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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Turbadora y hermosísima novela sobre las trampas de la vida

Yo querría que este título se me hubiera ocurrido a mí. Haber encontrado antes que Tatiana Ţîbuleac, maldita sea, esta historia, este libro tan raro y tan estremecedoramente bello que nos habla del poder casi absoluto de la muerte.

La muerte, esa ladrona que se lleva sin pestañear a una niña pequeña y deja un vacío que desencadena el duelo infinito de una madre, el abandono del padre, el odio musculado del otro hijo, superviviente a su pesar. Que hace bien su trabajo y empuja la primera pieza de un dominó para que las demás la sigan y se derrumben incendiadas por dentro. Que a veces no tiene bastante con todo y vuelve a por más, que es la única fuerza capaz de arrasar por completo la vida de alguien y también, paradójicamente, de devolverle tiempo después algo de todo aquello que le quitó entonces. Todo eso aprende Aleksy, el joven y muy inestable protagonista, cuando la muerte decide visitarlos una vez más y se hospeda a tiempo completo en la desvencijada casa de la campiña francesa en la que pasa el último verano de la vida de su madre. Ese tiempo es el que recuerda, el que nos cuenta. Unos meses en que ambos se reconcilian y él aprende toda la belleza y el dolor que encierra una despedida anunciada. La muerte regresa, pero no como el golpe helado que se llevó a su hermanita Mika años atrás, sino como una dama cortés que permite que madre e hijo dispongan de unas semanas idílicamente extrañas. Ese tiempo pactado con la enfermedad le permite a Aleksy dejar de lado el entrenamiento diario en el odio a su madre, que practica de forma sistemática desde la muerte de Mika. La pérdida de su hermana es el misterio sombrío, la historia narrada a jirones que flota en el aire, que hace irrespirable la vida y que no acaba de desvelarse, un secreto incomprensible que marca un antes y un después y que convierte la relación de madre e hijo en las ruinas humeantes que ambos habitan. Aleksy se sintió durante mucho tiempo como el abandonado, el repudiado, precisamente porque continuó viviendo y su hermana no. Aprendió a odiar a su madre como única respuesta al abandono y alimenta ese rencor interminable, su asco hiperbólico, cada vez que la mira o la oye hablar. No disimula su desprecio y construye una imagen grotesca, exagera o inventa defectos físicos porque ha encontrado en el lenguaje una máquina cómplice, el arma obediente que se pliega a su necesidad de monstruificar a la mujer que rechazó compartir con él un dolor que ambos sentían. Pronto comprenderemos que Aleksy es incapaz de percibir la realidad de una forma que no sea absoluta, desquiciada en su interpretación de lo bueno y lo malo. Cuando se empeña en odiar a su madre la coloca de un empujón frente a un espejo deformante, se ríe de su peinado, de su acento, de su escasa inteligencia, y hace copartícipe a todo el mundo de su propio desprecio, de esa repugnancia insaciable que le produce tenerla delante, responder a sus preguntas, caminar a su lado. Sin embargo, la llegada de la enfermedad y la conciencia de que el fin se acerca lo desarman. A partir de entonces se libera del peso de las cuentas pendientes, abandona la práctica de su odio obsesivo y se dedica a cuidar a su madre y a re-aprenderla. Con la misma desesperación, ferocidad y lucidez de antes, acompañará a la enferma, sin dejar de mirarla ni de crear imágenes portentosas para describirla. Ahora la toma del brazo y caminan juntos, alaba su belleza agónica al situarla suavemente ante el siguiente espejo, que si deforma es para idealizar, para convertir a la mujer que le dio la vida en una criatura mágica, en un hada de ojos verdes y rostro triangular, llena de secretos que se van desvelando y poseedora de esa hermosura del crepúsculo de la que no se cansa de hablar y de la que no nos cansamos de leer. Una hermosura que se contagia al espacio en el que viven, al paisaje que contemplan, a cada experiencia, por nimia que sea, que comparten. Aleksy, que nunca esconde su desequilibrio mental al lector ante el que se confiesa, vive ese verano casi alucinógeno como un sueño por el que transita perplejo. El lenguaje, de una belleza explosiva, es el pincel con el que dibuja escenas de los últimos meses de su madre. Su ingenio, su capacidad para verlo todo desde una perspectiva excéntrica, desquiciada, es inagotable. El mundo que le rodea le sugiere todo el tiempo metáforas surrealistas que son casi versos llenos de una potencia sensorial que golpea al lector y que surgen de vez en cuando a modo de brevísimos capítulos, de letanía.

«Los ojos de mi madre eran las ventanas de un submarino de esmeralda. Los ojos de mi madre eran cicatrices en el rostro del verano», murmura un narrador desolado, que ha recuperado el amor en la muerte, que va quedándose un poco más solo, más perturbado, en el mundo que su madre abandona lentamente. En esas gafas extrañas con las que construye su elegía encontrará, curiosamente, el camino de un exorcismo, su forma de mirar el mundo y de expresarlo, la singularidad que antes lo marginaba y que otros admirarán en el futuro como un talento artístico único. Porque de eso también nos habla el libro. De la soledad del diferente, de la sensibilidad extrema como veneno letal, autoinmune, que el artista genera y que puede acabar destruyéndolo. Entre esos dos polos se mueve siempre Aleksy. Ahí radica la verdadera paradoja, esa que nos permite compadecer y admirar al joven que camina entre dos duelos, a cualquiera que sienta el arte como el único lenguaje posible, como la única forma que conoce de decir mientras permanece incomunicado con todos aquellos que lo rodean. Ţîbuleac construye un personaje inolvidable y brutal, un desequilibrado brillante que pinta lienzos acerca de su dolor, que a veces es un estimulante otras el analgésico más eficaz, en cada frase que escribe. No es difícil dejarse arrastrar a ese mundo turbio que Aleksy percibe cuando mira a su alrededor. Resulta más que razonable entender su rabia, su desamparo, acompañarlo en su narración solo para que nos siga emborrachando con la belleza que le permite formular una desesperación profundamente humana. No queda otra que envidiar mucho y bien a la autora de esta historia y celebrar que podemos leer una novela turbadora y hermosísima sobre las trampas que tiende la vida y la única escapatoria de esas encerronas que nos brinda, a menudo, el arte.

PATRICIA ESTEBAN ERLÉS