cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Scherezade en Valaquia

Impedimenta presenta por primera vez en español El Levante, novela fundacional en la trayectoria del rumano Mircea Cartarescu y argumento clave en pro de la fabulación.

De pronto, en medio de una narración prodigiosa, rajando de lado a lado la prefiguración de un mar encrespado donde los héroes resisten la tormenta, comparece el autor: «Yo, Mircea Cartarescu, he escrito El Levante en un momento difícil de mi vida, a la edad de treinta y un años, cuando, sin creer ya en la poesía (toda mi vida hasta entonces) ni en la realidad del mundo ni en mi destino en este mundo, he decidido ocupar mi tiempo incubando una ilusión». Semejante declaración aparece impresa además en una composión distinta y con otras fuentes: el escritor, con nombres y apellidos, se dirige al lector y gana a ambos para la epopeya. Bajo la apariencia de cierta presunción, tal vez ingenua, yace no obstante la constatación de que El Levante es un juego a cara o cruz, un remedo de ruleta rusa, una prefiguración rabiosa del clavo ardiendo. Los amantes de las espartanas semblanzas de los letraheridos, ésos que tanto abundaron tras la subida a los altares de Roberto Bolaño, pueden ir frotándose las manos en lo que respecta a El Levante: Cartarescu (Bucarest, 1956) escribió este libro cuando el régimen de Ceaucescu daba sus últimos coletazos pero se mantenía férreo en sus alcances, con más virulencia tal vez que nunca. Cartarescu, entonces maestro sin vocación en una escuela de barrio, compuso la obra con una mano, en su máquina de escribir Erika (posada ésta sobre el mantel de hule de la mesa de la cocina), mientras con la otra mecía a su hija pequeña en un cochecito. Nunca tuvo Cartarescu esperanza de ver publicado su trabajo, y fue tal vez esta convicción lo que le impulsó a lanzar furibundos y explícitos ataques contra el dictador. Pero El Levante no es una novela política, o lo es (¿acaso podría una novela no ser política?) de una manera distinta a la evidente. Lo que hay aquí es un alegato a favor de la fabulación y la imaginación como instrumentos necesariamente humanos para definir la existencia personal respecto al mundo. El primer referente que salta a la cabeza en su lectura, más allá de Joyce (la estructura de la novela se inspira, en gran medida, en Los bueyes al sol, el capítulo del Ulises) es la Scherezade de Las mil y una noches que narra a su esposo cada día un cuento distinto para salvar su vida. A modo de estrategia de supervivencia, Scherezade teje un verdadero ovillo de argumentos, en el que cada historia engendra otra, u otras muchas, hasta alcanzar un mecanismo imperecedero, cual hilo de Ariadna, que, a la manera de los ambiciosos dioses, garantiza la prolongación del mundo. El rumano Cartarescu es nuestra Scherezade en Valaquia: también él cuenta historias, y de cada una otras muchas, por una cuestión personal. Es necesario que el hilo no termine nunca. Las parcas se abstendrán de cortarlo si la imaginación perdura. Lo contrario, la asunción de la fatalidad que otros llaman realismo, se traduciría, sencillamente, sin más, en la muerte inmediata.

El Levante sigue las directrices de la novela clásica bizantina de aventuras: las sucesivas tramas, protagonizadas por el poeta Manoil, la fatal Zenaida, el temible Yogurta, los piratas del Mediterráneo y demás criaturas, en clara conjunción con la Odisea, se conjugan, superponen, cruzan y desvían hacia una resolución que, claro, Cartarescu pone en cuarentena. Se respira por tanto el mismo afán narrativo de las Etiópicas de Heliodoro, el mismo que el crepuscular Cervantes reprodujo en su magistral Persiles. Y sin embargo, la mayor licencia que Cartarescu decide tomarse es la fragmentación de su propio mundo en el caleidoscopio de la acción: el lector se asoma al oleaje salino, a los peligros atisbados en cada isla, a las incógnitas del viaje, de Valaquia a Turquía, de un extremo del abismo al otro, pero también se suben al carro Borges, Mafalda, el grupo de rock progresivo Phoenix, la dictadura comunista y el mismo Cartarescu, consciente de la locura que entraña escribir un libro que no habrá de leer nadie y muy seguro, a la vez, de la tabla de salvación que la escritura comporta. Lo más hermoso de esta epopeya es la voluntad con que Cartarescu no hace concesiones al cajón: rechaza el malditismo, aspira a que su mundo sea de otros. El Levante contempla también, en este sentido, la historia en la que el lector, libre, dispuesto, acontece. Por eso es difícil sentirse ajeno a la novela conforme uno se adentra en sus laberintos: sin pretenderlo, sin sospecharlo casi, el receptor aturdido es protagonista fundamental de lo que aquí se cuenta. Con sumo placer.

La mención que Cartarescu hace de la poesía no es baladí. Conocido por sus relatos en España gracias a Impedimenta (ahí están los volúmenes Nostalgia y Las bellas extranjeras, maravillosos ambos), el autor se considera a sí mismo, en primera instancia, poeta. Y su obra poética merecería, en consonancia, una divulgación igual a este lado de Europa. De hecho, tal y como revela Carlos Pardo en su jugoso prólogo, Cartarescu escribió una primera versión de El Levante en verso, a la manera clásica de los épicos griegos; pero decidió prosificar el texto, y reducir la abundante carga dialectal, en beneficio de una hipotética lectura (la accesibilidad adquiere aquí, por tanto, y según lo escrito anteriormente, rango de heroicidad). De cualquier modo, y muy a pesar del presunto rechazo de Cartarescu a la poesía a cuenta de un desencanto más presunto aún, El Levante es, quizá antes que otra cosa, un objeto poético: y no tanto por la intromisión del yo como cemento para el edificio narrativo, sino por el modo en que Cartarescu cae en la cuenta mientras escribe. Saber(se), claro, es estar vivo. De paso, convendría señalar la traducción de Marian Ochoa de Eribe como modélica, en cuanto constituye una verdadera creación lingüística y artística en sí misma eludiendo cualquier matiz intervencionista, sin que se perciban sus efectos. El Levante es, en fin, una novela divertídisima, prodigiosa en su sentido del ritmo, descubridora de paisajes maravillosos a cada pase de página; y también, más aún, la evidencia feroz de que, sin la literatura, nada merecería la pena.

Por Pablo Bujalance