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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

¡Simplicidad, simplicidad, simplicidad!

En “El club de los poetas muertos” un original profesor de literatura llega a la selecta, tradicional y rígida academia Welton, donde las normas lo son todo. Llega un nuevo profesor de literatura, antiguo alumno de la institución, llamado John Keating (interpretado por Robin Willians).

Aunque el tono melodramático malogra después la película de Peter Weir, la escena de arranque es uno de esos momentos en que el cine logra encender la mecha de la magia. El profesor nada más llegar a clase pide a los alumnos que salgan al pasillo, toda una novedad porque en horas de clase el pasillo está desierto y silencioso. Keating les pide que observen las fotos de antiguos alumnos que lo decoran, promociones de estudiantes que han pasado décadas atrás por las aulas de Welton. Los muchachos, excitados y sonrientes por la novedad de romper la rígida monotonía observan las fotos en blanco y negro de los estudiantes y cuando están absortos en ellas escuchan una voz susurrada que les dice: “Carpe Diem”. Y les habla del Carpe Diem, la expresión latina que habla de vivir el momento. Y les explica que esos jóvenes atléticos y sonrientes de las fotografías asepiadas, tan fuertes, vitales y pletóricos como ellos ahora, están ya todos muertos. Por eso es fundamental que vivan el momento, que no aplacen la felicidad.

Welton funciona como internado y se halla en un paraje natural frondoso. Los muchachos se enteran de que el propio Keating, cuando era alumno de Welton, había fundado una rara sociedad poética con otros compañeros que tenía su sede en una cueva en mitad del bosque. Cuando un grupo de estudiantes le preguntan por ese asunto, que vulnera las normas de la escuela, que no permiten salir del recinto vallado, él les recita unas palabras: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la existencia y ver lo que la vida tenía que mostrarme, no fuera que al tiempo de morir descubriese que no había vivido… Quería vivir intensamente y extraer todo el meollo a la vida”. Los chavales saldrán a los bosques espoleados por esas palabras, amparados en la noche, para crear su espacio de poesía, risas e intensidad.

Esas palabras que les recita su profesor parecen las de un poeta, pero son un fragmento de Walden, la obra más emblemática de Henry David Thoreau y uno de esos raros libros que son realmente capaces de cambiar la vida a quienes los leen. Thoreu decidió poner en práctica en su máxima expresión su lema fundamental: “simplicidad, simplicidad, simplicidad” y se marchó a vivir dos años a una cabaña que construyó con sus propias manos frente al lago Walden dedicado a cultivar el huerto, leer, pasear y (actividad de riesgo) pensar. Errata Naturae ha reeditado en edición excelente Walden. Además, publica la correspondencia de Thoreau con su amigo Harrison Blake con el título Cartas a un buscador de sí mismo: un festín para las neuronas. Se suma al festival la editorial Impedimenta con una biografía gráfica (un cómic, vamos) de Maximilien Le Roy y A. Dan titulada Thoreau, la vida sublime. Tolstoi, Gandhi o Martin Luther King se confesaron admiradores suyos. Hay personas que uno echa mucho de menos aun sin haberlas conocido. Thoreau es una de ellas.

Por Antonio G. Iturbe