cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Tan callando

El cerco de la muerte: Ţîbuleac evoca por extenso, en El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, a través de la voz de un genio chiflado, los meses finales de la vida de su progenitora.

Mediante una escritura hipnótica, con ribetes líricos –diez de los breves capítulos, que se recopilan hacia el final, constan de una sola frase, a menudo una imagen irracional, metafórica, sobre la mirada maternal– la joven moldava, residente en París, Tatiana Ţîbuleac, evoca por extenso en El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta), a través de la voz ríspida de un genio chiflado, los meses finales de la vida de su progenitora, cuya sentencia, «un cáncer maligno y rabioso », desconocía, un verano francés «ilegítimo» y alocado, cerca del océano, junto a una apestosa finca de colza y a otra de girasoles con un punto alucinante a lo Van Gogh. El subterfugio narrativo que dota de verosimilitud al testimonio es que ha escrito el libro porque se lo recomendó el psiquiatra a fin de superar su bloqueo pictórico. La otra coartada, en torno al asunto que nos ocupa, es reflexiva: «a veces, cuando pienso en la muerte y me pregunto qué pasa con las personas después, a continuación, al final…los recuerdos son mi respuesta».

«Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás». Son las tres primeras líneas de la novela. El protagonista, adolescente, otea desde un ventanal del centro psiquiátrico del que va a salir a su madre, apostada por vergüenza afuera. Es un comienzo llamativo, de los que se recuerdan, para una novela espléndida, supongo que la traducción del rumano, por parte de Marian Ochoa de Eribe, que ha elevado en español al ahora afamado Mircea Cărtărescu, tiene parte de culpa. En sus mejores momentos me ha devuelto a la literatura fronteriza y descarnada de la premio Nobel Herta Müller, que curiosamente, siendo rumana ha escrito en alemán por motivos de ascendencia, y ya es decir, con lo que me encandila su prosa. «De haber podido la habría cambiado en dos segundos por cualquier otra madre del mundo», espeta más adelante. Solo la salva por la hermosura de los ojos del título. No mejor parado queda su padre camionero, también inmigrante polaco en el extrarradio de Londres, que había huido de casa con una joven con un piercing en la lengua, sólo imaginárselo le «hacía vomitar». Es de una crudeza, como se ve, sin paliativos. En realidad, por contraste, a partir de sus palabras despectivas, traza un retrato durísimo del inestable, averiado, al cabo millonario narrador, de su modo de ver la vida, tal vez de su generación, del vacío existencial a consecuencia de la falta de sentido.

Fermín Herrero