recién estrenada «La doncella» hasta las novelas más de moda, el siglo XXI parece estar fascinado por la era victoriana o, mejor dicho, por reinventar una nueva era victoriana, a la medida de sus sueños y deseos más oscuros y húmedos.

La doncella del coreano Park Chan-wook, autor entre otras de la mítica Oldboy original, es un ejemplo cinematográfico pluscuamperfecto de cómo la mirada del nuevo milenio se apropia del universo victoriano, para llevarlo a nuevos territorios exóticos y sorprendentes. Así, tomando como punto de partida la novela Fingersmith de Sarah Waters -publicada entre nosotros como Falsa identidad (Anagrama)-, cuya acción se desarrolla en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XIX, el realizador traslada su argumento a la Corea de los años 30, bajo la dominación japonesa, estableciendo una serie de paralelismos que enriquecen nuestra concepción tradicional de «lo victoriano». Las relaciones de clase descritas por Waters en su deconstrucción ya clásica del relato dickensiano se traducen aquí a las existentes entre la élite japonesa imperial e imperialista y los súbditos coreanos sojuzgados, subrayadas por las diferencias idiomáticas, mientras que la sociedad heteropatriarcal de caballeros libertinos victorianos, con sus fantasías de violación y juegos de dominación, encuentra su reflejo perfecto en los no menos libertinos aristócratas nipones y su cohorte de simpatizantes y advenedizos coreanos.

Park no necesita imaginar réplicas falsas para los clásicos sicalípticos que deleitan al club social de erotómanos que aparece en la novela original, ya que existen no menos clásicos eróticos chinos y japoneses que mostrar en la película, manejando también referentes icónicos del ero-guro nipón como el famoso pulpo de Hokusai, quien incluso hace una deliciosa y sorprendente aparición en persona.

De este modo, a la ya ingeniosa y sofisticada apropiación de los tropos, modos y arquetipos de la literatura victoriana ejercida por Sarah Waters, para reinventarla y desmontarla desde dentro a través de su inversión moral, social y sexual, Park Chan-wook añade la demostración de que «lo victoriano» no se define tanto por su realidad histórica y cronológica, como por sus realidades psicológicas, sociales, morales y, sobre todo, por su política sexual de doble y triple cara, cuya hipocresía puritana como tapadera de los vicios privados más perversos, ofrece un infinito campo de juego para los sentidos. Por ello, cualquier sociedad, real o inventada, que cumpla con estos requisitos -como es el caso de la Corea dominada por Japón- puede adaptarse a esta reapropiación del victorianismo, más psicosocial, patológica, estética y esteticista que historicista o documental.

La gran diferencia del neo-victorianismo de hoy respecto al pastiche victoriano de la segunda mitad del siglo pasado, estriba sin duda en su despreocupación por el rigor histórico o la recreación fiel del periodo, para ir al oscuro interior de sus factores psicosociales, así como a sus sofisticadas representaciones estéticas y literarias, surgidas de la pública represión sexual, por una parte, y del dionisíaco y amoral libertinaje de su vida secreta, por otra. Si los viejos pastiches de antaño, protagonizados tanto por personajes de ficción como Sherlock Holmes como por otros reales, se preocupaban obsesivamente por el detalle fiel, por hacer encajar con precisión lo ficticio en lo real y viceversa, recreando de forma documentada y verosímil momentos históricos concretos y representativos del periodo, los de hoy hacen caso omiso de esta necesidad «realista», puesto que se sumergen en el constructo mental y mítico del periodo, antes que en su Historia.

Es por ello que Sarah Waters en Falsa identidad, entre otras obras, o Charlotte Cory en Los que no perdonan (Nevsky), como antes A. S. Byatt o Angela Carter, exploran y explotan la reconversión de los tópicos de la narrativa victoriana -el melodrama, el cuento moral, la saga familiar, el misterio gótico, la cautionary tale…-, con su machismo, imperialismo y puritanismo inherentes, que a duras penas esconden corrientes ocultas perturbadoras e inquietantes, para llevarlos al terreno opuesto del empoderamiento femenino, la sexualidad lésbica y polimorfa, la destrucción de las barreras de clase y el resto de fantasmas victorianos al fin triunfantes. Es un juego sin duda peligroso, entre la fascinación y atracción que el mundo victoriano ejerce por su doble, triple o múltiple moral y el rechazo que este mismo nos produce. Pero, sobre todo, es un ejercicio estético, que no reniega nunca de la belleza mórbida que exuda el universo de Jack el Destripador, las lánguidas bellezas prerrafaelistas, las locas en el ático, los bellos tenebrosos, las institutrices histéricas, las sociedades de caballeros, las tabernas portuarias, los clubs infernales, los memento mori y los burdeles con olor a gin barato.

Se trata no solo de evocar o invocar la Inglaterra victoriana, sino de reinventarla sin complejos. Lo que no implica necesariamente una narración histórica o que respete el marco cronológico y geográfico de la misma. Cuando, por ejemplo, nos encontramos con los Cuentos de Hadas de Angela Carter, que acaba de publicar Impedimenta en una bella edición ilustrada por Corinna Sargood, comprobamos cómo su autora ha querido, precisamente, subvertir una tradición victoriana, la de las recopilaciones de cuentos feéricos infantiles clásicos, ejemplificada por autores del periodo como George MacDonald, Lafcadio Hearn, Charles Lamb o tantos otros, al elegir provocadora y conscientemente relatos protagonizados por mujeres, donde estas tienen un papel activo y preeminente. Es decir, subvirtiendo el objetivo pedagógico original de estas recopilaciones -formar a los perfectos caballeritos y señoritas victorianos- por justo el fin opuesto, pero utilizando el mismo encantador formato del periodo.

En otras ocasiones, lo victoriano escapa también de su ubicación espacio-temporal, para en alas de la ciencia ficción, invadir nuevas y provocadores dimensiones. Surge así el Steampunk, cuyas virtudes y vicios exceden sobradamente el marco de estas líneas, pero también obras más singulares, cerebrales y sorprendentes como la novela Babilonia de Richard Calder, publicada por Dilatando Mentes en una exquisita edición anotada y acompañada de profuso aparato crítico e ilustraciones de Miguel Ángel Martín, donde este singular escritor británico describe una Inglaterra victoriana alternativa, en la que conviven Jack el Destripador y el culto babilónico de Ishtar, mundos paralelos, sociedades que han dejado de ser secretas como los Illuminati, prostitutas sagradas y un incipiente nazismo esotérico, pero que más allá de su imaginativo escenario, constituye una provocadora exploración del inconsciente colectivo y el imaginario popular victorianos, trazando una genealogía del deseo que se nutre del eterno matrimonio entre Eros y Tánatos, sugiriendo el demoledor poder que subyace en los mitos cuando estos, a través de su manifestación hipersticiosa (que diría Reza Negarestani), se convierten en realidad.

Al hilo de Babilonia, pues, cabe preguntarse: ¿por qué esta obsesión por reescribir la Era Victoriana con la gramática hipermoderna del siglo XXI? Quizá porque, pese a todo, seguimos siendo los mismos animales de vicios privados y virtudes públicas que se alimentaban del miedo y el deseo en las junglas de Whitechapel, el Soho o Spitalfields, bajo el escalpelo afilado de Jack the Ripper, mirándonos implacables desde el retrato de Dorian Gray o desde el otro lado del espejo, donde yace el Snark y sigue soñando Alicia, en una infancia eterna de la que no puede ni quiere despertar.

Jesús Palacios